Los árboles parecían
borrones verdes y el asfalto una alfombra gris que zigzagueaba cada vez más
estrecha. El velocímetro digital marcaba
105 Km/h y no paraba de subir. Carlos
conducía lo más rápido que se atrevía por la
carretera comarcal. Estaba confundido, nervioso. Las manos le sudaban y
el volante resbaló, casi perdió el control del coche que invadió el carril
contrario peligrosamente. Intentó secárselas pasándoselas por los hombros
usando su camiseta a modo de toalla pero el sudor volvía a aparecer a los pocos
segundos, así que lo apretó hasta que sus nudillos se pusieron blancos.
Mientras, en su cabeza la imagen del gato muerto se repetía una y otra vez. Él
había desclavado a ese animal del tronco del pino, él le había hecho la foto y
él lo había enterrado. Todo esto era para volverse loco, debía desenterrarlo
era la única posibilidad que tenía para demostrarse a si mismo que no lo había soñado.
Dio un fuerte tirón del
freno de mano y el monovolumen se detuvo violentamente clavando las ruedas en
la grava junto al porche de la casa. Un momento, Tenia que actuar con frialdad,
necesitaba unos segundos para serenarse tomó aire y lo respiró manteniéndolo en
los pulmones todo lo que pudo, luego lo exhaló en una bocanada larga. No podía
llegar de esa forma, sería mejor ocultar aquel episodio, luego con más calma iría
a revisar la tumba de aquel bichejo.
Por suerte ni Laura ni la
niña le vieron. Debían estar dentro. Tocó el claxon, se bajó del coche y se
dispuso a sacar la compra del maletero.
-¡Papi, Papi! Ya has
vuelto.
Paula le abrazó como si hiciera un mes que no lo viera. Carlos la cogió en brazos y le besó la cara. La niña
seguía parloteando.
- ¿Ya has hecho la
compra?, ¿me has traído algo?, ¿has comprado galletas de chocolate?, ¿y el
jabalí?
Laura asomó la cabeza por
la puerta y volvió a desaparecer sonriendo por el comentario de su hija. Si
pensaba que iría a ayudarle iba listo.
Carlos captó el mensaje.
- Sí cariño te he comprado
galletas de chocolate, unas muy ricas. Espera un momento, toma aquí las tienes.
Dijo tendiéndole un
estuche con tres paquetes de galletas rellenas, de ésas que vienen en cilindros
de cartón con un principito dibujado. Las sacó de una de las bolsas de plástico
del maletero, que habían esparcido parte de su contenido debido al traqueteo
del viaje.
La niña saltó de sus
brazos y salió corriendo hacia la casa enarbolando su trofeo.
- ¡Mami! , mira mami, mira
lo que me ha comprado papá.
Carlos siguió con la vista a la niña hasta que
desapareció por la puerta de la casa y se volvió para ocuparse del resto de la
compra. Al hacerlo vio el pino a cuyos pies estaba enterrado el gato. Las manos
le volvieron a sudar. Trago saliva y volvió a respirar hondo. Todo a su debido
tiempo, ahora tocaba meter la compra en casa.
La pala estaba en el mismo
sitio en que la dejó. La pintura verde que la recubría presentaba unos arañazos.
Las suelas de goma de las zapatillas deportivas aplastaron unos granos de arena
sobre el suelo de cemento del garaje a modo de venganza. Casi no había cruzado
una palabra con Laura y por supuesto ni una palabra sobre el incidente. No quería
hablar de ello, no antes de desenterrar al gato.
Hincó la herramienta en la
tierra. Esta vez el trabajo fue mucho más rápido. La tierra estaba suelta y no
le costó mucho esfuerzo. La fosa no era
profunda, de hecho cuando retiro dos cargas de tierra se agachó y continuó con
las manos enguantadas, parecía un niño desenvolviendo un regalo, un regalo que
esperaba pero que temía que no fuera lo que él había pedido. Efectivamente allí
seguía el gato. Lo primero que vio fue una masa peluda y blanda. Lo sacó del
agujero con manos temblorosas y lo miró. Sólo era un felino muerto, nada más.
Una furia malsana le emponzoñó
el alma. ¿Se estaba volviendo loco?. Arrojó el cadáver de nuevo a su agujero
con violencia y volvió a cubrirlo de tierra echada a puñados. Tenia el rostro rojo
de ira, apretaba los dientes. Alguien se estaba burlando de él, no había otra explicación.
Pero un momento, iba a descubrir el truco. Una mueca torcida se le colgó de la
cara haciéndole levantar la ceja izquierda; él había desclavado al bicho del árbol,
debería de quedar alguna marca, alguna señal de que aquello era una trampa. Por
un instante el nombre de su mujer pasó como una centella por el pensamiento,¿Laura..?.
Dejó lo que estaba
haciendo y se arrodilló junto al pino para observar su corteza. Nada, maldita
sea, nada, pero claro, era muy fácil disimular unos orificios tan pequeños en
una superficie tan irregular, podría llevarle horas encontrarlos. Si eso era
una broma hacia mucho tiempo que había dejado de tener gracia.
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