jueves, 11 de septiembre de 2014

RESERVA (COMPLETO)


Era de noche y hacia frio, mucho frio, tanto que se formaban nubecillas de vaho delante de su nariz roja e insensible. Las manos le dolían y aunque las llevaba dentro del anorak sentía las dentelladas del invierno y de una artrosis precoz. Los 4 quilómetros que la separaban del pueblo se le estaban antojando eternos.

 La mujer caminaba por el escaso arcén, poco más de medio metro de barro helado, eso cuando lo había. La mayor parte del tiempo simplemente no existía frontera entre el alquitrán y el bosque, sólo algunos matorrales que se le enganchaban a los vaqueros como si fueran fans desesperados que intentaban conseguir un autógrafo de su estrella de rock favorita.

- ¡No es bueno que siempre lleves el coche en reserva!.¡Algún día te va a dejar tirada y ese día lo lamentarás!.
.¿Cuántas veces lo había oído decir a su marido? No podía recordarlas pero habían sido muchas, muchísimas, las mismas veces que ella le había contestado con una sonrisa y un beso travieso que lo  enfadaba aún más.
  Bueno pues ese día había llegado y estaba empezando a lamentar, aunque no podía imaginar cuanto terminaría haciéndolo.

Ni un vehículo se había cruzado  con ella en la media hora larga que llevaba andando.
El silencio era casi absoluto, sólo sus pisadas y el ulular de algún ave nocturna la sobresaltaba de vez en cuando. Era como si el pájaro fuera un aliado de su marido que le graznara recriminándole:
- ¡Lo ves, te lo advirtió! y ¡¿Ahora qué?!.
¿Ahora?. Ahora tendría que deshacer el camino hasta la gasolinera a las afueras del pueblo y comprar combustible para volver a hacer el camino otra vez hasta el coche.... Eso o llamar a su esposo y pedir ayuda... La gasolinera no estaba tan lejos...

Unos metros más adelante algo correteo entre la hojarasca y los matorrales. La mujer respingó asustada. Alguna criatura del bosque pensó, intentando controlarse. Un conejo o un erizo o tal vez un ratoncillo. Esta última hipótesis le gustó menos y sintió los vellos de la nuca erizándosele y como un dedo aún más helado que la noche le recorría la espalda desde las cervicales hasta el coxis haciéndola temblar. Odiaba los ratones, le daba igual que fueran de campo o de una tienda de animales, simplemente les tenía terror, un terror irracional y primigenio.
Pero no, no podía ser un ratón....no, era algo más grande, mucho más.. grande. La criatura que salió de la espesura andaba sobre cuatro patas, eso era, era un perro. Pero un momento; la sombra perruna comenzó a alzarse hasta que se sostuvo sobre dos patas y entonces es cuando comprendió que la sombra salida del bosque no pertenecía a ningún perro, porque los perros no saben decir: - ¡Mamá!.

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¡Mamá!

 La figura encorvada que acababa de salir de entre los arbustos se había erguido y ahora la llamaba mamá.


 En el cielo nublado la luna consiguió abrirse paso y su luz plateada se derramó sobre las dos figuras que se miraban sin verse.

 La criatura resultó ser un niño, un niñito de no más de cinco o seis años, un niño de grandes ojos que gimoteaba  llamando a su mamá.


 El pánico desapareció. Suspiró llenándose los pulmones del aire puro y helado del bosque.


 El instinto maternal le dio un pellizco en el pecho y la hizo extender los brazos hacia aquella criatura asustada.

- Ven, cariño ven, no te voy a hacer daño. Le dijo y dio un paso el frente.

  El crio se pasó el antebrazo secando las lágrimas que rodaban por sus mejillas blancas como la leche y sorbiendo mocos. La criatura salió disparada a refugiarse el los brazos que se le ofrecían repitiendo una y otra vez su llamada; ¡mamá, mamá!.

- Shhh le susurró mientras le acariciaba la mata de pelo oscuro, intentando calmar sus sollozos.

 -¿Te has perdido?.¿Dónde están tus papas?.


 Las únicas respuestas que obtuvo fueron más llantos y más balbuceos y más mamás. Evidentemente aquel crio estaba en estado de shock, pero ¿qué hacía a estas horas solo y en aquel bosque?.

  Estaba aterido de frio y temblaba como un conejo asustado. Vestía unos pantaloncitos cortos de tergal gris y una camisa blanca bajo un jersey de lana oscuro. Pobre niño debía de estar aterrado.

 Le frotó los brazos, intentando de algún modo darle calor. Sostuvo la carita churretosa y pálida entre sus manos pero sus esfuerzos para dar calor al aquel cuerpecito gélido que la miraba desde esos soles negros que hacían las veces de ojos no parecía tener ningún efecto. Se quito el anorak y se lo puso sobre los hombros.


 Tenía que hacer algo, esto ya no era una cuestión de orgullo. Buscó su teléfono móvil. ¡Maldita sea!

 espetó a la noche. Debía de habérselo dejado en el coche.

 En la copa de un abeto el pájaro volvió a ulular ( jajajajaja te lo advertí).


 Calculó que habría recorrido un tercio del camino hasta la gasolinera. Sería mejor darse la vuelta y usar el móvil, para pedir ayuda, no podía dejar allí a aquel pobre niño y la distancia era menor que hasta el surtidor.


  Por un momento pensó en sus padres, estarían desesperados  buscándolo.

 Se agachó hasta que sus ojos quedaron a la altura de los del niño.

 -¿Cómo te llamas?, le preguntó.

 + Pelayo. Consiguió articular entre hipidos.

- Muy bien Pelayo, yo me llamo Laura y vamos a ir a buscar a tu mamá, ¿de acuerdo?.

