domingo, 15 de enero de 2017

SANGRE #8





 
‒ Perdóneme don Pablo, pero eso que me está pidiendo en una barbaridad. Como ya le he explicado antes, un traslado, en el estado que se encuentra su hermana, aunque esté estabilizada, aumentaría exponencialmente el riesgo de infecciones y debo desaconsejarlo.

‒ Agradezco su profesionalidad, pero hay parámetros que usted no está valorando. Yo más que nadie quiero una pronta y completa recuperación para mi hermana y no está en mi ánimo forzar ninguna situación que la pudiera perjudicar, pero tenga en cuenta todos los factores que la rodean.

Mi padre está ingresado en la Clínica Virgen de San Lorenzo. Padece un caso muy agresivo de leucemia, está en un estadío avanzado. Si mi hermana fuera allí, podría estar más cerca de su padre, cosa que ella agradecería y seguramente ayudará a su recuperación. Nuestra madre es mayor, sería un consuelo para ella poder tener sus seres queridos juntos, no hacerla tener que elegir a qué hospital va cada día; pero estas circunstancias no tienen la suficiente entidad por sí mismas, para que yo viniera a pedir su visto bueno a un traslado.

No sé si lo sabe pero mi hermana es una escritora con cierto renombre, especialmente entre los jóvenes. La noticia de su accidente ya se ha difundido, posiblemente por el personal de este mismo hospital y me pregunto qué ocurrirá cuando cientos de adolescentes quieran venir a ver a su autora favorita, ya sabe cómo son los fans. Cree usted, que el hospital tiene los recursos o la necesidad de contenerlos...para asegurar la intimidad de mi hermana, intimidad que ya ha sido vulnerada.

En el fondo le estoy ahorrando molestias, piénselo. Mis abogados se pondrán en contacto con ustedes para formalizar cualquier trámite legal que sea necesario. De todas formas tiene mi teléfono particular por si lo necesita. Comprendo la posición del hospital y por su puesto yo asumiré todos los gastos y responsabilidades. No crea, como comprenderá no es plato de gusto, pero es lo mejor para todos, sobre todo para mi hermana.


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La capital castellanoleonesa es una ciudad relativamente pequeña, limpia y tranquila. La abordo desde la A-601 que luego de desembocar en la VA-20 me deja en una avenida, que recibirá diferentes nombres según el tramo, pero que en realidad es una línea recta que penetra hasta el mismo corazón de la urbe, donde está The Book Factory Hostel y unos cuatrocientos metros más allá, ella, en un cama de hospital luchando por su vida.


Miro la hora del salpicadero del Spider. Aún no son las doce del mediodía. Bien, es una buena hora, no es demasiado pronto para que un médico pase a ver a los enfermos, ni demasiado tarde para que lo haya hecho ya. Todo el camino he venido dándole vueltas. Es la mejor opción, no puedo presentarme allí sin más, es ridículo más propio de un quinceañero que de un hombre de mi edad. Además ese relámpago azul en mi cabeza no deja de torturarme. Sólo es un un pulso, como un presentimiento, una percepción, señales que mis sentidos recogen y de los que soy totalmente inconsciente, pero hay algo turbio en esa llamada de socorro. Es más un grito desesperado, como si Laura no sólo estuviera pidiendo ayuda por su vida, sino como si también estuviera alertando de que algo extraño ha ocurrido, que algo no encaja en todo esto.


Me registro en el hotel, dejó el coche en el garaje y subo a la habitación. No hay tiempo que perder. Saco de la bolsa de viaje lo necesario y lo vuelvo a meter en una mochila pequeña. ‒ No, lo pienses más ‒ Me repito en un vano intento de no volver a pensar en que voy a ver a Laura, pero es imposible no pensar en ello, en ella. Estoy nervioso, noto mis puntiagudos colmillos, están apunto de salir de sus senos en el paladar, los palpo con la lengua, es un acto reflejo con el que intento calmarme. No sólo estoy nervioso por la certeza que voy a verla, sino porque no sé en qué estado la voy encontrar. Temo por ella y temo por mí, no imagino qué haría si a ella le pasase algo, si … no me atrevo ni a pensarlo.

Mi habitación es la 212, el edificio sólo tiene dos alturas, ‒ puta publicidad ‒, no he podido dejar de pensar en el anuncio del perfume, pero al menos, ese estúpido inciso ha servido para que mi mente se haya evadido por unos instantes y que la tensión que me atenaza todo el cuerpo también se haya distendido. Bajo por las escaleras y atravieso el vestíbulo sin levantar los ojos del suelo, sólo me separan 400 metros del hospital. Lo mejor será acceder por las consultas externas, allí el flujo de personas es constante, una vez dentro todo será más sencillo. No sé porque actuo como un saboteador. En realidad no estoy haciendo nada malo, sólo soy un hombre anónimo que va a ver a un enfermo, pero eso también es únicamente otro ardid. Sé que no es sólo una visita, es algo más, ese algo más es lo que cambia todo, lo que me preocupa, lo que me acucia y lo que me ha hecho dejarlo todo y venir hasta aquí.


