viernes, 10 de octubre de 2014

LA CASA #9








Sorbió los mocos y se enjugó las lágrimas pasándose el antebrazo por la cara. Una luna amarillo pálida seguía colgada con su corte de estrellas en el cielo estival. Carlos observó el espectáculo de la noche; por un momento encontró un remanso de paz. Aquella visión, que debía ser cotidiana, se había vuelto extraña para el urbanita. Contemplar el cielo negro infinito sin ninguna contaminación lumínica que impidiera observarlo en toda su magnitud, era algo maravilloso. Verlo salpicado de incontables puntitos brillantes, que no eran si no soles distantes enviando su luz, aun estando muertos algunos, le pellizcó en el pecho haciéndole suspirar, tranquilizándolo.

 Una ráfaga de aire arrancó un murmullo de las arizónicas y de las copas de los árboles, incluido el pino donde encontró al gato. Un escalofrío le sacó de su oasis mental. El sudor se le había secado y aunque no hacia frío sí había refrescado lo suficiente como para pensar en una chaqueta que no tenía. Había salido del coche con la idea de dar un paseo para aclarar la cabeza y una brisa nocturna no se lo iba impedir, así que se encaminó hacia la verja.

La grava crujía bajo sus pies con cada paso. Los grillos detuvieron su serenata sobresaltados por el estruendo. Entonces el silencio fue absoluto. Carlos se detuvo junto a la cancela. La brisa había desaparecido, los insectos, todo; sólo podía oír el sonido de su propia respiración, que contuvo para escuchar aquel silencio. Aquella sensación también era extraña, casi olvidada para él. Silencio, silencio absoluto. Esperó a que la brisa volviera hacer murmurar las hojas, a que los grillos retomaran sus cantos de amor, pero ni lo uno ni lo otro. Los segundos pasaban hasta que se transformaron en un minuto… medio más. Soltó el aire que había comenzado a quemar en sus pulmones. Nada, aparte de su respiración que turbara aquella quietud. Se metió la mano en el bolsillo del pantalón para coger las llaves y abrir la cancela. El roce de la tela con su piel y el tintineo del metal parecían amplificados. La llave penetró en la cerradura y pudo oír como los pernos se ajustaban sobre los dientes metálicos. Carlos iba a girarla pero se detuvo.

Una incomoda sensación le sobrevino. Él Estaba rompiendo ese silencio, esa calma perfecta. Se sintió torpe, casi sucio. Era la sensación de estar profanando algo sagrado. El vello de la nuca se le erizó. Ahora notó el peso de una mirada acusadora en su cogote, una especie de hormigueo. Le habían descubierto haciendo algo prohibido. Tenía la imperiosa necesidad de girarse, era como ese impulso que te obliga a cambiar de postura en la cama. La mano le tembló y la llave transmitió la vibración que hizo que la cancela emitiera un leve quejido metálico, prácticamente inaudible en cualquier otra situación, pero en esos momentos le sugirió que la verja se iba a derrumbar. Respiró hondo e intentó serenarse. ¿Qué clase de paranoia se estaba apoderando de él?. Hizo acopio de valor y se giró. Las zapatillas deportivas removieron la grava que rugió como una bestia prehistórica.

 Allí estaba la casa plantada con su rotundidad inmóvil, como una montaña de grises, de sombras y penumbras mirándole con sus ojos/ventana y con su boca/porche. La sensación de ser observado no había desaparecido, es más parecía aumentar, si eso fuera posible. Carlos le mantuvo la mirada, desafiándola.

-¡No estoy loco!, ¡sé lo que vi!. Gritó al fin.

La casa no respondió.

Se sintió estúpido pero un estúpido aliviado. Aquel grito había sido una liberación, como si hubiera soltado una gran piedra con la que cargaba. Llenó los pulmones con el fragante aire nocturno y salió.

La propiedad no estaba conectada directamente con la carretera, sino que había que recorrer un pequeño camino de tierra antes de enlazar con ella, que después de unos pocos kilómetros le llevarían al pueblo, si la tomaba hacia la derecha. Si lo hacía a hacia la izquierda, la comarcal zigzaguearía entre el bosque durante unos 15 kilómetros antes de encontrar el ramal de la nacional. En realidad no había lugar a donde ir y menos de noche, pero la Luna proporcionaba suficiente luz y qué diablos necesitaba algún ejercicio físico, al menos andar, su cuerpo se lo reclamaba imperiosamente, necesitaba quemar la glucosa, que la adrenalina generada por el estrés había solicitado. Al llegar a la comarcal miró a la izquierda para comprobar que no venia ningún vehículo y cruzó para dirigirse al pueblo. Pasaban 3 minutos de la media noche, era verano, la gasolinera aún estaría abierta. Iría hasta allí, con la excusa de comprar tabaco. No fumaba desde unos meses antes de que naciera Paula pero este le pareció un buen momento para volver a reanudar el hábito. La nicotina le tranquilizaría. El recuerdo el humo cálido y azulado le reconfortó. El tabaco siempre le ayudó a pensar en el pasado, pero Laura se empeñó en que lo dejara, que afectaría al embarazo, que no le hacia ningún bien que… prefirió dejarlo antes que soportar ese acoso y derribo diario. Laura, su novia, su mujer, su mundo sobre el que el orbitaba como un satélite atrapado en su gravedad.

Laura, Laura…siempre Laura. Apenas si podía recordar un tiempo en que no estuviera. Y ahora después de tantos años estaban apunto de caer por el precipicio, si no habían caído ya. 40 años él y 37 ella. Comercial en una pequeña empresa maderera nacional él, directora adjunta de la delegación española de una multinacional del campo de la odontología ella. Él 1.8mts. 90 kilos de peso, moreno, con una alopecia incipiente. Ella rubia, ojos verdes 1.70 y 65 kilos, preciosa, delicada, casi perfecta. ¿Dónde habían quedado el joven atlético y la chica tímida?. Se habían hecho mayores pero los años no les habían tratado de igual forma. A medida que Laura crecía, menguaba él. Siempre había tenido esa sensación egoísta e infantil……BUUUUUU .El ulular de algún ave nocturna le sacó de sus pensamientos como el puntapié de un verdugo. La gasolinera no debía de quedar lejos. Apretó el paso.

Continuará....


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