 El crio sorbió mocos y asintió tímidamente con la cabeza.


 Le tomó la manita helada y cruzaron con la calzada. Había que llegar al coche y había que hacerlo deprisa, el frio calaba rápido. Pobre criatura ¿cómo había podido sobrevivir solo y con ese frio?. Los niños eran unas criaturas maravillosas.


 Lo primero que se oyó fue el rugir de una bestia agazapada a punto de saltar sobre su presa, luego vieron los destellos azules. Por algún acto reflejo incomprensiblemente estúpido Laura abrazó  Pelayo y saltaron a la cuneta unos segundos antes que un todoterreno de la Guardia Civil pasara veloz como un rayo azul que quisiera rasgar el negro silencio del bosque.


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El bosque volvió a quedar en silencio. Los destellos azules habían desaparecido tras un nubecilla de polvo que se balanceaba sobre el aire gélido como buscando donde volverse a posar.


 Evidentemente las fuerzas de orden público se estaban movilizando para buscar a un niño perdido en el bosque, al niño que Laura acaba de encontrar, a Pelayo. No había tiempo que perder, tenía que volver al coche allí estaba su móvil y con sólo una llamada todo volvería a la normalidad.


 El pájaro volvió a intervenir (te lo advertí..). Maldito pajarraco, parecía que se burlara de ella con su canto siempre tan inoportuno u oportuno, según se mirara, claro.


 Laura volvió a agacharse, después de salir de la cuneta, el jersey del crio parecía un acerico lleno de agujas de pino secas. El anorak que le venía muchas tallas grandes esperaba en el suelo. Lo sacudió con toda la delicadeza de la que fue capaz, hasta que las ropas se vieron libradas de los restos vegetales. Mientras lo hacía, Laura lo observaba, que permaneció todo el rato en silencio y con la mirada perdida en algún punto más allá de su espalda. En las ropas, había algo que no terminaba de encajar; ¿pantalones cortos en pleno mes de Enero?, pero no sólo era eso, era su aspecto, “antiguo" como si fueran un uniforme colegial, de esos que salen en las películas de cuando la guerra.


 Laura apartó esos pensamientos de su cabeza, al fin y a la postre, ¿qué sabía ella de ropa de niños?.

 Volvió a colocar el anorak sobre los hombros de Pelayo y se dispusieron a emprender la marcha.


 La temperatura seguía bajando según la noche avanzaba. Por extraño que pareciera su cuerpo se había solidarizado con la situación y la sensación, nivel: frio extremo, había desaparecido sustituida por una sensación, nivel: mucho frio, más tolerable.


 Avanzaban cogidos de la mano y en fila india, por la linde de la carretera. La marcha no era todo lo rápida que la mujer hubiera querido, además el niño debía de estar agotado. No podía llevarlo en brazos sería demasiado,  pero de cualquier manera, el infante no protesto ni una sola vez. La naturaleza de ese pequeño cuerpo era sorprendente.


 Los abetos y pinos los escoltaban en la soledad de la carreta, ni un coche, nada excepto de rumor de la gélida brisa nocturna, que se paseaba por entre los arboles cortando la respiración con su aliento helado.

  - El coche no debe quedar lejos, dijo Laura: para intentar animar a su pequeño compañero de excursión, que se mantenía en el más absoluto de los silencios. Con esa oscuridad era difícil encontrar algún punto de que le sirviera de referencia, así que era poco más que un deseo, un deseo expresado en voz alta.


 Dos curvas después vieron algo.


 Allí estaba su coche, unos 500 metros más adelante y la patrulla de la Guardia Civil. Una llama de calor pareció prender en su interior.

 - Vamos Pelayo corre, pronto estarás con tu mamá.

 La cara del niño pareció iluminarse y el blanco de su tez brilló con el reflejo de las luces azules del 4x4 policial.


 Apretaron el paso y comenzaron a trotar en paralelo. El corazón de Laura latía con fuerza en  las sienes y el pecho subía y bajaba como un fuelle de una fragua a la que las ascuas le reclamaran más oxígeno. El frio parecía ahora un recuerdo. Los pasos se hacían más amplios, hasta que sin darse cuenta los dos comenzaron a correr. El niño le mantenía el paso.


 A medida que se acercaban la escena empezó a tener entidad. La mente de Laura comenzó a asociar todos los estímulos que le llegaban. Paró en seco. Pelayo sintió el tirón que le hizo soltarse de la mano de la mujer, para avanzar unos pocos de metros más antes de detenerse también. Durante la carrera había vuelto a gritar llamando a su mamá y a llorar como lo que era; un niño perdido de no más de seis años. Ahora cesando y son las manos apoyadas en las rodillas despostilladas apenas si tenía aliento para seguir llamándola.


 Unos metros más arriba, en la copa de un cedro, un pájaro volvió a ulular.


  Laura cayó de rodillas en medio del asfalto, se llevó las manos a la cabeza y se agarró el pelo formando dos montones revueltos y comenzó a gritar. Gritó con todas sus fuerzas. Gritó como jamás lo había hecho, hasta que los tímpanos le zumbaron. Miraba a la luna encapotada de nubes negras con una mueca de dolor y desesperación, pero sobre todo era una mueca de terror aún más helado que todas las noches de todos los inviernos.


 Junto a su coche los agentes de la autoridad se habían agachado al lado del cuerpo de una joven que yacía en un charco de sangre y cristales. Tenía la cabeza destrozada, su rostro era un amasijo de carne, pelo y masa encefálica sanguinolenta; irreconocible para cualquiera que no la hubiera conocido en vida Irreconocible para cualquiera excepto para ella misma.



                                                                               FIN

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