El hospital clínico pucelano es una mole de ladrillos rojos de fin de los 70, donde aún se deja ver la contundencia y rotundidad de la arquitectura pública del franquismo, al que se ha dotado recientemente de más capacidad y medios, anexando nuevas alas de un estilo mucho menos mastodóntico y solemne, que suavizan el conjunto. De cualquier forma la imagen de un termitero gigante se cuela en mi cabeza, sólo soy una termita más se dirige hacia él.


Como era previsible las salas de espera de las consultas externas están a rebosar de pacientes. Hasta mis oídos llega el zumbar de los latidos de cientos de corazones mezclados con el run run de otras cientos de conversaciones murmuradas y triviales. Me siento como un zorro que entra en un gallinero, también huele igual, el olor a desinfectante con que limpian no puede cubrir el del sudor seco y la colonia barata de toda esa gente.

En la puerta hay un guardia de seguridad que me mira sin verme, está aburrido, en el fondo desea que alguien pierda los nervios y monte algún altercado, que dos señoras terminen tirándose de los pelos mientras se revuelcan por el suelo asegurando que ella y no la otra era la siguiente en entrar a la consulta. Desgraciadamente para él eso ya no ocurre, ahora es el doctor quien llama al enfermo mediante una enfermera que les ha solicitado los volantes previamente. También hay una bedel detrás de una especie de mostrador prefabricado, lleva una chaqueta verde con botones dorados y el el pelo rubio recogido en una cola de caballo sujeta con una moña negra. De la cara le cuelga una sonrisa estándar, de ésas de; “es usted imbécil o no sabe leer, consulta 10 Doctor Aguado 08/11/16 a las 10:30” . Se ha fijado en mí, tengo que moverme o vendrá a ofrecerme su ayuda.


He localizado los baños, me dirijo hacia allí. El olfato siempre es más rápido que la vista. Giro hacia la izquierda con seguridad, aún no veo la puerta de los aseos pero sé que voy en la dirección adecuada, el tufo a orines mezclado con lejía es cada vez más fuerte. Efectivamente ahí está la señal con la W, la C y una flecha negra, según indica los servicios deben al final del pasillo torciendo a la derecha.


Hay un carro de la limpieza delante de la puerta del servicio de señoras. El personal de limpieza debe estar trabajando dentro. Del de caballeros sale un hombre de unos 70 años, lleva un jersey de lana marrón y un pantalón de pana gris con unas manchas oscuras en la bragueta. Antes de tropezar conmigo, alza la cabeza un poco, me esquiva, emite una especie de gruñido a modo de saludo y vuelve a agachar la cabeza para seguir su camino de regreso a alguna de las salas de espera. Agudizo mis sentidos, no hay nadie más dentro, tengo que darme prisa.

Entro en el aseo y luego coloco el carro de la limpieza bloqueando la puerta. Esto me dará unos minutos de tranquilidad.

Me cambio de ropa dentro de un retrete, meto mis ropas de paisano en la mochila y me visto con mi pijama de médico que saco de ella, no está demasiado arrugado, me cuelgo el fonendoscopio y me calzo los zuecos. Esperaba que hubiera falso techo y poder guardar allí mi mochila hasta que volviera a recuperarla, pero no es así. La alternativa será el bidón papelera que hay junto a los lavabos, por eso puse el carro bloqueando la puerta, no quiero que me sorprendan sacando la bolsa de basura para colocar mi mochila debajo de ella. No es el mejor sitio pero es el que hay. Limpiaron antes los de caballeros que los servicios de señoras, el saco de la papelera aún está vacío, tardaran en volver. No quiero imaginar el revuelo que se formaría, con los tiempos que corren, si encuentran una mochila oculta.

Salgo de los aseos, no me he cruzado con nadie, de cualquier forma ahora solo soy un médico más de los cientos que debe de haber en el hospital.


