domingo, 7 de septiembre de 2014

CONFESIÓN (COMPLETO)

Hola, os dejo aquí el cuento completo. Es mi forma de compensaros por estos meses de continuarás.





CONFESIÓN




Con un suave movimiento descolgó el crucifijo. Las manos temblorosas del cura lo sostuvieron unos segundos, murmuró una plegaria en la intimidad del confesionario. Era una cruz de madera sencilla, que le barniz y los años habían oscurecido. El padre, un hombre enjuto  de no más de sesenta años vestía una sotana ala de cuervo, de ésas que casi ya no se ven entre el clero. El poco pelo que le quedaba era cano, pulcro al igual que todo en él. Giró la cruz. En su envés. Alojada en hueco estaba la jeringuilla. Ávido la tomó devolviendo luego el crucifijo a su lugar. Con sumo cuidado la ocultó en un bolsillo. Tanteo bajo el banco donde se sentaba a esperar a que los fieles vinieran a confesarle sus pecados hasta que  halló un pequeño resorte que hizo que el asiento de terciopelo rojo se desplazara unos milímetros. Lo levantó descubriendo un compartimiento oculto. Allí tenía todo lo necesario para hablar con Dios.

El temblor desapareció a medida que el líquido ambarino penetraba lentamente en su torrente sanguíneo empujado por el pequeño embolo de la jeringuilla de insulina. Tardaría unos minutos en hacer efecto, el suficiente para recomponer sus ropas después del discreto pinchazo en la ingle y el suficiente para que el confesionario volviera a ocultar su secreto.

Sentado sobre el cojín de terciopelo rojo, cerró los ojos y entrecruzó las manos dispuesto a aguardar.
Oscuridad y silencio. Sintió como los latidos del corazón se le aceleraban y como la pequeña incisión de la ingle le ardía. Calor, calor. El calor le ascendió el bajo vientre al abdomen quemando, igual que si se estuviera introduciendo en un tanque de ácido. Reprimió un grito de dolor. Las brasas le ascendieron hasta la cabeza y cuando parecía que iba a pender como una antorcha humana el calor desapareció y sólo hubo luz blanca y paz. Una paz absoluta, una luz blanca y cegadora.

Unos nudillos tocaron a la puerta de la cabina de madera labrada sacándole de su trance.

- ¿Padre?.
- ¿Sí..?.
- ¿Está usted preparado?, los feligreses están llegando. Comentó el joven diácono.
- Sí hijo, estoy preparado...
- Bien Padre.

Los pasos del asistente  resonaron sobre la solería de mármol de la iglesia mientras se alejaba. Claro que estaba listo. Estaba listo para "ver" el pecado. Alzó la mano para retirar la tapa que dejó a la vista una mirilla cubierta con una celosía de madera tallada.

- Ave María purísima..
- Sin pecado concebida. ¿Cuáles son tus pecados hijo?.
Un olor a podredumbre penetró en el cubículo. Un olor a orín, a putrefacción, a heces, a cadáver dejado al sol. Fue como un puñetazo en la.. en el estómago, que le saltó  las lágrimas y le hizo boquear como un pez fuera del agua en un desesperado intento de evitar la arcada de vómito que le sobrevino, abrasándole el esófago y la garganta.
- Dígamelos usted Páter, dígamelos usted...


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Apenas si tuvo tiempo de salir del confesionario intentando contener el vómito. Un caño ocre salió disparado de su boca esparciéndose por el suelo de la casa de Dios.

 La cabeza le daba vueltas y terminó cayendo de bruces sobre su propia regurgitación.


 Una figura enlutada se incorporó del reclinatorio del confesionario y se acercó trabajosamente hacia él.

 - ¡Padre!, ¿padre se encuentra usted bien?,

 Era una feligresa, María, una beata que le confesaba todos los domingos pecadillos de vieja chocha y bingo.

 - ¡Socorro, Socorro! Cacareaba la anciana.


