jueves, 24 de noviembre de 2016

SANGRE #7







Las puertas de las cámaras frigoríficas recuerdan a las de un camión que reparte congelados, el que hace sonar esa estúpida melodía para anunciar su presencia, el que recorre las calles durante el verano, haciendo que los más pequeños se desvelen de la siesta, que con tanto trabajo sus padres han conseguido por lo menos que finjan, porque ese camión no sólo trae las croquetas que tanto les gustan, ese camión también trae otro tesoro aún más valioso, trae helados.


El forense jala del tirador cromado. El “clack” rompe el silencio de la sala, luego extrae la bandeja con el féretro cubierto por una sábana blanca. Las guías de la bandeja son fuertes, están bien lubricadas, así y todo es imposible no sentir un escalofrío, es como el roce de una uña sobre una pizarra de colegio “ssssssssh”.

Los dos hombres se miran. Uno espera, el otro asiente, está preparado para ver lo que hay debajo del lienzo, aprieta los puños, sabe lo que va a ver. El médico la retira, es como un mago, como si fuera el truco final en su noche de estreno.

El cadáver parecía más dormido que muerto. Las quemaduras le han respetado bastante el rostro. Es, no cabe duda, es su hermano Luis.
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Es la mano de mamá, lo sé, la siento sobre la mía. Está caliente, suave, tiembla un poco. La escucho llorar. Es un llanto grave, casi un susurro, un leve lamento que se ve interrumpido regularmente por el sorber de mocos. No se los suena, debe haberse quedado sin pañuelos de papel. Ojalá pudiera mover un solo músculo o emitir algún sonido, quiero decirle que la oigo, y que la quiero, pero estoy tan débil que casi me es imposible pensar sólo en hacerlo.

Deben ser los sedantes, no siento dolor. Estoy muy cansada, tengo sueño, mucho…¿Cómo se cierran los ojos cuando ya están cerrados? tengo miedo a cerrarlos, tengo miedo a no volver a abrirlos. No quiero dormir, no quiero entrar en ese cuarto oscuro y sin ventanas. Lucho, intento despegar los párpados, pesan toneladas.



Lo he conseguido. Ahí está mamá, junto a mí, sentada en ese sillón de polipiel azul. Me sujeta una mano y tiene la cabeza gacha, sigue llorando, ni siquiera ha cubierto el sillón con una sábana, se ha sentado directamente sobre la polipiel azul, pobre, con lo escrupulosa que es. Está destrozada, primero papá y ahora esto. ¿Cómo estará Luis? y ¿papá?.

Estamos solas en la habitación, es amplia, hay un sofá también de polipiel azul y una puerta que debe ser la del baño, además de la de salida de hoja doble. La única ventana está en la pared opuesta, junto a mi cama. Mamá continúa sentada en el sillón y yo tumbada en la cama articulada de hospital. Tengo muchos cables y sondas que salen de mi cuerpo y van a parar a unas máquinas donde parpadean luces emiten pitidos, un tubo que me sale de la garganta. Sé que soy yo pero podría ser otra persona, todo mi cuerpo está vendado, —”¡Dios mío! he debido de sufrir quemaduras”— siento calor, un hormigueo, como cuando una caries está a punto de alcanzar el nervio. Sé que va a llegar y que va llegar en tromba, es la resaca de un tsunami de dolor. El pensamiento se ha colado, es él, el que me ha traído el sufrimiento, el dolor sólo es su reflejo, su consecuencia. Ha saltado desde algún lugar de mi mente hasta mi subconsciente, para susurrarme para informarme, «Estás viendo la habitación de hospital, estás viendo a tu madre velandote, te has visto los vendajes, las quemaduras. Pero tú sigues tumbada en la cama con un tubo saliéndote de la garganta».

Entonces...estoy..Grito — “¡Mamá, mamá! Estoy aquí no me dejes caer, no me dejes caer..!—”, pero no hay nada con que gritar, es inútil. Caigo, abajo, abajo. El dolor ya ha llegado, quema, abrasa. La habitación, mamá, yo, todo desaparece, gira, gira mientras cae y cae, todo se vuelve negro. Dolor, no puedo soportarlo, miedo ...Negro

Ahora sé cómo se cierran los ojos cuando están cerrados. Negro

La señal acústica de un monitor cambia el tempo, ahora es Molto Presto. Las luces también parpadean más rápido, algunas han cambiado de color. La mujer ha olvidado las lágrimas, se levanta literalmente de un salto y corre a la puerta. Algo le pasa a Noelia, algo le pasa a su niña.
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Fue el rayo azul, el dolor lo que me volvió a despertar. Ese pulso nervioso que recorría una y otra vez mi cráneo de derecha a izquierda. Era una llamada, una baliza, una bengala pidiendo auxilio de una mente en peligro. Yo había recibido esa señal y la seguía recibiendo y eso solo podía significar que Laura seguía viva. Daba igual lo que pusiera en Twitter o en Facebook. La gente habla, se precipita, yo sabía. Sí, Laura había tenido un grave accidente, como más tarde comprobé, había habido un fallecido, pero no había sido ella.

