viernes, 9 de diciembre de 2016

Brindar al suelo.







Cansado de celebrar días luctuosos, cada vez más. Creo que soy de la generación que más genios y artistas del siglo XX van a ver morir.


Por eso hoy voy a brindar hasta caer inconsciente.
Pero no por ellos, sino por mí. Porque lo llevo deseando durante estos doce años que llevo de abstemio, de lucha diaria para mantenerme sobrio. De irme lejos para gritar a pleno pulmón y en soledad y poder derrumbarme sin tener miedo y llorar como un niño y no tener que avergonzarme por ello.


Mi primera copa de brandy va para ese niño que no sabía  leer, pero quería aprender y le regalé todos mis folios. A cambio de su carreta. Y me sentí miserable. A mis seis años de edad ya empecé a sentirme miserable.


La segunda copa es en memoria de Doña Claudina, esa momia bocaseca que tenía por maestra y observó todo lo ocurrido en la calle ese día junto al colegio. Tenía una regleta de madera de 50 centímetros con la que nos golpeaba por cualquier cosa. Debía añorar mucho el sexo, no encuentro hoy día otra explicación para vomitar tanto agrior y mala ostia. Sabía que me volvía loco dibujar y pintar, hacer figuras de barro ..las artes plásticas en general.
Me hizo extender los brazos con las palmas de las manos hacia arriba y me golpeó hasta que se cansó. Cada golpe me hacía gritar y me dolía cada vez más. La odié desde el primer golpe, le dije que la mataría, que la iba a trocear y darles de comer a los cerdos del tío de la rambla y no sé qué más.
No dije ni pío después, me lo guardé para mí porque me convencí que era la justa penitencia por lo de los folios.


La tercera copa es por el cambio. Por la necesidad de ser buena persona, porque sentirme miserable me estaba matando y yo quería vivir, limpiar mi conciencia y poder ser feliz. Obrar bien es complicado si tus acciones son meditadas. Hay que cultivarse muy bien por dentro y revisar con celo y a diario nuestro interior para eliminar cualquier mala hierba que quiera crecer. Alguien me dijo una vez que es como respirar, innegociable e imprescindible.


La cuarta copa me la bebo con más satisfacción porque años después ya había aprendido a dar con el corazón, no con la mente. Ya no lo hacía para ponerme a bien con mi conciencia y abonar el insomnio, sentía bondad. casi amor. Como aquella vez en el extranjero que llevaba más de un día sin poder comer aunque llevaba una ración de emergencia, pero aún no era una necesidad vital. Se me acercó un niño de unos 7/8 años, delgado, de ojos grandes y me extendió la mano. Ni lo dudé. Le dí toda la comida que llevaba, incluidas dos chocolatinas que encontré en la mochila.
Se le iluminó la cara. Esos ojos agradecidos no voy a olvidarlos nunca. No quiero.


La quinta copa será para mi jefe. Al día siguiente, llegó donde estábamos ubicados un tipo, nadie le conocía. Parecía que venía para vendernos algo que llevaba en el abrigo largo que le cubría el cuerpo hasta los tobillos, lo abría y señalaba con el dedo los abultados bolsillos. Emitía sonidos guturales ininteligibles, yo pensé que era sordomudo, se lo dije a mi compañero y se acercó a identificarlo.
El tipo se comunicaba por gestos y sus sonidos eran cortos y deformes. Aún no sé por qué empecé a desconfiar, pero avisé a mi jefe y le conté lo que estaba ocurriendo. Salió fuera y empezó a hablar con él. El tipo seguía lo mismo y observaba que mi jefe iba cambiando su expresión corporal y me fui desplazando suavemente a la derecha para poder tener un mejor ángulo de acción. Los ánimos se empiezan a caldear, hay un forcejeo y de pronto el tipo cae al suelo. Mi jefe le grita algo en algún idioma que desconozco y el tipo empieza a hablar..
Recuerdo estar a cinco metros de él. A esa distancia el disparo de un fusil de asalto parte por la mitad a una persona. Ese día mi jefe nos salvó la vida a todos. En los bolsillos del tipo, no solo había baratijas para vender.


La última copa de hoy es para Tronco, un pastor alemán al que tuve la suerte de tener bajo custodia y educación desde los ocho meses hasta los tres años. Le llamé tronco porque era mi colega, era uno más en el grupo, se hacía de querer y nosotros también necesitábamos un amor incondicional.
Cuando cumplió ocho años de edad me dijeron que si lo quería adoptar y no lo pensé. Habían pasado unos cinco años y se acordaba de mí! Lo abracé y por una vez pude llorar tranquilo delante de camaradas.
Tres años y medio después, Tronco ya no se levantaba el primero para despertarme y decirme que nos fuéramos a la calle a pasear. Ya no le interesaba oler todas las esquinas de mi calle ni correr por la playa para traerme el trozo de madera. Ya ni siquiera venía a sentarse conmigo junto al sofá en las noches que no podía dormir hasta que se acababa la botella.


Ahora voy a acabar esta botella a salud de ellos. De todos ellos. Creo que se lo merecen y yo también.








Feliz navidad, calaveras!

No hay comentarios:

Publicar un comentario