 Estaba mareado con la cara y la sotana embadurnada de vomito. Pero no lo suficiente para saber que aquella no era lo que le había de había desafiado a enumerar sus pecados. No, aquella pobre vieja no era la fuente de aquel hedor. Ese simple pensamiento le hizo recordar la pestilencia y otra arcada le hizo convulsionar haciendo que su cuerpo se vaciara de nuevo. Hasta que unos hilillos de sangre quedaron colgando de la boca. Lo último que oyó antes de perder la conciencia fue el repiqueteo de pasos apresurados sobre el frio mármol......



 La niña sudaba copiosamente y temblaba. Las pupilas casi habían acabado con los iris haciendo que más que ojos parecían pozos negros e insondables. Una espuma blanca le chorreaba por la comisura de los labios haciendo un extraño contraste con su piel ébano. Ardía de fiebre.


 En la choza de barro, paja y heces secas, el joven misionero intentaba calmarla con un trapo mugriento empapado en agua aún más mugrienta que tomaba de un balde de plástico azul. Sus conocimientos médicos de nada servirían aquí sin las medicinas apropiadas. Aquella fiebre se iba a llevar aquella pobre niña. Sólo Dios podría ayudarla. Las dos mujeres que le asistían canturreaban timoratas alguna plegaria incomprensible.


 La más mayor que no debía pasar de los cuarenta. Una mujer con la cabeza afeitada de pechos arrugados y caídos, más propios de una anciana habló con voz autoritaria.


- Ikú lleva. Ikú la quiere.


 En su rostro no había dolor, sólo la resignación que da la experiencia. La más joven, poco más que una adolescente hundió la mirada en el suelo de tierra de la cabaña circular, y una lágrima le rodó por su tez oscura como si fuera una gota de resina por la corteza de un árbol de caoba, sin duda debía ser la madre de la criatura.


- Isihogo sólo puede ayudar niña


 La voz de la mujer se hizo grave y profunda como si hubiera dicho una palabra sucia y prohibida,

 la joven ocultó su rostro y comenzó a llorar desconsoladamente.


 - Sólo Isihogo puede calmar a Ikú


 El sacerdote se volvió para prestar atención a la mujer.


 - ¿Isihogo..?.

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Isihogo, el brujo tenía su choza apartada de las del resto de la tribu. En realidad no pertenecía a ella, según pudo averiguar no pertenecía a ninguna tribu, algo que le sorprendió pues en esas sociedades tan primitivas, el clan o la tribu lo eran todo. Según la anciana que insistía en llevar a la niña enferma hasta su presencia, era la encarnación del propio Ikú en la tierra.


 La niña deliraba murmurando palabras incomprensibles entre arrebatos de dolor, poco más se podía hacer;  así que el misionero tomó a la criatura en brazos y se encaminó hacia la casa del chamán. Por supuesto aquel hombre no iba a poder salvarla, pero al menos los nativos quedarían complacidos de que aquel hombre blanco no rechazaba sus tradiciones y también les quedaría el consuelo de que hicieron todo lo que estuvo en sus manos.


 La aldea estaba rodeada por una precaria cerca hecha de arbustos secos que tenía más el aspecto de un redil, junto a la salida se agolpaba el resto de la comunidad. Estaban nerviosos, inquietos. La presencia de aquel hombre blanco no podía traer nada bueno. Un murmullo reprobatorio de las escasas 40 personas contando niños y ancianos zumbaba sobre ellos igual que el enjambre de moscas sempiterno.


 Un hombre dio un paso interponiéndose en su camino, estaba armado con lo que parecía una lanza pero que no era más que un palo afilado y endurecido al fuego. El chorro de palabras que salió de su boca fue incomprensible, aunque no cabía duda de que no eran amistosas.


 El religioso se detuvo sin saber muy bien que hacer. La anciana de cráneo rapado que le seguía junto con la joven le adelanto y se enfrentó al hombre. Aquella mujer encorvada y arrugada miró al guerrero y con voz autoritaria le ordenó que se apartara con unas pocas palabras que sonaron a arrastrar los pies por el suelo polvoriento de la aldea, se irguió pareciendo crecer de estatura mientras que al mismo tiempo el lancero de pecho ancho y musculado pareció encoger y como si fuera un niño asustado y se hizo a un lado, el resto del poblado también pareció retroceder asustado. Evidentemente era alguien muy respetada en su comunidad.