Haber encontrado un wc hediondo no es ninguna proeza, hasta un humano medio podría hacerlo con un poco de concentración. Ahora viene el verdadero desafío..encontrar a Laura. Podría haber pedido otro favor, pero no quiero preguntar más de lo debido, además estoy seguro de lograrlo. Su olor quedó grabado en mi cerebro, la fragancia de su piel se fijó dentro de mí, sólo tengo que acercarme un poco más y la encontraré. De alguna forma en aquella única vez que nos vimos, en el Retiro, durante la Feria del Libro, nuestros cerebros conectaron. No, mejor dicho; fui yo, ávido de ella, el que le lanzó unos garfios invisibles como si fuera un corsario mental que quisiera abordar su nave y robar sus tesoros. Sí, lo hice, no lo niego y lo hice de una forma burda y tosca, primitiva que a punto estuve de no poder refrenar y de lo que aún me avergüenzo. Pero por un motivo o por otro, esos cables esos garfios no han sido retirados. Quizás no lo fuesen por desconocimiento, pero también quizás, cabe la posibilidad de que sea una especie de invitación a seguir acercándome, como cuando mis abuelos se conocieron. Me he estado consumiendo en un mar de dudas todos estos meses, autoconvenciéndome de que sólo eran imaginaciones mías y que Laura ni siquiera se acordaría de mí, que ella sólo es una mujer normal, que no es consciente de todo esto y entonces recibo su llamada de socorro. Sólo hay una respuesta posible, por eso tengo que encontrarla y por eso lo voy a hacer.

Buscaré un directorio, debería estar en la planta de cirugía general, tengo que darme prisa.


Ala sur quinta planta. Camino por los pasillos del Hospital, son las galerías del termitero líneas rectas perfectas que parecen no tener fin. A un lado y a otro se abren consultas, despachos y salas de esperas, todo es blanco, luminoso, frío, aséptico e impersonal. Me cruzo con celadores que empujan camillas, algunas van vacías, otras llevan a sus ocupantes a realizarles pruebas, enfermeras que andan apresuradas, grupos médicos que comentan el último partido de la Champions; además de con familiares de enfermos que vagan, novatos que se han perdido en aquel hormiguero unos, otros veteranos, desfilan por el resabido camino igual que zombis, habitación-cafetería, cafetería-habitación. También me cruzo con un paciente que ha decidido aventurarse más allá del pasillo y la sala de espera. Es un prófugo a la caza de un pitillo para fumar a escondidas. Parece un cadáver andante, el pijama azul le queda varias tallas grandes, está arrugado, su piel es de pergamino, amarilla y fruncida. Es el único que se fija en mí, me mira con unos ojos negros y hundidos, que más parecen cuencas huecas. En esa mirada hay una pregunta, una súplica. Abre la boca desdentada para decir algo en un esfuerzo titánico por comunicarse. Paso por su lado, antes de que pueda emitir ningún sonido e intento no girar la cabeza. La sensación desagradable de saberme esas oscuras cuencas clavadas en la espalda me acompaña hasta el fin del pasillo. Allí es donde las dos alas se comunican mediante un amplio corredor que tuerce a izquierdas. Ya estoy a pocos metros del Ala sur.


El bypass que comunica las dos alas, primero se abre en una sala grande y rectangular de donde nacen las escaleras que conducen a las demás plantas. En el otro extremo de la sala se hallan los ascensores. Uno es de uso público, el otro está reservado al personal sanitario y urgencias. Hay varias personas esperando el ascensor. Voy a la quinta planta, a pesar de mis nervios creo que merece la pena esperar.


Entramos a la caja del ascensor como ganado en un vagón de tren. Ávidos dedos de manos impacientes seleccionan las plantas de destino, como compitiendo por ser los primeros en pulsar. Es un comportamiento pueril y estúpido. La tecla con el número cinco está iluminada, me han ahorrado tener que pulsarlo. Miro al techo e inspiro aire por la boca y lo exhalo por la nariz para evitar olerlo. Las manos me han empezado a sudar, el ritmo cardíaco se me acelera levemente. Sé que estoy llegando. Esta vez no la busco en una caseta de chapa blanca, esta vez la busco en una cama de hospital.

El latido azul de la cabeza también aumenta. Soy una antena que se acerca al emisor, la señal es más y más fuerte. Cierro los ojos, tengo que intentar relajarme para atajar esos pulsos que rayan en la frontera del dolor. El ascensor se ha detenido en la tercera planta, la mayoría de la gente se baja, no sube nadie, sólo quedamos una mujer con abrigo de paño azul y moño cano. El aire se ha renovado, el olor a rancio persiste, pero no es mi compañera de ascensión, al menos ella no tiene un olor desagradable. Hace unas horas que se aseó, aún percibo la humedad en su piel, el agua de colonia que usa es barata pero efectiva. Me entretengo en estos detalles para distraerme, para intentar rebajar la tensión que ha empezado a atenazarme los músculos.


