Un cirujano es una extraña mezcla
entre un mecánico y un carnicero. Al menos él siempre se definía así. El doctor
Garrido era un tipo peculiar, constantemente gastaba bromas a todos, ya fueran
colegas o pacientes, al final de una u otra forma, siempre terminaba
arrancándome una sonrisa, por muy dura que fuera la situación. “Sólo somos
monos que aprendimos a hablar” repetía, “no dejemos de hacer mónadas”
apostillaba luego.
Pero claro está, no a todo el mundo
le gustaba que fuera tan jovial, algunos pacientes se resistían a ponerse en
las manos de aquel “payaso con bisturí” como alguna vez le habían llamado.
¿Cómo podía ser un cirujano tan frívolo?, bromear cuando un paciente se
encuentra entre la vida y la muerte. No, había pacientes pero sobretodo familiares
de pacientes que no querían risas, sólo caras largas y tecnicismos
incomprensibles que dieran aún más gravedad a sus cuadros clínicos.
También tenía detractores entre sus
compañeros. La medicina y concretamente la cirugía era una materia demasiado
sensible, y era necesaria la formalidad, la distancia, no en vano había estado
siempre rodeada de un halo hermético donde las personas dejan de ser personas
para ser pacientes. Un cirujano lucha contra la enfermedad, contra la muerte,
no era una causa baladí.
Pero el doctor Garrido nunca había
cejado en su forma de entender la vida y por ende su profesión, además tenía un
argumento que era un “torpedo sexualr” en la línea de flotación de sus enemigos
como les dijo una sola vez, para acallar las críticas de una vez por todas.
Poseía la mejor estadística de casos resueltos, su equipo era el mejor, sus
pacientes, sus clientes, como los llamaba cariñosamente siempre quedaban
satisfechos.
No tenía nada que ver la falta de
profesionalidad o de respeto con la simpática, la risa era terapéutica. Si
había algo que detestara la muerte era que la miraran a la cara con una sonrisa
en los labios. Él lo sabía bien ...muy bien.
Por eso siempre le gustó más el
servicio de urgencias. Allí la lucha era directa, cara a cara, sin paliativos,
ni diplomacia, como en un ring. En un rincón su bisturí y en el otro rincón la
guadaña. ¡Diingg! Acababa de sonar la
campana, en el quirófano contiguo había un joven que no hacía ni una hora
paseaba tranquilamente con su perro cuando un conductor borracho invadió la
acera y los atropelló. El chucho murió aplastado y al chico lo habían traído
con muy mala pinta. Había que intervenir.
Se miró al espejo sobre el lavamanos
y sonriendo bajo la mascarilla guiñó un ojo. En el fondo de la sala de lavado
quirúrgico, en un rincón estaba, como siempre, con su saya negra y su cara de
hueso de cuencas vacías. El combate iba a comenzar.
El chico estaba tumbado de costado
en una postura extraña para ojos profanos pero que era la más indicada para
permitir el acceso más cómodo posible a las vísceras dañadas. La anestesia ya
estaba haciendo su trabajo y los monitores mostraban unas constantes vitales
estables. No había tiempo que perder. El doctor cerró los ojos y buscó en la
oscuridad.
-
Es mío, no te entrometas.
Oyó las palabras igual que pudo
verla reflejada en el espejo, pero no eran palabras que se pudieran pronunciar,
ni eran sonidos que se pudieran oír realmente, era sentir el aliento gélido de
la muerte y como cada molécula de tu organismo, cada átomo dejaba poco a poco
de girar hasta llegar al cero absoluto, a la no existencia. Debía encontrarlo
antes que ella, pero la oscuridad era densa, casi gelatinosa, y su avance era
lento igual que el de un buzo inmerso en un mar de sangre a medio coagular.
-
Hola. ¿Dónde estás? no puedo verte
-
¡Vete!
-
He venido a ayudarte. Has tenido un accidente, pero no
temas soy tu médico ahora mismo estás en la camilla del quirófano, necesito de
tu colaboración.