 Ya con el paso despejado abandonaron el poblado con la sensación de que decenas de ojos se les clavaban en las espaldas.


 No habrían recorrido 200 metros desde el poblado, cuando desde la cerca llegó a ellos un grito de rabia y frustración   


 - ¡Abathakathi!


 La anciana escupió al suelo con asco, y continuó andando sin inmutarse. La saliva, una masa viscosa y parduzca impactó en un pequeño escarabajo que rodó por la arena acertado por el obús. Nadie podía imaginar que ese inofensivo insecto continuaría su camino hasta llegar a la choza, donde ya en la noche cuando aquel el joven insolente de la lanza descansara, se le introduciría por un oído en medio del sueño haciéndole salir de su refugio para que vagara por la sabana hasta que alguna criatura de la noche africana saciara su hambre con él.

 Aquel pobre blanco no lo sabía pero nadie podía llamarla bruja, aunque fuera el padre de aquella criatura agonizante. Ella era una sierva de Ikú y sólo hacia lo mejor para todos.


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Después de andar unos veinte minutos entre la maleza llegaron a la choza de Isihogo. La choza, estaba adosada a una formación rocosa que sobresalía del suelo árido de la sabana como un puño furioso. Igual que las del poblado, era poco más que un antro de estiércol seco y paja con una cubierta vegetal del que salía un cordón de humo pestilente. El hueco que hacía de puerta estaba cubierta con una piel raída. Sin anunciarse la anciana que encabezaba la marcha entró, los demás la siguieron. 



La mujer le hizo una seña y el sacerdote dejó a la niña sobre una piel de antílope en suelo de albero de la choza. El humo azulado lo llenaba todo y apenas dejaba ver, se pegaba a todo, impregnándolo con su olor acre como si estuvieran quemando algo que llevara mucho tiempo muerto.



El brujo era un hombre anciano, tenía el cuerpo desnudo salvo por un taparrabos hecho con piel de cebra. Todo él estaba decorado con extrañas marcas hechas de un barro blanquecino. Una película lechosa le cubría los ojos ciegos. Bailoteaba canturreando entre dientes en idioma igual de incomprensible para él pero distinto al que hablaban en el poblado, este nuevo dialecto estaba lleno de sonidos guturales y chasquidos de lengua que lo hacían desagradable y molesto al oído, confundiéndose con el entrechocar de unos sonajeros hechos con huesos frescos y pellejos que aún choreaban sangre, que comenzó a gotear sobre el cuerpo de la niña. Cada gota que le caía le arrancaba un alarido de dolor.



La mujer joven se arrodilló junto a la puerta de la choza mirando al suelo en silencio, la anciana se acercó al brujo y también se arrodillo sumisa a su lado. El sacerdote quedó de pie sin saber muy bien como actuar. Entonces la anciana le miró y con los ojos le indicó que él también tenía que arrodillarse. El joven religioso lo hizo, no convenía hacer nada que pudiera insultar al brujo. Asistir a aquella…pantomima le recomía de impotencia, aquello sólo parecía alargar el sufrimiento de esa pobre niña. Ojalá tuviera un poco de morfina con la que pudiera aliviarla. Intentó abstraerse de aquel espectáculo absurdo, cerró los ojos y comenzó a orar en silencio.



- Señor, oye a tu siervo. Acoge a esta niña en tu seno. Llévala contigo y calma su dolor. Señor te lo pido. Por favor Cristo haz que descanse a la diestra del Padre y dale el descanso eterno. Amén.



Sumido en sus plegarias no supo decir cuanto tiempo llevaba orando, como tampoco pudo oír el silencio que se hizo en la choza. Los alaridos cesaron, los cantos entre dientes se detuvieron, y los huesos dejaron de entrechocar. Silencio absoluto, un silencio espeso que casi se podía paladear. El padre abrió los ojos.



