sábado, 13 de septiembre de 2014

LA CASA #5






El tarro de cristal resbaló de sus dedos, antes de caer osciló sobre la balda metálica intentando aferrarse a ella, igual que un suicida arrepentido en el último momento. Cayó al suelo destramando todo su contenido y rompiendo también la quietud del pequeño supermercado de pueblo.

- ¡Mierda!

Carlos se quedó allí como un pasmarote, observando los cristales y los espárragos esparcidos por el suelo como si fueran restos de dedos blanquecinos y deformes que hubieran estado metidos en un frasco de formol de una morgue, mirándose las zapatillas de deporte empapadas con el caldo de la conserva de espárragos al natural de marca barata. Antes de que pudiera reaccionar apareció una empleada.

- Eso tendrá que pagarlo.

- Lo siento...

Empezó a disculparse, pero la empleada desapareció antes de que pudiera terminar la frase en busca de una fregona farfullando algo sobre forasteros descuidados.

Tomó otro bote de espárragos como el que había roto, lo metió en el carro y se dispuso a terminar la compra lo antes posible con la esperanza de no romper nada más. Había comprobado el don de gentes que gastaban allí, no tenía ganas de perder el tiempo discutiendo con una cajera de supermercado de pueblo malhumorada. Él tampoco estaba de humor, además había cosas más importantes que debía hacer antes de regresar a la casa. 

Cargó la compra en el coche, lo cerró y se encaminó para buscar a la persona que les había facilitado las llaves. No vivía lejos. En realidad el concepto lejos estaba carente de sentido en aquel pueblo. Era una pequeña localidad ubicada en un apartado valle del Sistema Ibérico, poco más que una cagada de mosca en el mapa. Anduvo por sus calles empinadas, estrechas y empedradas; flanqueadas de casas a dos alturas con vigas de madera y fachadas enfoscadas en tonos ocres.

 El sol calentaba ya, pero aún no estaba lo suficientemente alto como para borrar todas las sombras, donde los tres o cuatro grados menos de temperatura recordaban que las montañas no quedaban lejos. El pueblo estaba en silencio, desierto, no se cruzó con nadie, aunque pensándolo bien era lo mejor, sobretodo si los paisanos eran tan acogedores como la cajera, maldita paleta. Sólo el moviendo de los visillos de alguna ventana indiscreta advertía de que al otro lado de las paredes habitaban personas. La imagen de un tronco podrido se coló entre sus pensamientos. Un tronco de aspecto fuerte y robusto que sin embargo ocultaba a miles, millones de termitas silenciosas y ciegas que lo roían desmenuzándolo inexorablemente hasta dejarlo hueco listo para que lo quebrara la próxima tormenta.

En ésas estaba cuando llegó. Era una casa como las demás, ni más alta ni más grande. Pulsó el timbre que anunció su llegada con una chicharra aguda y molesta. Estuvo tentado llamar usando el aldabón que lucia en el portón de madera oscura, pero suponía que estaba allí más como una decoración reminiscencia del pasado que por una función practica. Se pudo escuchar como un cerrojo se descorría y acto seguido apareció la misma mujer que les había dado las llaves de la casa.

-Hola, buenos días. Saludó Carlos.

- Hola, ¿en qué puedo ayudarle?

Era una mujer joven, no más de treinta años morena y guapa. De ese tipo de guapo que no te haría gírate para mirarla por la calle, pero era guapa.

-Perdone que me presente así de sorpresa, no se si me recuerda somos los que hemos alquilado la casa de las afueras quería comentar con usted un detalle.

- Ah sí, no le había reconocido. Pero pase, cuénteme, ¿hay algún problema? Dijo la mujer haciéndose a un lado invitándole a pasar dentro.

- Gracias, sólo será un momento.

La mujer le condujo después del recibidor a un saloncito donde le ofreció asiento en un sofá de polipiel marrón algo pasado de moda pero que estaba en perfecto estado como el resto de los muebles.

Carlos no quería abordar el tema de forma directa, sin irse por las ramas.

- Perdone pero no recuerdo su nombre. Comenzó

- María, me llamo Maria y usted era.. Carlos, ¿Verdad?.

- Sí Maria, soy Carlos.

- Bueno pues usted dirá.

- Bien pues el tema es que cuando llegamos a la casa todo estaba correcto pero mi hija descubrió esto en el jardín. Y la verdad me preocupa bastante que pueda haber por la zona algún desequilibrado capaz de hacer algo así. Comprenderá que no es plato de gusto.

 A la misma vez que hablaba se sacó el móvil del bolsillo del pantalón y buscó la fotografía. Era la última que había hecho así que sólo tuvo que pulsar el icono de galería y sin mirar se la mostró a la mujer y se dispuso a esperar su reacción. La verdad no sabía muy bien que iba a conseguir. Pero en aquellos pueblos tan pequeños todos se conocían y si había algún torturador de animales podía de alguna forma mandarle un mensaje, “ Eh! Tú deja de hacer eso aquí, al menos mientras yo y mi familia estamos en la casa”.

- Perdone pero no sé que me quiere decir con esta fotografía. Sí hay un gato muerto junto a un árbol, pero es una casa de campo y los gatos mueren.

La respuesta de la mujer lo cogió completamente descolocado, fue como si le hubieran echado un jarro de agua fría por la espalda

- ¡¿Cómo, que qué quiero decir?! Eso ha sido obra de un sádico, de un enfermo mental.. No salía de su asombro. ¿Cómo podía tener esa cara tan dura?

Al rostro de la mujer se le sonrojaron los carrillos y se le abrieron los ojos llenándole la cara. Iba a decir algo pero prudentemente se calló y le giró el móvil para que él mismo pudiera ver la fotografía.

Efectivamente allí estaba el gato y efectivamente también estaba muerto. Pero sólo parecía muerto y no dormido porque yacía como desinflado, como si fuera un muñeco de peluche al que le hubieran sacado el relleno. El animal estaba echado al pie del pino de costado, pero no había rastro de ensañamiento, ni de tripas, ni de gusanos, ni de crucifixiones. No podía ser él lo había visto, Paula lo había visto…él mismo había tomado la foto y lo había enterrado con sus propias manos.

Ahora el rostro que se puso rojo fue el suyo. No sabía qué decir o qué hacer. Era una situación tan surrealista.

- Perdón, no sé que ha podido pasar. Lamento mucho haberla molestado.

¡Qué tontería! Se arrepentía de sus palabras la misma vez que iban saliendo de su boca. Era mejor no decir nada más.



Se levantó como un resorte intentando no perder aún más la poca dignidad que le quedaba. La joven le acompañó hasta la puerta en silencio, en sus ojos había una expresión que no supo interpretar, una mezcla entre desconfianza y temor. Con seguridad pensaría que no estaba bien de la chaveta. No podía culparla.


CONTINUARÁ....


LA CASA#6 

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