-
No le escuches, miente, solo te trae dolor, más dolor.
Yo soy el reposo, tu guía al más allá, toma mi mano, ven conmigo.
Lo encontró en medio de la
oscuridad, miraba al infinito mientras acariciaba el cadáver ensangrentado de
su perro que descansaba sobre su regazo.
-
Hola, ¿cómo te llamas chico?
-
Ni siquiera sabe tu nombre, Raúl...y dice que quiere
ayudarte.
-
¡Chico, Raúl, vamos, lucha, aguanta! No cejes, aún
tienes mucha vida por delante.
-
No te dejes engañar. La vida que dejas solo es un paso.
Seis horas después el doctor volvió
a salir del quirófano. El chaval tenía un pulmón perforado por una las seis
costillas rotas además del bazo y un riñón aplastados, se salvaría pero de nada
hubiera servido su pericia como cirujano sin las ganas de vivir del chico, o de
miedo a morir, nunca sabía cuánto había de cada. La muerte quería llevárselo a
toda costa, eran sus preferidos, jóvenes, niños, personas a las que no debería
visitar tan pronto, se esforzaba más con ellas. Los ancianos y suicidas eran el
menú diario, la monotonía de cualquier trabajo.
En eso consistía su tarea, evitar
que se fueran antes de tiempo, jugar al gato y el ratón, al no me pillas, al un
dos tres, al escondite inglés. Así había sido desde siempre y así seguiría
siendo. Se sacó lo guantes de látex y la mascarilla, siempre era el último del
equipo en salir, las enfermeras y los otros médicos se habían despedido de él,
felicitándolo por la intervención. Ninguno sospechaba porque cerraba los ojos
unos instantes antes de cada operación. Algunos pensaban que rezaba o que era
alguna técnica de relajación o una manera de concentrarse, el caso es que nadie
se lo preguntó nunca, simplemente lo observaban y lo asumían como parte de
cualquier otro protocolo. En realidad nadie sabía la verdad, su verdad. El solo
seguía órdenes, conseguía más tiempo, más vida.
No se llamaba Julián Garrido. Ése
era uno de los muchos nombres que había usado, y pronto tendría dejar de usar
para volver a escoger otro. Sí, cada cierto tiempo debía desaparecer, cambiar
de ciudad o incluso de país, no dejaba de ser una paradoja que tuviera que
fingir su propia muerte para volver seguir luchando contra ella. Con el paso de
los años su reputación cada vez se extendía con más rapidez, el mundo avanzaba,
las comunicaciones hacían más veloces, lo que pasaba en una punta del mundo,
casi inmediatamente se podía saber en la otra punta y no podía permitir que sus
resultados comenzarán a llamar la atención más de lo debido. Su misión no era
ésa. Su castigo, su premio era luchar contra ella, contra la muerte, en una
batalla inútil e infinita en la que no se podía vencer. Sí, se le podía parar,
retrasar, hacerle un regate, hacer que se olvidara al menos por un tiempo de
ti. De hecho él llevaba esquivándola más de 1000 años. Había cosas en el
universo que el hombre no debía de conocer y él se atrevió. Tuvo que pagar el
precio, de hecho lo seguía pagando cada día.
Miró al fondo del vestuario. Había
cambiado de disfraz, ahora no llevaba la ajada saya negra ni la rumienta
guadaña, ahora se mostraba bajo otro de sus disfraces, era Azrael, el ángel.
Estaba sentado en el suelo con las alas negras recogidas y cabizbajas. De
pronto alzó la cabeza y le miró con sus ojos vacíos.
-
No me mires así, no es nada personal, solo hago mi
trabajo.
-
Algún día tú también vendrás conmigo y ya sabes a
donde, entonces no te reirás tanto.
-
Eso ya lo veremos.
.Le sacó la lengua, en un gesto
burlón y malicioso. Salió del vestuario sin hacer ruido.
Él era Ben Shafir médico y
alquimista, él que no muere.
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