El brujo se había situado junto a él, acuclillado Las canicas lechosas le apuntaban, estaban fijas y le miraba sin verle. El brujo abrió la boca donde trozos de dientes como estacas blanqueadas al sol asomaron sobre encías de color hígado. El sacerdote notó su aliento fétido. La lengua chascó sobre la saliva, igual que el chapoteo inútil del ñu arrastrado al fondo del río por el cocodrilo.



- Ikú yakatck. ¡Ti ocht yuu!. Ikú yakatck. ¡Ti ocht yuu!.



El cuerpo de la niña que yacía sobre el pellejo del suelo primero tembló en una serie de espasmos hasta que se incorporó y quedó sentada de espaldas a ellos. Entonces giró la cabeza en un movimiento incompatible con la vida. Los ojos le resplandecían con un azul que había reemplazado al ocre de sus iris. Una voz salió de su boca. Una voz que le habló en perfecto castellano, una voz que parecía venir del fondo de la tierra. De un lugar oscuro y tenebroso, donde las montañas tienen sus raíces y la luz no llega jamás.



- ¿Pides a tu Dios que se lleve a mi hija?. ¿Por qué vienes a ofenderme a mi casa?.¿De verdad quieres que sane o sólo quieres un alma más para Él?.



El sacerdote cerró los ojos aterrado, se persignó y entrelazando las manos comenzó a orar, esta vez en voz alta. Temblaba.



- El Señor es mi pastor, con Él nada me falta…



Aquello que tenía aspecto de niña con el cuello retorcido, abrió la boca en una mueca mitad carcajada mitad dentellada y vomitó una llama azul que lo envolvió con su flama. El padre gritó al sentir el frio que lo caló hasta los tuétanos. El rostro se le contrajo de dolor y su cuerpo cayó como si le hubieran sacado los huesos sobre el polvoriento suelo de la cabaña de estiércol seco y paja.


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Cuando abrió los ojos sintió el escozor de una luz blanca que amenazaba con abrasarle las retinas y volvió a cerrarlos en un reflejo puramente instintivo. Con la precaución de la experiencia que le dio el dolor volvió a abrirlos. Poco a poco sus pupilas se fueron contrayendo acostumbrándose a la claridad del ambiente. Estaba en una cama de un hospital. Aquello le tranquilizó por un momento. Pero, ¿por qué estaba allí? y ¿cómo había llegado?. La respuesta a la primera pregunta se hizo paso desde la base del cráneo, como si fuera un tornillo horadándole la masa encefálica hasta que en su cabeza se escuchó de nuevo aquella voz y vio a aquella niña con el cuello retorcido y aquellos ojos que ardían en azul. La segunda cuestión dejó de importarle.

                                                                                                                       

Sintió de nuevo el frío helador en su cuerpo que tembló con un espasmo que casi le arroja del catre.

Notó el peso de la ropa de cama y como ésta se pegaba a su cuerpo encharcada de su propio sudor. El espasmo fue remplazado con un eco de tiritona. Aunque estaba cubierto por una manta tenía frío, mucho frío. Pero hacía calor, aquello era África los destartalados ventiladores del techo apenas aliviaban los 45º con el movimiento de sus despostilladas aspas repintadas cien veces de blanco.


Haciendo un esfuerzo sobre humano alzó la manta para observarse. Los brazos le pesaban como si fueran de plomo, había una vía de suero en el derecho que le mordió al moverlo. No debió contemplar aquello. Estaba completamente desnudo, llevaba puesta una sonda urinaria y su cuerpo, su cuerpo había sido vaciado de cualquier tipo de grasa, era poco más que un saco de huesos envueltos en un pellejo amarillento y flácido.


La fiebre le subía y cada vez tenía más frío, intentó hablar pero era demasiado esfuerzo

Debía de haber consumido sus pocas energías, cerró los ojos con miedo de que fuera la última vez. Mentalmente intentó orar pero era imposible, estaba tan cansado. Se hundió en el estado comatoso, como un canto que rueda por el terraplén directo a una poza de brea espesa y oscura.     


