Era de noche y hacia frio, mucho frio,
tanto que se formaban nubecillas de vaho delante de su nariz
roja e insensible. Las manos le dolían y aunque las llevaba dentro del anorak
sentía las dentelladas del invierno y de una artrosis precoz. Los 4
quilómetros que la separaban del pueblo se le estaban antojando eternos.
La mujer caminaba por el escaso arcén, poco más de medio metro de barro helado, eso cuando lo había. La mayor parte del tiempo simplemente no existía frontera entre el alquitrán y el bosque, sólo algunos matorrales que se le enganchaban a los vaqueros como si fueran fans desesperados que intentaban conseguir un autógrafo de su estrella de rock favorita.
- ¡No es bueno que siempre lleves el coche en reserva!.¡Algún día te va a dejar tirada y ese día lo lamentarás!.
.¿Cuántas veces lo había oído decir a su marido? No podía recordarlas pero habían sido muchas, muchísimas, las mismas veces que ella le había contestado con una sonrisa y un beso travieso que lo enfadaba aún más.
Bueno pues ese día había llegado y estaba empezando a lamentar, aunque no podía imaginar cuanto terminaría haciéndolo.
Ni un vehículo se había cruzado con ella en la media hora larga que llevaba andando.
El silencio era casi absoluto, sólo sus pisadas y el ulular de algún ave nocturna la sobresaltaba de vez en cuando. Era como si el pájaro fuera un aliado de su marido que le graznara recriminándole:
- ¡Lo ves, te lo advirtió! y ¡¿Ahora qué?!.
¿Ahora?. Ahora tendría que deshacer el camino hasta la gasolinera a las afueras del pueblo y comprar combustible para volver a hacer el camino otra vez hasta el coche.... Eso o llamar a su esposo y pedir ayuda... La gasolinera no estaba tan lejos...
Unos metros más adelante algo correteo entre la hojarasca y los matorrales. La mujer respingó asustada. Alguna criatura del bosque pensó, intentando controlarse. Un conejo o un erizo o tal vez un ratoncillo. Esta última hipótesis le gustó menos y sintió los vellos de la nuca erizándosele y como un dedo aún más helado que la noche le recorría la espalda desde las cervicales hasta el coxis haciéndola temblar. Odiaba los ratones, le daba igual que fueran de campo o de una tienda de animales, simplemente les tenía terror, un terror irracional y primigenio.
Pero no, no podía ser un ratón....no, era algo más grande, mucho más.. grande. La criatura que salió de la espesura andaba sobre cuatro patas, eso era, era un perro. Pero un momento; la sombra perruna comenzó a alzarse hasta que se sostuvo sobre dos patas y entonces es cuando comprendió que la sombra salida del bosque no pertenecía a ningún perro, porque los perros no saben decir: - ¡Mamá!.
La mujer caminaba por el escaso arcén, poco más de medio metro de barro helado, eso cuando lo había. La mayor parte del tiempo simplemente no existía frontera entre el alquitrán y el bosque, sólo algunos matorrales que se le enganchaban a los vaqueros como si fueran fans desesperados que intentaban conseguir un autógrafo de su estrella de rock favorita.
- ¡No es bueno que siempre lleves el coche en reserva!.¡Algún día te va a dejar tirada y ese día lo lamentarás!.
.¿Cuántas veces lo había oído decir a su marido? No podía recordarlas pero habían sido muchas, muchísimas, las mismas veces que ella le había contestado con una sonrisa y un beso travieso que lo enfadaba aún más.
Bueno pues ese día había llegado y estaba empezando a lamentar, aunque no podía imaginar cuanto terminaría haciéndolo.
Ni un vehículo se había cruzado con ella en la media hora larga que llevaba andando.
El silencio era casi absoluto, sólo sus pisadas y el ulular de algún ave nocturna la sobresaltaba de vez en cuando. Era como si el pájaro fuera un aliado de su marido que le graznara recriminándole:
- ¡Lo ves, te lo advirtió! y ¡¿Ahora qué?!.
¿Ahora?. Ahora tendría que deshacer el camino hasta la gasolinera a las afueras del pueblo y comprar combustible para volver a hacer el camino otra vez hasta el coche.... Eso o llamar a su esposo y pedir ayuda... La gasolinera no estaba tan lejos...
Unos metros más adelante algo correteo entre la hojarasca y los matorrales. La mujer respingó asustada. Alguna criatura del bosque pensó, intentando controlarse. Un conejo o un erizo o tal vez un ratoncillo. Esta última hipótesis le gustó menos y sintió los vellos de la nuca erizándosele y como un dedo aún más helado que la noche le recorría la espalda desde las cervicales hasta el coxis haciéndola temblar. Odiaba los ratones, le daba igual que fueran de campo o de una tienda de animales, simplemente les tenía terror, un terror irracional y primigenio.
