domingo, 26 de octubre de 2014

LA CASA #11










El humo de la última calada decidió quedarse en sus pulmones, de la misma forma que el metano neblinoso lo hace sobre una ciénaga emponzoñada. Carlos tosió. La cabeza está vez sí le dio vueltas de verdad, pero desgraciadamente el tabaco no tuvo nada que ver. Fueron aquellas palabras. Las luces se transformaron en luciérnagas que bailotearon una conga sincopada con la música en un bucle malsano. La penumbra del local tomó masa, igual que si estuviera buceando en un mar de betún, donde el arriba o el abajo carecieron de sentido. Todo comenzó a girar y girar para perderse por un desagüe aún más oscuro. ¡Dios mío! Aquello era la confirmación  de sus peores pesadillas, aquella era la temida respuesta que había intentando por todos los medios no oír. Aquel había sido el callejón oscuro por el que no quería cruzar.

- ¿Cariño te encuentras bien?.  Quiso saber la meretriz
- Sí, es la falta de costumbre, hacia mucho que no fumaba. Gracias por todo, será mejor que salga a la calle. Dijo Carlos encaminándose hacia la salida del local lo más rápido y dignamente que pudo. 

Un géiser de jugos gástricos ascendió a la velocidad del rayo desde su estómago. El hombre arrojó el cigarro lo más lejos que pudo y se llevó las manos a la boca en un acto reflejo, pero de nada sirvió, pues otro reflejo involuntario abrió su boca hasta su límite físico, dejando el paso libre al caño acido que parieron sus entrañas. La arcada le hizo doblarse. Sintió como su cara ardía  y como sus globos oculares crecieron dos tallas más que sus cuencas, como sus manos se impregnaban con esa papilla viscosa de cena semidigerida. Otra le siguió aún con más violencia que la primera. Ahora paladeó el sabor amargo de la bilis y como los líquidos en su huida desesperada se colaban por sus coanas, abrasándole también la laringe con su fuego alcalino. Era un surtidor humano, una especie de bomba de achique de carne que estaba purgando su aparato digestivo de cualquier fluido.
Sólo después de tres arcadas más pudo volver a erguirse. La tensión sanguínea había caído en picado, se sintió desfallecer. Buscó algo donde sujetarse. Se derrumbó sobre el capó del SEAT León amarillo. Boqueaba como un pececillo fuera del agua. Estaba loco, el pensamiento resbaló por sus neuronas como el hilo de baba negra y pestilente que lo hizo por la comisura de los labios y que luego siguió su camino sobre la chapa amarilla. Era la única respuesta lógica. ¿Lógica?. No pudo reír. Necesitaba ayuda, Laura tenía razón, esta mal, muy mal. 

Después de unos minutos logró incorporarse, aún estaba aturdido pero no lo suficiente para no poder volver a la casa. Escupió un par de veces intentando deshacerse de ese sabor a limones podridos que tenía en la boca pero fue inútil, también lo fue limpiarse el vómito de las manos, aunque se las restregó vigorosamente por los pantalones vaqueros, lo más que consiguió fue retirar algún resto grueso, la sensación viscosa le acompañaría todo el camino de vuelta junto con el hedor.
Abandonó el parking del bar de carretera para desandar el camino hasta la casa. Sabía que en la siguiente curva estaba la gasolinera “abandonada”. La luz roja de zafarrancho de combate se encendió en el puente de mando de su cerebro. ¿Cómo la vería?. ¿Vería los restos de una estación de servicio donde el bosque ha empezado a recobrar lo que alguna vez fue suyo? O ¿vería nuevamente a aquel gordo y aquella caseta de aluminio?. El escalofrío llegó antes que la respuesta que jamás lo haría. El miedo a enfrentarse con eso le engarrotó los músculos y se detuvo. Miró al bosque que le flaqueaba el paso. Sus ojos lo escudriñaron y apenas si alcanzaron a ver más allá de la primera hilera de árboles. ¿Pero que pretendía ver? Detrás de ellos sólo habría más árboles, o eso se suponía que es lo que había en un bosque. Podría adentrase en él, dar un rodeo y así no tener que pasar por la gasolinera. Era una buena idea; sólo un par o tres de kilómetros y la rebasaría. Eso era, caminar por la espesura del bosque en plena noche, donde podía partirse la crisma metiendo el pie entre unas raíces o simplemente desorientarse y perderse sin llevar siquiera una prenda de abrigo, era una idea absurda, propia de un loco. Ahora si rió con una carcajada nerviosa y sonora, perfecto, él estaba loco. En una rama alta de algún árbol no muy lejano un pájaro también pareció carcajearse.

La zapatilla manchada de vómito se hundió unos centímetros al pisar en la alfombra de agujas secas. No podía hacerlo, las raíces, las rocas, incluso las carcajadas de pájaros y la fría oscuridad del bosque era mil, millones de veces mejor que tener que enfrentarse a la gasolinera. Con la luz del día quizás, pero no ahora, no esa noche.  

Continuará 

LA CASA #10
LA CASA #1 

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