Los estados de inconsciencia se alternaban con pequeños periodos de lucidez cuando la fiebre daba alguna pequeña tregua. Terribles pesadillas le acompañaban en sus letargos. Monstruos negros con forma de reptil le entraban por la boca devorándole las entrañas, sentía sus pieles cubiertas de baba fría y escamas dentro de él y como le arrancaban la carne a dentelladas; el recuerdo de ellas le atormentaba cuando despertaba.


 Pasaron días, quizás semanas. El tiempo no tenía sentido, se deformaba, la fiebre lo fundía como un trozo de mantequilla dejado al sol o lo contraía como el dedo que se retira al sentir el calor de una llama. El padre luchaba y su cuerpo seguía consumiéndose.


 En uno de esos  lapsos donde volvía a la realidad la vio. Era una joven de color de no más de 25 años estaba envuelta en un halo amarillento radiaba como si el mismo sol estuviera escondido tras su espalda. Pensó que había muerto y aquella era la visión de un ángel, pero no, se trataba de una joven enfermera que todas las mañanas le aseaba. Ayudaba a las religiosas de la comunidad en las tareas más ingratas. Le estaba secando el sudor de la frente con una compresa cuando su mirada se posó en la suya.


- No diga nada padre, descanse.

El padre desobedeció, gastaría sus fuerzas en una única pregunta, necesitaba algo una explicación a su estado.


- ¿Qué... me está pasando?


Fue poco más que un susurro, un rumor, un quejido.

La joven seguía envuelta en el aura dorada que le daba el aspecto de una virgen negra, se acercó a su oído comprobando antes que ninguna hermana los miraba. Habló en voz baja. El sacerdote oyó perfectamente la palabra de tres letras que pronunció. Entonces sus miedos se hicieron realidad. Sus pesadillas no eran el fruto de los delirios de un enfermo de malaria o de otra enfermedad exótica. Ese demonio de la choza lo había maldecido. La palabra que la joven dejó caer sobre sus oídos fue Ikú.


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La gota de morfina primero cayó y luego descendió junto a las demás por la sonda esperando su turno para entrar en el torrente sanguíneo del misionero. Sólo aquella droga podía calmar el tremendo dolor que sentía, la droga y las visitas de aquella enfermera. La chica le aseaba y le afeitaba cada vez que lo necesitaba, pero también su sola presencia hacia que su alma atormentada por aquellos demonios negros tuviera una tregua. Siempre llegaba temprano apenas amanecía y siempre tras ella aquel resplandor dorado que la hacía parecer un ángel..


A medida que el padre se recuperaba quiso saber más de aquello que le atormentaba. Siempre a escondidas de las hermanas la muchacha, le explicó que ella ya había visto antes lo que le pasaba. En su poblado conocía más casos de lo que Ikú podía hacer. No en vano su abuela fue su último chamán. Los tiempos cambiaban. La misión trajo médicos y vacunas y la autoridad de los chamanes empezó a decaer y aunque la medicina del hombre blanco era más efectiva contra los males del cuerpo, nada podía hacer contra las enfermedades del alma, contra Ikú. Los médicos de la misión jamás lo reconocerían.


 Aquel demonio le había corrompido de tal forma que su alma estaba luchando por no ser arrancada de su cuerpo. Sólo su fe podía salvarla. Sólo Dios podía luchar contra aquel demonio. También le explicó que el aura que veía sobre ella no era otra cosa sino uno de los efectos de ese mal. Él se hallaba entre dos mundos, sus ojos podía ver el pecado, el mal o la ausencia de él en las demás personas. Esa aura se ennegrecería en función del grado de maldad de su portador. Así nos presentábamos ante Dios, así emitía su juicio y así se abrían las puertas del cielo o del averno. Y ahora él podía verlo.

Aquella era la terrible certeza. Su cuerpo podría mejorar pero su alma era otra cosa.


