sábado, 13 de enero de 2018

Abuela



10:00 p.m.

Lo sé porque puedo ver la hora en la pantalla del móvil. Si me dejara guiar por la intuición, juraría que son las dos o las tres de la mañana. La habitación está a oscuras y la luz del pasillo aún hace que parezca más oscura. Todo está en silencio. Solo el murmullo de el motorcito del ventilador, que tiene la mujer de la cama de al lado y el goteo de la bomba de morfina de mi abuela lo perturban. Estoy sentado en una especie de prototipo fallido de silla eléctrica, a los pies de la cama donde descansa la madre de mi madre, o al menos lo que queda de ella. Siempre fue una mujer de estas que se “veían venir”. Ahora, la pobrecita es una especie de Yoda pálido, que mantiene la boca sin dientes abierta, en una suerte de grito mudo. Se aferra a la vida testaruda. Dicen que el que tuvo y retuvo guardó para la vejez, creo que mi abuela tiene una buena remesa de tozudez. Que sí, que al final se morirá, pero cuando ella quiera.

Tiene 91 años, una neumonía y un infarto cerebral solamente. Pero hija de mineros y casada con un herrero, mi abuelo, una mezcla de Gandalf y de tripulante de un drakkar no es precisamente una mujer débil.

Mientras escribo ha decidido que era hora de descansar y ha expirado. Permitidme que deje un momento de pulsar este trocito de cristal retroiluminado y vaya a consolar a mi madre, porque consolar a los demás es la única forma que encuentro también de consolarme a mí mismo.

Os podría hablar de mi abuela, de lo cariñosa que siempre fue conmigo. Pero claro, fui su primer nieto y el mayor primo literalmente de la familia, así que no seré muy objetivo y a demás está de cuerpo presente por lo que los sentimientos siguen a flor de piel. Por eso no lo haré todavía. 

Han pasado 8 horas desde que nos dejó, desde que decidió mudarse a Villa quieta, y aún no somos muy conscientes. De siempre se habla, que hasta que pasa un un tiempo y empiezan a pasar cosas, a venir fechas significativas, no se toma consciencia de que un ser querido no está. Supongo que los que estamos lejos, tenemos la ventaja de estar como más preparados para la ausencia, pues no nos rozamos a diario y los echamos menos en falta; pero también no nos haremos cargo y nos durará más el luto, pues cada vez que volvamos, tendremos que recordar que ya no está, que no es que haga tiempo que no la veamos, que cuando lleguemos para pasar las vacaciones no estará esperándonos con esa alegría irreductible de las abuelas, que no ven hace mucho a su nieto favorito y a su hijita. Entonces es cuando el peso de su ausencia nos golpeará inmisericorde. No temo tanto el golpe en mí, como lo temo en mi niña, por ende también la primera bisnieta. Aún es suficientemente pequeña para encajar la muerte casi como algo mágico, y sorprendente mormal. Parece mentira que los niños sepan gestionar mejor estas cosas. Porque ellos lloran y ya, lo comprenden como algo natural, que en realidad es lo que es, ¿No? La mente de un niño es tan flexible que se adapta a todo, se amolda a cualquier grieta, no importa las aristas o recovecos. Ellos la ocupan como si fueran un fluido, compactando al modo en que lo haría una resina o una silicona. Sellando y reparando la estructura mental, estabilizándola. Sin embargo los más mayores, o por lo menos yo, no somos capaces de hacerlo de forma tan espontánea. Que sí, que nos contamos mil cosas, y las contamos a los demás con serenidad y madurez. ¡Ay qué bonitas son las mentiras!. La humanidad, se ha empeñado en ordenar el caos, en un vano intento de comprenderlo y así dejar de temerlo. Porque el primer paso para dejar de temer algo es nominarlo. Pero en un universo que tiende a la entropía, ordenar suena absurdo, casi quimérico. Eso debe de ser hacerse mayor, perder agua, secarse, hacerse rígido hasta que la propia inercia de ese mismo universo entrópico contra el que luchamos, nos doblega y nos vuelve a absorber devolviendonos a ese polvo que somos, a ese polvo cósmico, ese polvo de estrellas.

Creo que después de esta hemorragia de hiper verborrea filosófica barata, voy a buscar algunas palabras para poner aquí y así hacer una burda descripción de cómo era o cómo es.Pues lo bueno de todo esto, si lo hay, es que nada ni nadie podrá ya cambiar mi percepción de ella. Ni ella misma.

Siempre la vi como una mujer de fuerte carácter. Con mucha dignidad y con la inteligencia suficiente para sacar para delante a su familia. Que sí, que se dedicó a su casa, como han hecho la amplia mayoría de las mujeres de su quinta, por eso digo inteligencia. Porque había que serlo y mucho, para saber llevar el timón de una casa con tres hijos (y otro, una niña que no llego a dejar de serlo, por culpa de una meningitis) prácticamente sola, pues los hombres de antaño bastantes problemas tenían para ganar un sueldo y más en una ciudad, que les era extraña, pues aunque medraron en Huelva, no eran oriundos de la capital onubense, poco más que un pueblo con aspiraciones, sino de la sierra y del andévalo.

