Cuando abrió los ojos sintió el escozor de una luz blanca
que amenazaba con abrasarle las retinas y volvió a cerrarlos en un reflejo
puramente instintivo. Con la precaución de la experiencia que le dio el dolor
volvió a abrirlos. Poco a poco sus pupilas se fueron contrayendo
acostumbrándose a la claridad del ambiente. Estaba en una cama de un hospital.
Aquello le tranquilizó por un momento. Pero, ¿por qué estaba allí? y ¿cómo
había llegado?. La respuesta a la primera pregunta se hizo paso desde la base
del cráneo, como si fuera un tornillo horadándole la masa encefálica hasta que
en su cabeza se escuchó de nuevo aquella voz y vio a aquella niña con el cuello
retorcido y aquellos ojos que ardían en azul. La segunda cuestión dejó de
importarle.
Sintió de nuevo el frío helador en su cuerpo que tembló con
un espasmo que casi le arroja del catre.
Notó el peso de la ropa de cama y como ésta se pegaba a su
cuerpo encharcada de su propio sudor. El espasmo fue remplazado con un eco de
tiritona. Aunque estaba cubierto por una manta tenía frío, mucho frío. Pero
hacía calor, aquello era África los destartalados ventiladores del techo apenas
aliviaban los 45º con el movimiento de sus despostilladas aspas repintadas cien
veces de blanco.
Haciendo un esfuerzo sobre humano alzó la manta para
observarse. Los brazos le pesaban como si fueran de plomo, había una vía de
suero en el derecho que le mordió al moverlo. No debió contemplar aquello.
Estaba completamente desnudo, llevaba puesta una sonda urinaria y su cuerpo, su
cuerpo había sido vaciado de cualquier tipo de grasa, era poco más que un saco
de huesos envueltos en un pellejo amarillento y flácido.
La fiebre le subía y cada vez tenía más frío, intentó hablar
pero era demasiado esfuerzo
Debía de haber consumido sus pocas energías, cerró los ojos
con miedo de que fuera la última vez. Mentalmente intentó orar pero era
imposible, estaba tan cansado. Se hundió en el estado comatoso, como un canto
que rueda por el terraplén directo a una poza de brea espesa y oscura.
Los estados de inconsciencia se alternaban con pequeños
periodos de lucidez cuando la fiebre daba alguna pequeña tregua. Terribles
pesadillas le acompañaban en sus letargos. Monstruos negros con forma de reptil
le entraban por la boca devorándole las entrañas, sentía sus pieles cubiertas
de baba fría y escamas dentro de él y como le arrancaban la carne a
dentelladas; el recuerdo de ellas le atormentaba cuando despertaba.
Pasaron días, quizás
semanas. El tiempo no tenía sentido, se deformaba, la fiebre lo fundía como un
trozo de mantequilla dejado al sol o lo contraía como el dedo que se retira al
sentir el calor de una llama. El padre luchaba y su cuerpo seguía
consumiéndose.
En uno de esos lapsos donde volvía a la realidad la vio. Era
una joven de color de no más de 25 años estaba envuelta en un halo amarillento
radiaba como si el mismo sol estuviera escondido tras su espalda. Pensó que había
muerto y aquella era la visión de un ángel, pero no, se trataba de una joven
enfermera que todas las mañanas le aseaba. Ayudaba a las religiosas de la
comunidad en las tareas más ingratas. Le estaba secando el sudor de la frente
con una compresa cuando su mirada se posó en la suya.
- No diga nada padre, descanse.
El padre desobedeció, gastaría sus fuerzas en una única pregunta,
necesitaba algo una explicación a su estado.
- ¿Qué... me está pasando?
Fue poco más que un susurro, un rumor, un quejido.
La joven seguía envuelta en el aura dorada que le daba el
aspecto de una virgen negra, se acercó a su oído comprobando antes que ninguna hermana
los miraba. Habló en voz baja. El sacerdote oyó perfectamente la palabra de
tres letras que pronunció. Entonces sus miedos se hicieron realidad. Sus pesadillas
no eran el fruto de los delirios de un enfermo de malaria o de otra enfermedad exótica.
Ese demonio de la choza lo había maldecido. La palabra que la joven dejó caer
sobre sus oídos fue Ikú.
CONTINUARÁ…
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