sábado, 3 de octubre de 2015

POR SI LAS MOSCAS


 






 Ellas me lo advirtieron, ellas, mis amigas, mis compañeras, ellas me lo advirtieron. Me dijeron que esto iba a pasar, que me llamarían loco, pero yo no estoy loco, no estoy loco. Ellas me lo advirtieron. Pero no pude hacer otra cosa, era mi vida, tuve que luchar por ella. Ustedes, los que ahora me llaman loco hubieran hecho lo mismo, era la única salida. No estoy loco.

Siempre he sido una persona tranquila y trabajadora, pueden preguntar a mis colegas del mercado. ¿Solitario, reservado? Eso, sí, pero no loco; loco no. Nunca me gustaron los chismes, ellas me los contaban. Sabía de todos, de sus amoríos o de sus deudas, conocía sus vidas incluso mejor que ellos mismos, pero siempre he sido discreto. Podía haber hablado, cuchicheado, dejando gotas en veneno en los oídos adecuados, pero no. Jamás las traicioné. Ellas son mis amigas y valoro mucho la amistad.
Y ahora, de repente, estaba loco. ¿Por qué? ¿Por qué mis amigas me advirtieron de él? Es cierto que lo maté, no puedo negarlo, y que le hinque mi cuchillo hasta el mango más de veinte veces, tenía que asegurarme de que no se levantara. También me reconozco este defecto, me gusta hacer bien las cosas. Pero, ¿Loco?, loco no. Sabía muy bien lo que estaba haciendo. Era muy consciente de ello, y no como un loco que lo haría en un arrebato de su locura. 

Ocurrió un día mientras limpiaba pescado. Era un anciano con la piel curtida por el sol, andaba trabajosamente apoyándose en un bastón negro. El disfraz era perfecto, jamás lo hubiera descubierto. Se detuvo delante del puesto y miró el género. No dijo nada, no compró nada, sólo clavó sus ojos, de un azul lechoso en mi mercancía durante unos instantes y luego se marchó arrastrando los pies y golpeando con su cayado.

Cuidado, me advirtieron, no le mires a los ojos. Ellas me lo advirtieron, ¡me lo advirtieron! y no les presté atención. 

A los pocos días volvió. Se plantó delante del puesto de pescado, miraba las sardinas, las caballas, los robalos. Los miraba con esas viejas canicas de vidrio azul que tenía por ojos. Parecía disfrutar viendo a los pobres peces, recreándose en la languidez de sus cuerpos, en sus bocas abiertas como si aún buscaran un último hálito de vida y con esa mueca de desprecio colgada de los labios finos, decrépitos del color del hígado. Fue entonces cuando me miró, fijamente, clavándome aquellos dos trozos de hielo. No lo hagas, no lo mires. Cierra los ojos, me gritaron al oído,  pero no pude evitarlo. Ustedes no pueden comprenderlo, ustedes no estaban allí. Sentí el frio de la muerte, la desolación de una noche infinita dentro de mi alma. Luché por apartar la vista, luché con todas mis fuerzas.
Fueron mis amigas las que me salvaron, fueron en mi ayuda y le obligaron a dejar de mirarme. El viejo se pasó la mano con la que no usaba el bastón por la cara se marchó, dejándome el corazón tan helado que apenas si podía latir. No se volvería a repetir, la próxima vez estaría preparado.
Frio, mucho frio. No sé cuántos días pasaron hasta que el viejo volvió a aparecer, lo que recuerdo es el frio y como me dolían las articulaciones, lo peor era el dolor en las manos, que apenas me permitía trabajar, aquello y la espera. Sí podría haberme vuelto loco pero no, no lo consiguieron, seguí lúcido, perfectamente cuerdo,  ellas me susurraban palabras de ánimo al oído. Eran mis amigas, no me dejaron solo. 

El mercado estaba casi desierto, muchos puestos habían cerrado, siempre era el último. Otra rareza decían, bueno tal vez, pero no loco. Terminaba de retirar el pescado que no había vendido, guardándolo en cajas de corchopán blanco, que luego cubriría con nieve para llevarlos a la cámara frigorífica. Me dolían las manos, los guantes no hacían nada porque el frio no venía desde afuera, el frio estaba dentro. Cuando oí el arrastrar de los pies seguido del leve golpe del taco de goma en el suelo de mármol del mercado, supe que había llegado el momento. Era él, estaba a mi espalda, ahora podía sentir sus ojos azules clavándose como chuzos helados en mi espalda.
Es tú única oportunidad me dijeron, nosotras podemos verlo. No hay nadie. Sólo quedan los chicos de la limpieza, pero no pueden veros y el guardia de seguridad que le habrá dejado pasar, ese maldito viejo le habría engañado con su falsa ancianidad, “Por favor hijo déjeme pasar, no tengo nada que cenar, sólo será un momento, sólo un momento...”dijeron, y tenían razón, como siempre. Mis amigas las moscas nunca me fallaban.
Mirando al suelo me giré lo más rápido que pude y asesté un puñetazo en la cara del anciano, los huesos de la mano me pincharon como si fueran de cristal pero el viejo calló como un saco. Hubiera saltado de alegría pero no había tiempo. Lo recogí del suelo y lo llevé a dentro, a la cámara frigorífica y lo cubrí con paladas de nieve. Rápido, no había tiempo que perder, luego coloqué varias cajas de pescado encima.  

El guarda me saludó como todas las noches, hacía la ronda antes de cerrar. 

- ¿Has visto a un viejo con un bastón? me dio pena, le he dejado pasar no hará ni veinte minutos, pensé que habría aquí, no le he visto salir. 

- No he atendido a nadie desde hace más de una hora. Habrá ido donde la fruta. Mentí (Pun, pun)

 (Pun, pun) .Empezó como un leve dolor de cabeza poco más que un pequeño pulso, un suave latido que al principio confundí con los míos. (Pun Pun) Pero no, aquello no era mi corazón, era otro tipo de sonido, como el golpeteo de una baqueta sobre el pellejo tenso de un tambor (PUN PUN PUN). Eran golpes, algo golpeaba dentro de mi cabeza, cada vez con más fuerza. ¡¡PUN PUN PUN!!. No podía ser, no, no era dentro de mi cabeza, cada vez era más evidente; no podía negarlo, porque no estaba loco. Yo no estaba loco, loco no, porque aquel ruido era el bastón del anciano golpeando contra la pared de la cámara frigorífica. Tenía que hacer callar a ese maldito viejo y a su bastón… Pero un momento el guarda también debía de estar oyéndolo, era imposible que no oyera aquel estruendo 

 ¿Qué clase de broma macabra era está? ¿Qué trampa habían urdido entre los dos? 

- Mejor que eche un vistazo antes de cerrar, por si las moscas. Dijo.

¡¡PUN PUN PUN PUN!! ¿Por si las moscas? Aquella era la prueba de su complot. Sabían de nuestra relación, de nuestra amistad.

No me iba a rendir tan fácilmente, agarré un cuchillo con fuerza y lo ataqué hundiéndoselo en la base del cráneo, justo cuando hacía como que se iba a ir a realizar su falsa búsqueda. ¿Qué otra cosa podía haber hecho, esperar que él me atacara antes?, ¡Ah! Yo no estoy loco. ¿Lo ven?, loco, NO.
¡PUN PUN PUN!


FIN.


PD. Disculpen si manché su recuerdo.
Inspirado en “El corazón delator”, Edgar Alan Poe

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