Al principio mi abuela trabajo sirviendo en la casa de un médico y gracias a ese trabajo, mi abuelo comió mejor muchas veces. Los principios nunca son fáciles y hasta que él y su arte no consiguieron hacerse un hueco en la industria astillera, no fueron pocas las vicisitudes. Aguantó mientras mi abuelo probaba suerte en varias empresas, pero empresas de esas de cuando se llama empresa a una aventura, más que a montar un negocio. Por cierto también tuvieron uno, un taller, una fragua. Luego de probar en Francia e incluso embarcarse, llegó el feliz remonte industrial español y consiguió trabajo en Abengoa y a partir de entonces estuvieron viajando, trabajando y viviendo en diferentes ciudades de la piel de toro, siempre detrás del milagro de la energía nuclear, construyendo sus centrales.

Esos son los primeros recuerdos de mis abuelos. Estaban trabajando lejos en, Tarragona, en Talavera y volvían e incluso íbamos a verles en vacaciones. Mi padre y mi madre me llevaron por media España, primero en un Seiscientos y luego en un Ford Fiesta, donde cabía todo e incluso hubo sitio para una “sillita” para mí. Un prototipo, una curiosidad, de cuando ponerse el cinturón de “delante” era una novedad. Ahora nos parecerá algo digo de una saga homérica, pero sí, se podía tener un hijo y un coche de tres puertas y 1200 cm3 e ir a Tarragona desde Huelva sin aire acondicionado y por carreteras nacionales y no pasaba ná.

Ver a mis abuelos siempre era una fiesta. Mi abuela me colmaba de besos y cariños. Me traía caramelos, que no comía, porque nunca fui de dulces, pero que me encantaba recibir y claro, juguetes. Pero lo mejor de mi abuela era que ella fue la primera en confiar en mis dotes para la cocina. Así que me arrimaba a ella cuando trajinaba entre los pucheros y con su infinita paciencia me daba harina y azafrán y Dios sabe qué más, para que me iniciase haciendo potingues. Lo que nunca conseguí que me diera fue la fórmula secreta de sus patatas fritas (sí, las de mi abuela son las mejores del mundo, no os canséis) y la de las “espoleás”, una suerte de gachas dulces, que hacía en un perol de hierro con poco más que harina, agua y azúcar pero que sabían a gloria.

Luego recuerdo con mucho cariño las mañanas de los días de Reyes. Ésas siempre son especiales cuando eres niño, pero incluso muchos años después de descubrir que los Reyes Magos no son solo los padres, si no también los abuelos, aquellas mañanas seguieron siendo mágicas. Después de abrir los regalos en casa, íbamos a casa de mi abuela (mis abuelos paternos murieron demasiado pronto, a mi abuelo no lo llegué a conocer, y mi abuela falleció al poco de nacer yo). Siempre decíamos a casa de mi abuela. Quizás porque mi familia siempre haya estada formada por matriarcados. Mujeres muy fuertes, casadas con hombres también muy fuertes, pero que sabían dejar el protagonismo a sus mujeres y aunque ellos financiarán y de facto fuera la casa de ambos, e incluso en aquellas épocas donde las mujeres pintaban poco o nada, ellos “siempre vivieron en casa de sus esposas”. Pues como iba diciendo. Llegábamos a casa de mi abuela y aquello era como ir a Disneyland. Estaban mis primos, mis tíos y ellos. Y había regalos y chocolate y sobretodo magia. La casa de mis abuelos no era muy grande. Una casa de dos plantas. Claro que entonces me parecía un palacio y allí nos metíamos todos y era maravilloso. Como aquel día que hubo un temblor de tierra y nos fuimos a su casa a las mil y quinientas. Allí como pollos asustados en busca de la gallina. Porque también era eso. Mi abuela ha sido un vértice donde todos hemos girado. Primero sus hijos, luego los nietos, y hasta los bisnietos, que en sus pocos años han comprendido y han sentido esa especie de gravedad emocional que mantenía unida nuestra familia, como esa Fuerza mística de las películas de las galaxias. Ellos y en gran medida ella, mi abuela Josefa era de donde manaba esa energía vertebradora. Ojalá su ausencia de cuerpo no sea el fin de su legado. Pues eso somos y eso le debemos. Podría seguir escribiendo y contando anécdotas, curiosas, entrañables y algunas muy divertidas. Pero las canciones deben de saber acabar o aburren al público y solo confortan a la vanidad del músico. Así que aquí termino de hablar de mis abuelos, de mi abuela a la que he querido mucho, quiero y querré. En la muñeca llevo la pulsera que hizo mi abuelo y todos los días le llevo en el pensamiento, ahora también la llevaré a ella. 
 
 

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