jueves, 11 de mayo de 2017

El Sótano





Ya llegan, son ellos. Siento como el sudor se me introduce en los ojos, me arden, lo soporto; también el dolor en el pecho. El corazón martillea sobre el yunque de las costillas, es un loco que quiere derribar los muros de su celda acolchada.

Escucho el rechinar de sus botas sobre el suelo. No puedo verlos pero no están lejos. Quizás ellos ya me hayan localizado, quizás sólo están demorando nuestro encuentro como si fueran unos gatos que se deleitaran, jugando con el sufrimiento de su presa.

Exhalo el aire intentando no hacer ruido. Apenas separo los labios, doy pequeños soplos, nerviosos, rápidos, igual que si fuera un pez agonizante fuera del agua.

Han encendido la luz. ¡No! Esto es el final, no puedo permanecer oculto por más tiempo, mi sombra será la delatora. Las cajas ya no me servirán de escondrijo. Tengo que enfrentarme a ellos, aunque sé que será inútil, pero es la única alternativa, no me queda otra opción. Vender cara mi captura o al menos intentarlo.

Aprieto los puños con todas mis fuerzas y los dientes, hasta sentir como una muela cariada se deshace en pedazos, llenándome la boca de arena que chirría igual que la de debajo de sus botas. No sé cuántos son. Tres tal vez, no menos de dos.

Salto de detrás de los cajones de madera armado sólo con mi escaso valor. Son dos, altos, fuertes y rubios, lo he sorprendido, pero están entrenados. El factor sorpresa solo ha dado unos milisegundos de ventaja, que no he sabido aprovechar. Lanzo un puñetazo al primero, que golpea el aire al ser esquivado y hace que pierda el equilibrio. El segundo me golpea en la espalda, formando una maza con sus manos, mi columna cruje y el dolor me deja sin respiración. Apenas si consigo no caerme. No me giro, volver a encararme a ellos es una locura, trago saliva e intento huir. Los escalones no están lejos. Antes de que pueda pensarlo siento como un pie enfundado en una bota con puntera de acero me golpea como un ariete. El suelo se precipita hacia mí inexorablemente. El dolor es lo de menos, es el pánico lo que se ha apoderado de mí.

Mi estúpido e infantil intento de fuga acaba de terminar. Uno me levanta del suelo como un fardo, no me resisto. Uno me sujeta, agarrándome por la espalda e inmovilizándome los brazos, el otro me golpea el abdomen con unos puños que parecen de hierro. Me doblo y comienzo a vomitar. Ahora los puñetazos van al rostro. Me han obligado a erguirme tirándome del pelo. Mi nariz cruje y empieza a chorrear sangre. Casi no veo llegar los golpes, que se suceden a la velocidad del rayo, la hinchazón de los ojos me lo impide.

El hombre que me golpea resuella, por un momento cesan los golpes. No me derrumbo porque su compañero sigue sosteniéndome. Los segundos pasan y mientras espero más golpes, una idea absurda entra en mi mente.

Alzo el pie derecho y lo dejo caer con todas las fuerzas que me quedan, a medio camino del pisotón recuerdo las punteras de acero, es demasiado tarde. Es como pisar una piedra. El calambrazo me recorre desde el puente del pie hasta la nuca. El captor aprieta su cepo y sisea entre dientes una burla, como si fuera una hiena. Entonces doy un violento cabezazo hacia atrás. Esta segunda maniobra lo pilla desprevenido. Le he roto la nariz. Es el tanto del honor en este combate tan desigual. La presa de sus brazos se afloja por un instante y antes de que su compañero pueda reaccionar me zafo y lo empujo contra él.

He puesto dos metros entre ellos y yo. Puede que sea mi última oportunidad para escapar; si vuelven a capturarme no dejarán que les sorprenda de nuevo.

Subo las escaleras de tres zancadas, notando su aliento enfurecido justo detrás de mí. Me gritan como perros rabiosos que persiguen a un jabalí herido. Tengo el tiempo justo para cerrar la puerta del sótano. El pestillo es ridículo, no tardará en saltar por los aires. No hay tiempo, no lo tengo, solo puedo huir, correr.


FIN?

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