Pero no, no podía ser un ratón....no, era algo más grande, mucho más.. grande. La criatura que salió de la espesura andaba sobre cuatro patas, eso era, era un perro. Pero un momento; la sombra perruna comenzó a alzarse hasta que se sostuvo sobre dos patas y entonces es cuando comprendió que la sombra salida del bosque no pertenecía a ningún perro, porque los perros no saben decir: - ¡Mamá!.
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¡Mamá!
La figura encorvada que acababa de salir de
entre los arbustos se había erguido y ahora la llamaba mamá.
En el cielo nublado la luna consiguió abrirse
paso y su luz plateada se derramó sobre las dos figuras que se miraban sin
verse.
La criatura resultó ser un niño, un niñito de
no más de cinco o seis años, un niño de grandes ojos que gimoteaba llamando a su mamá.
El pánico desapareció. Suspiró llenándose los
pulmones del aire puro y helado del bosque.
El instinto maternal le dio un pellizco en el
pecho y la hizo extender los brazos hacia aquella criatura asustada.
-
Ven, cariño ven, no te voy a hacer daño. Le dijo y dio un paso el frente.
El crio se pasó el antebrazo secando las
lágrimas que rodaban por sus mejillas blancas como la leche y sorbiendo mocos.
La criatura salió disparada a refugiarse el los brazos que se le ofrecían
repitiendo una y otra vez su llamada; ¡mamá, mamá!.
-
Shhh le susurró mientras le acariciaba la mata de pelo oscuro, intentando
calmar sus sollozos.
-¿Te has perdido?.¿Dónde están tus papas?.
Las únicas respuestas que obtuvo fueron más
llantos y más balbuceos y más mamás. Evidentemente aquel crio estaba en estado
de shock, pero ¿qué hacía a estas horas solo y en aquel bosque?.
Estaba aterido de frio y temblaba como un
conejo asustado. Vestía unos pantaloncitos cortos de tergal gris y una camisa
blanca bajo un jersey de lana oscuro. Pobre niño debía de estar aterrado.
Le frotó los brazos, intentando de algún modo
darle calor. Sostuvo la carita churretosa y pálida entre sus manos pero sus
esfuerzos para dar calor al aquel cuerpecito gélido que la miraba desde esos
soles negros que hacían las veces de ojos no parecía tener ningún efecto. Se
quito el anorak y se lo puso sobre los hombros.
Tenía que hacer algo, esto ya no era una cuestión
de orgullo. Buscó su teléfono móvil. ¡Maldita sea!
espetó a la noche. Debía de habérselo dejado
en el coche.
En la copa de un abeto el pájaro volvió a
ulular ( jajajajaja te lo advertí).
Calculó que habría recorrido un tercio del
camino hasta la gasolinera. Sería mejor darse la vuelta y usar el móvil, para
pedir ayuda, no podía dejar allí a aquel pobre niño y la distancia era menor
que hasta el surtidor.
Por un momento pensó en sus padres, estarían
desesperados buscándolo.
Se agachó hasta que sus ojos quedaron a la
altura de los del niño.
-¿Cómo te llamas?, le preguntó.
+ Pelayo. Consiguió articular entre hipidos.
-
Muy bien Pelayo, yo me llamo Laura y vamos a ir a buscar a tu mamá, ¿de
acuerdo?.
El crio sorbió mocos y asintió tímidamente con
la cabeza.
Le tomó la manita helada y cruzaron con la
calzada. Había que llegar al coche y había que hacerlo deprisa, el frio calaba
rápido. Pobre criatura ¿cómo había podido sobrevivir solo y con ese frio?. Los
niños eran unas criaturas maravillosas.
Lo primero que se oyó fue el rugir de una
bestia agazapada a punto de saltar sobre su presa, luego vieron los destellos
azules. Por algún acto reflejo incomprensiblemente estúpido Laura abrazó Pelayo y saltaron a la cuneta unos segundos
antes que un todoterreno de la Guardia Civil pasara veloz como un rayo azul que
quisiera rasgar el negro silencio del bosque.
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El
bosque volvió a quedar en silencio. Los destellos azules habían desaparecido
tras un nubecilla de polvo que se balanceaba sobre el aire gélido como buscando
donde volverse a posar.
Evidentemente las fuerzas de orden público se
estaban movilizando para buscar a un niño perdido en el bosque, al niño que
Laura acaba de encontrar, a Pelayo. No había tiempo que perder, tenía que
volver al coche allí estaba su móvil y con sólo una llamada todo volvería a la
normalidad.
