El sol brillaba en toda su plenitud. Era una mañana de
primeros de Agosto, de ésas que parecen sacada del folleto de una agencia de viajes
cuando llegaron a la casa. Carlos detuvo el coche frente a la verja de la entrada
y bajó para abrirla, antes se tomó un instante para contemplarla intentando
acallar esa vocecilla que no paraba de recordarle que no era una buena idea. A
través de las rejas observó el amplio porche, sobre el que se situaban dos ventanas
en la fachada principal. No pudo evitar pensar en una cara con una gran boca.
Una gran boca a la cual él iba a quitar el bozal de hierro.
- Carlos, cariño pasa
algo, ¿a qué esperas para abrir?
En la pregunta de su mujer había implícita una advertencia (Ya
estás otra vez con tus corazonadas…)
- Nada, nada ya abro.
Contestó saliendo de su ensoñación. Metió la llave en el
candado. Desde el coche llego la vocecilla de Paula, su hija para acuciarle aún
más.
- Papi, papi me quiero bajar, me hago pis.
La cancela protestó con un chirrido metálico pidiendo a gritos
un poco de grasa en sus bisagras resecas. Volvió al coche. En los ojos de Laura
había una sombra de reproche pero no hizo ningún comentario. Por el contrario,
Paula seguía con su soniquete del pis.
- Paula, aguanta un poco, ahora mismo meto el coche.
- Pero es que me hago mucho pis.
- Eso cariño, aguanta, es solo un pelín. Apostilló su mujer.
Parecía una tontería pero eran esos pequeños apoyos los que
a Carlos le recordaban que seguían siendo una familia y que no todo estaba
perdido. Las casas con forma de cara y los porches con bozal se esfumaron de su
cabeza.
En cuanto Laura liberó a Paula de la sillita en el asiento
trasero salió como un rayo del monovolumen. Las insoportables ganas de hacer
pis habían desaparecido. La niña correteaba por el césped alegre como un
cascabel dispuesta a explorar todo aquel lugar tan guay. La mirada de Carlos se
cruzó con la de Laura que ya estaba bajando las maletas, ves que contenta está,
ponían en sus hermosos ojos verdes.
- Laura, deja eso, ya lo hago yo. Ve a abrir, toma aquí tienes
las llaves.
- Gracias. Dijo y se alejó por el caminito de grava que conducía
al porche.
El gracias se quedó flotando en el aire como una pluma que
se balancea, tomándose su tiempo antes de caer al suelo. ¿Gracias?, ¿qué clase
de respuesta era ésa?. Él era su marido, no un botones o un desconocido. Se
giró mirándola como esperando una explicación a esa respuesta tan educadamente fría.
Pero no la hubo. Laura ya estaba llegando al portón de la entrada de la casona.
Carlos bufó y volvió a ocuparse del equipaje.
- ¡¡Mamaaaaaaaaaá!!
El grito de la niña les penetró por los odios como si se los
hubieran atravesado con un alambre de espinos. Por un momento se habían olvidado
completamente de Paula.
Carlos arrojó la maleta al suelo, precisamente era la maletita
de Dora la Exploradora de su hija y salió corriendo. Laura también salió disparada.
La niña estaba de pie junto un árbol. Estaba de espaldas mientras
seguía gritando llamando a su mamá. Carlos
que fue el primero en llegar, la tomó por los hombros y la giró hacia él. Tenía
el rostro lívido y los ojos muy abiertos rebosantes de lágrimas que le caían
por las mejillas que habían perdido su rosa habitual reemplazado por un gris
malsano. Un instante después llegó Laura.
- ¡¡¿Qué pasa cariño?. ¿Qué le pasa a la niña?!!
Era una ametralladora.
La madre prácticamente arrebató a la niña de los brazos del
padre que no pudo hacer otra cosa que dejarla ir. Entonces Carlos miró a donde
estaba mirando la niña cuando llegó. Había un gato muerto.
Era normal que una niña de cuatro años se impresionara por la
visión de un gato muerto, pero aquello también le impresionó a él encogiéndole el
estómago haciéndole reprimir una arcada que le sobrevino ante tan grotesca escena.
El pobre animal estaba clavado en el árbol panza arriba y con las extremidades extendidas
de tal forma que dejaba ver el vientre, que había sido abierto haciendo que sus
tripas se desparramasen. Cientos de gusanos moraban en él, alimentándose de aquella
criatura a la que también habían despellejado, dejando sólo la piel de la
cabeza y que era lo que hacía posible reconocer que aquello había sido un gato.
Se interpuso entre aquello y su familia ocultándolo.
- ¿Qué hay ahí?, ¿qué ha visto? quiso saber Laura que acunaba
en sus brazos a Paula algo más calmada aunque seguía gimoteando.
- Nada, sólo un gato, sólo… un gato muerto.
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