Quinta planta. Las puertas del ascensor se apartan como si fueran los labios de una boca vertical. Soy un actor en la noche del estreno, el telón metálico ha desaparecido, tengo que salir. El corazón se me ha desbocado, la sudoración aumenta, las pupilas se dilatan, los senos del paladar me palpitan, los colmillos quieren salir. Aprieto los puños, allá voy.


El vestíbulo de la quinta planta es un cubo de mármol blanco con el suelo de granito negro.

Las habitaciones con los pacientes de cirugía general, comienzan en la galería, que continúa después de cruzar el arco que se abre en la cara izquierda del hall. El primer paso es inseguro, titubeante, como si en vez de caminar por el firme granito negro del suelo del hospital, fuera a hacerlo por el bamboleante cable de acero de un funambulista. El segundo es un poco más fácil.

Hasta las fosas nasales me llegan miles de estímulos, los clasifico inconscientemente: alcohol, yodo, heces, sangre…. Éste último activa un mecanismo instintivo, mis glándulas suprarrenales ordenan un chute de adrenalina. Los sentidos se me agudizan aún más, soy un depredador, es mi naturaleza, en mi cerebro se ha activado el modo caza, tengo hambre. Las pituitarias siguen escaneando el aire. Entre los miles de estímulos olfativos hay decenas de olores corporales, los contrasto con el recuerdo de ella mientras sigo avanzando por el pasillo.

El fogonazo azul dentro del cerebro me cega por unos instantes, es como un impulso nervioso que hubiera viajado al contrario, desde él hasta los nervios ópticos y luego a los ojos. Tengo que parar me los froto con los puños, intentando aliviar la quemazón que me los abrasa, no quiero llamar la atención. No es buen lugar, una enfermera pasa junto a mí. Afortunadamente tiene prisa, me mira curiosa, como intentando poner nombre a mi cara, pero sigue su camino. Entonces llega. Primero sólo es un olor más, uno más fresco que el resto, como brisa de una mañana después de una calurosa noche de verano, luego se desata el vendaval que me apaga el fuego de los ojos y extingue los pulsos de dolor azul. Es su fragancia, es Laura, la he encontrado. Todo mi ser está emborrachándose con su aroma. Dejo de frotarme los ojos, que han empezado a lagrimear, muy al contrario de lo que pudiera parecer, no lo hacen por habérmelos restregado, la tensión ha desaparecido, los miedos se han esfumado, es como encontrar el camino a casa después de haber estado perdido. Las lágrimas son de pura y sincera alegría.


Es la siguiente puerta a la derecha, habitación 526. La puerta está cerrada. Me seco las lágrimas con el dorso de la mano y me recompongo. Golpeo con los nudillos mientras que con la otra mano giro el picaporte. Ningún médico de ningún hospital del mundo hubiera esperado a que le contestaran.


Abrir esa puerta es como saltar de un acantilado, caer al mar es algo ya del todo inevitable, deseado y temido al tiempo.

Allí está Laura. Lo sé porque mi olfato es infalible, pero no porque la imagen que guardo de ella se corresponda con lo que veo. Está tumbaba en la cama, llena de fijadores externos por las múltiples fracturas que debe tener. Las barras brillantes y metálicas parecen salir de su cuerpo, igual que tentáculos robóticos. Es como si los hubiera adquirido después de una metamorfosis bizarra y malvada, que la ha transformado en algún de insecto biónico. Las piernas escayoladas están alzadas mediante poleas, para que los huesos suelden en la posición correcta. En la parte superior del cuerpo no hay escayolas, ojalá las hubiera. En lugar de ellas, son los apósitos para las quemaduras, los que le envuelven el pecho, los brazos y la cabeza Su melena de pelo negro ha desaparecido. El fuego es un dios cruel, que envidioso de su belleza, le ha retorcido la carne del rostro como si fuera una muñeca de cera. Luego están los cables, las sondas, las bolsas de suero, de sedantes y antibióticos, los testigos luminosos, los pitidos y el dolor azul que ha subido de repente, avivado porque ya no es una señal, ahora es un cañón y me acaba de disparar una andanada directamente en el cabeza. Tengo que apoyarme en la pared de la habitación. Temo perder el equilibrio. Salté el acantilado y he caído en un mar demasiado frío que me ha parado el corazón. El estado de Laura es peor que cualquiera de los que me había atrevido a imaginar.

‒‒ Viene usted por lo del traslado de mi hija?

Hay una mujer sentada en un sillón junto a la cama de Laura, ni siquiera había reparado en ella, ha dicho que es su hija, y algo de un traslado. Las palabras me llegan amortiguadas, como envueltas en burbujas de corcho, que las reduce a meros susurros. Traslado, a dónde y por qué?
 
Continuará..

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