El pájaro volvió a intervenir (te lo
advertí..). Maldito pajarraco, parecía que se burlara de ella con su canto
siempre tan inoportuno u oportuno, según se mirara, claro.
Laura volvió a agacharse, después de salir de
la cuneta, el jersey del crio parecía un acerico lleno de agujas de pino secas.
El anorak que le venía muchas tallas grandes esperaba en el suelo. Lo sacudió
con toda la delicadeza de la que fue capaz, hasta que las ropas se vieron
libradas de los restos vegetales. Mientras lo hacía, Laura lo observaba, que
permaneció todo el rato en silencio y con la mirada perdida en algún punto más
allá de su espalda. En las ropas, había algo que no terminaba de encajar;
¿pantalones cortos en pleno mes de Enero?, pero no sólo era eso, era su aspecto,
“antiguo" como si fueran un uniforme colegial, de esos que salen en las
películas de cuando la guerra.
Laura apartó esos pensamientos de su cabeza,
al fin y a la postre, ¿qué sabía ella de ropa de niños?.
Volvió a colocar el anorak sobre los hombros
de Pelayo y se dispusieron a emprender la marcha.
La temperatura seguía bajando según la noche
avanzaba. Por extraño que pareciera su cuerpo se había solidarizado con la
situación y la sensación, nivel: frio extremo, había desaparecido sustituida
por una sensación, nivel: mucho frio, más tolerable.
Avanzaban cogidos de la mano y en fila india,
por la linde de la carretera. La marcha no era todo lo rápida que la mujer
hubiera querido, además el niño debía de estar agotado. No podía llevarlo en
brazos sería demasiado, pero de
cualquier manera, el infante no protesto ni una sola vez. La naturaleza de ese
pequeño cuerpo era sorprendente.
Los abetos y pinos los escoltaban en la
soledad de la carreta, ni un coche, nada excepto de rumor de la gélida brisa
nocturna, que se paseaba por entre los arboles cortando la respiración con su
aliento helado.
- El coche no debe quedar lejos, dijo Laura:
para intentar animar a su pequeño compañero de excursión, que se mantenía en el
más absoluto de los silencios. Con esa oscuridad era difícil encontrar algún
punto de que le sirviera de referencia, así que era poco más que un deseo, un
deseo expresado en voz alta.
Dos curvas después vieron algo.
Allí estaba su coche, unos 500 metros más
adelante y la patrulla de la Guardia Civil. Una llama de calor pareció prender
en su interior.
- Vamos Pelayo corre, pronto estarás con tu
mamá.
La cara del niño pareció iluminarse y el
blanco de su tez brilló con el reflejo de las luces azules del 4x4 policial.
Apretaron el paso y comenzaron a trotar en
paralelo. El corazón de Laura latía con fuerza en las sienes y el pecho subía y bajaba como un
fuelle de una fragua a la que las ascuas le reclamaran más oxígeno. El frio
parecía ahora un recuerdo. Los pasos se hacían más amplios, hasta que sin darse
cuenta los dos comenzaron a correr. El niño le mantenía el paso.
A medida que se acercaban la escena empezó a
tener entidad. La mente de Laura comenzó a asociar todos los estímulos que le
llegaban. Paró en seco. Pelayo sintió el tirón que le hizo soltarse de la mano
de la mujer, para avanzar unos pocos de metros más antes de detenerse también.
Durante la carrera había vuelto a gritar llamando a su mamá y a llorar como lo
que era; un niño perdido de no más de seis años. Ahora cesando y son las manos
apoyadas en las rodillas despostilladas apenas si tenía aliento para seguir
llamándola.
Unos metros más arriba, en la copa de un
cedro, un pájaro volvió a ulular.
Laura cayó de rodillas en medio del asfalto,
se llevó las manos a la cabeza y se agarró el pelo formando dos montones
revueltos y comenzó a gritar. Gritó con todas sus fuerzas. Gritó como jamás lo
había hecho, hasta que los tímpanos le zumbaron. Miraba a la luna encapotada de
nubes negras con una mueca de dolor y desesperación, pero sobre todo era una
mueca de terror aún más helado que todas las noches de todos los inviernos.
Junto a su coche los agentes de la autoridad
se habían agachado al lado del cuerpo de una joven que yacía en un charco de
sangre y cristales. Tenía la cabeza destrozada, su rostro era un amasijo de
carne, pelo y masa encefálica sanguinolenta; irreconocible para cualquiera que
no la hubiera conocido en vida Irreconocible para cualquiera excepto para ella
misma.
FIN
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