sábado, 30 de agosto de 2014

CONFESIÓN #5

 
 
Cuando abrió los ojos sintió el escozor de una luz blanca que amenazaba con abrasarle las retinas y volvió a cerrarlos en un reflejo puramente instintivo. Con la precaución de la experiencia que le dio el dolor volvió a abrirlos. Poco a poco sus pupilas se fueron contrayendo acostumbrándose a la claridad del ambiente. Estaba en una cama de un hospital. Aquello le tranquilizó por un momento. Pero, ¿por qué estaba allí? y ¿cómo había llegado?. La respuesta a la primera pregunta se hizo paso desde la base del cráneo, como si fuera un tornillo horadándole la masa encefálica hasta que en su cabeza se escuchó de nuevo aquella voz y vio a aquella niña con el cuello retorcido y aquellos ojos que ardían en azul. La segunda cuestión dejó de importarle.
 
Sintió de nuevo el frío helador en su cuerpo que tembló con un espasmo que casi le arroja del catre.
Notó el peso de la ropa de cama y como ésta se pegaba a su cuerpo encharcada de su propio sudor. El espasmo fue remplazado con un eco de tiritona. Aunque estaba cubierto por una manta tenía frío, mucho frío. Pero hacía calor, aquello era África los destartalados ventiladores del techo apenas aliviaban los 45º con el movimiento de sus despostilladas aspas repintadas cien veces de blanco.
 
Haciendo un esfuerzo sobre humano alzó la manta para observarse. Los brazos le pesaban como si fueran de plomo, había una vía de suero en el derecho que le mordió al moverlo. No debió contemplar aquello. Estaba completamente desnudo, llevaba puesta una sonda urinaria y su cuerpo, su cuerpo había sido vaciado de cualquier tipo de grasa, era poco más que un saco de huesos envueltos en un pellejo amarillento y flácido.
 
La fiebre le subía y cada vez tenía más frío, intentó hablar pero era demasiado esfuerzo
Debía de haber consumido sus pocas energías, cerró los ojos con miedo de que fuera la última vez. Mentalmente intentó orar pero era imposible, estaba tan cansado. Se hundió en el estado comatoso, como un canto que rueda por el terraplén directo a una poza de brea espesa y oscura.     
 
Los estados de inconsciencia se alternaban con pequeños periodos de lucidez cuando la fiebre daba alguna pequeña tregua. Terribles pesadillas le acompañaban en sus letargos. Monstruos negros con forma de reptil le entraban por la boca devorándole las entrañas, sentía sus pieles cubiertas de baba fría y escamas dentro de él y como le arrancaban la carne a dentelladas; el recuerdo de ellas le atormentaba cuando despertaba.
 
 Pasaron días, quizás semanas. El tiempo no tenía sentido, se deformaba, la fiebre lo fundía como un trozo de mantequilla dejado al sol o lo contraía como el dedo que se retira al sentir el calor de una llama. El padre luchaba y su cuerpo seguía consumiéndose.
 
 En uno de esos  lapsos donde volvía a la realidad la vio. Era una joven de color de no más de 25 años estaba envuelta en un halo amarillento radiaba como si el mismo sol estuviera escondido tras su espalda. Pensó que había muerto y aquella era la visión de un ángel, pero no, se trataba de una joven enfermera que todas las mañanas le aseaba. Ayudaba a las religiosas de la comunidad en las tareas más ingratas. Le estaba secando el sudor de la frente con una compresa cuando su mirada se posó en la suya.
 
- No diga nada padre, descanse.
El padre desobedeció, gastaría sus fuerzas en una única pregunta, necesitaba algo una explicación a su estado.
 
- ¿Qué... me está pasando?
 
Fue poco más que un susurro, un rumor, un quejido.
La joven seguía envuelta en el aura dorada que le daba el aspecto de una virgen negra, se acercó a su oído comprobando antes que ninguna hermana los miraba. Habló en voz baja. El sacerdote oyó perfectamente la palabra de tres letras que pronunció. Entonces sus miedos se hicieron realidad. Sus pesadillas no eran el fruto de los delirios de un enfermo de malaria o de otra enfermedad exótica. Ese demonio de la choza lo había maldecido. La palabra que la joven dejó caer sobre sus oídos fue Ikú.
 
 
CONTINUARÁ…

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