Algo dentro me estaba gritando, –”Haz algo, no puedes quedarte de brazos cruzados haz algo… Es ella, la mujer que amas la que se está paseando por el petril de la vida, no puedes quedarte ahí quieto sin hacer nada, sin ni siquiera intentarlo”–.
Lo primero era localizarla, según las redes sociales, Noelia, Laura, (para mí siempre sería Laura) había sido ingresada en el Hospital Clínico de Valladolid. No me resulta complicado, tengo amigos en el Clínico de Madrid sólo tienen que hacer una llamada, a los pocos minutos recibo un whatsapp en el teléfono confirmándolo. No quiero abusar, no pregunto por el pronóstico, tampoco quiero ser imprudente, de sobras sé que es grave. Otra llamada al laboratorio, esta tarde no iré a trabajar y en los dos próximos días tampoco.

Meto alguna ropa en una bolsa de deporte y la echo al maletero del coche. En poco más de dos horas puedo estar allí. Ya he reservado una habitación en The Book Factory Hostel. Lo conozco, un par de años atrás, durante un curso me alojé en él. Es un hotel pequeño y moderno, tanto familiares de enfermos como profesionales lo frecuentan por su cercanía al hospital.

El tráfico es denso, las arterias principales de la capital aún están atascadas. La hora punta se dilata como un aneurisma temporal, donde los millones de vehículos que aguardan su turno para entrar o salir, son los elementos formes de la sangre de la ciudad, van cargados con sus nutrientes o desechos. Yo soy otra partícula más en ese torrente sanguíneo figurado, intentando ocupar mi mente con otra cosa, que no sea eso, la sangre, o eso otro que me hace latir el corazón aún más fuerte que la necesidad de alimento y que lo hace con una fuerza tal, que casi aplasta a los pulmones con cada bombeo, Laura, o mejor dicho el relámpago de dolor que ella es ahora en mí. Es cierto que ha bajado de intensidad pero no ha desaparecido, ahora es un pulso magnético. Me he convertido en una brújula, mi norte está en ella, no existe otra dirección que ella.

Agarró firmemente el volante de piel, noto su suavidad y como cede ligeramente, adaptándose al contorno de mis manos. Es un coche potente y pequeño. Presiono el acelerador, se revoluciona, siento su potencia, como debajo de la carrocería italiana hay una bestia agazapada, esperando un leve roce de espuela para salir disparada. Miro por el retrovisor derecho el arcén de la absurdamente rebautizada como “Calle 30”. Sólo las motocicletas se atreven a sortear el atasco usándolo, pero no hay ninguna en cientos de metros. No lo pienso, selecciono el cambio manual y piso a fondo. Abandono la fila de coches parados dejando una nube de goma quemada. Es una locura, no lo niego. La salida de la nacional I está cerca, solo son unos pocos miles de metros. Los conductores de los automóviles adelantados por la derecha me miran con una mezcla de sorpresa y envidia, hacen sonar sus claxons a modo de protesta cobarde.

Afortunadamente no hay policía a la vista, únicamente las cámaras de control de tráfico darán fe de mi conducta temeraria, ellas y quizás algún helicóptero de tráfico, pero suelen estar patrullando fuera de la almendra central de la ciudad, en las autopistas.

He tenido suerte, nada ha entorpecido mi viaje por el arcén. Entro por un ramal de la M30 a la carretera de Burgos. El tráfico sigue siendo espeso, pero ya no se detiene, los espacios entre coches se agrandan. Me incorporo al carril como si no hubiera ocurrido nada. Primero al derecho, luego después de unos cientos de metros paso al central y más adelante, tras rebasar unos camiones al tercer carril. Ya se pueden sostener los 120 km/h aunque la velocidad siga estando limitada a 90, nadie los respeta, yo no soy menos, los veo y sumo otros treinta a los 120. Mi Alfa Romeo es una flecha negra.
Continuará.... 
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SANGRE #5 

SANGRE #6
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