Efectivamente la mejoría se produjo y su cuerpo poco a poco volvió a rellenarse de carne. Un día sin previo aviso la joven enfermera simplemente no volvió.


¿Dónde estaba su ángel?. Angustiado preguntó por ella a cualquiera que se acercaba a su lecho. Pero nadie le dio una respuesta, sólo le decían que descansara, que la fiebres que había tenido habían sido muy altas, que había delirado en sueños, que no había ninguna enfermera de esa edad trabajando allí.


Pero él la había visto, de hecho seguía viendo las auras envolviendo a todas las personas, unas azuladas, verdosas otras. No se atrevió a comentar aquello. Se dio por vencido y no hizo más preguntas. No habían sido las fiebres, un ángel había venido a visitarle y eso nadie podría negárselo. Desde entonces la oración y la morfina fueron sus únicos consuelos.


Una mañana fue a visitarle una hermana, ya entrada en años con profundos surcos alrededor de los ojos y habito blanco,  rodeada de destellos anaranjados, una de las responsables del hospital.


-Padre, gracias a Dios ha mejorado de sus fiebres. Aquí poco podemos hacer más por usted y como bien sabe no andamos sobrados de camas. El obispado me ha autorizado para que organice su traslado a España, donde podrá seguir su recuperación para volver a ser útil a la comunidad. El Señor tiene planes para usted, pero no en África.


Volvió y se repuso o al menos eso parecería. Le fue asignada una parroquia, su sacerdocio y su vida continuaron. De aquella experiencia en el continente negro sólo quedaron pesadillas que lo siguieron atormentando, su facultad de ver el pecado y su adicción a los calmantes. Ocultó las tres y rezó. Había rezado durante toda su vida hasta ese mismo día y había rezado con un fervor fanático esperando que Dios le librara de ese demonio. Él todo lo podía y no abandonaría a su siervo. Habría metido la mano en ascuas ardientes por Él. Él siempre vencía, pero aquella criatura del infierno había regresado. Después de todos estos años había regresado y lo había hecho a su propia casa, a la casa de Dios.

Todos esos recuerdos y miedos se entremezclaban con el vómito del suelo de mármol y con el de su sotana. Ikú estaba allí, había vuelto a por él.


- ¿Padre, Padre se encuentra bien?

La voz llegó lejana, amortiguada.


El sacerdote se incorporó ayudado por el diacono, junto a él un corro de feligreses le miraban con caras de sincera preocupación. Sobre sus auras violáceas flotaba un murmullo; ¿Qué le ha pasado al Padre?, ¿estará enfermo? pobre hombre... Sonrió limpiándose la boca de los restos de lo que había sido el desayuno con el envés de la mano.

No pudo evitar sonreírse, qué ironía, eran como un enjambre de moscas africanas que revoloteaban sobre del cadáver aún caliente de un ñu.


El fin había llegado y de nada serviría…nada. No rezó. Durante todos estos años había temido a Ikú, durante todos estos años había confiado en que Dios, su Dios le protegía, que le había enviado a ese ángel, que le había salvado. Pero ante él tenía la prueba irrefutable de su derrota.


Miró tras los feligreses hacia una capilla con una talla de Cristo Crucificado. Los ojos le ardían en azul, su cuerpo de escayola se había ennegrecido y por sus estigmas también asomaban lenguas de fuego azulado que bailoteaban lamiéndole el cuerpo.


Algunos fieles se giraron mirando donde le sacerdote miraba con una expresión que jamás habían visto en rosto humano. Tenía pintado el horror resignado de lo cierto y seguro, de la verdad. Evidentemente ellos no podían ver nada.


La boca del Jesucristo de escayola se abrió y un caño de lava azul salió directo hacia el cura. El cuerpo del sacerdote se tensó como la cuerda de un violín hasta ponerse de puntillas como si estuviera ejecutando un movimiento de ballet.

Sintió como la fría garra de Ikú le arrancaba el alma.



                                                     

                                                               FIN     

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