viernes, 23 de agosto de 2019

Metro



"No lo veo. No habrá podido venir, estará de vacaciones, enfermo, o simplemente llega tarde".


En el andén de la estación de metro, no importaba qué época del año era, ni siquiera si era de día o de noche. Solo se podía saber, por las ropas, o el trasiego de los viajeros, pero por nada más. Siempre hacía el mismo calor pegajoso, el aire siempre viciado, cargado de olor a cable quemado y a humanidad. En esta estación no había rótulos publicitarios, así que tampoco se podían usar de guía. Los grandes almacenes no amenazaban a los niños, ni las carteras de los padres con la vuelta al cole, aunque fuera todavía junio, ni te hacían sentir ardores con la próxima navidad, cuando aún no hiciera nada que se había acabado el verano. La estación, estaba limpia de todo lo que no fuera estrictamente propio de una estación del suburbano. Sus planos y sus señales indicando las salidas o la dirección que había que tomar para conectar con otra línea, estaban ubicadas en lugares convenientemente visibles, había papeleras, intercomunicadores para hablar en caso necesario con el vestíbulo e incluso bancos. No en vano había sido una de las estaciones que había entrado en el último programa de reforma y modernización del ayuntamiento y todo estaba como nuevo, y razonablemente limpio para ser un lugar por donde todos los días pasaban miles de personas. Lo que ninguna reforma podía conseguir era acabar con ese aire viciado. Era una estación antigua, los túneles que se construían en aquella época no eran tan amplios con en la actualidad, y a pesar de los sistemas de ventilación modernos la sensación de bochorno no se podía eliminar del todo.


La conocía bien, pasaba por ella todos los días dos veces, menos los domingos y llevaba haciéndolo algunos años. La había visto cambiar, esta no era la primera reforma que le conocía, aunque sí la más profunda. Por eso le había llamado la atención que él no estuviera. porque para él, aquel hombre se había convertido en parte de la estación, como lo eran la catenaria o las vías por donde corrían los vagones En realidad no se conocían personalmente, nunca habían cruzado una palabra, ni siquiera un saludo con la cabeza o un ademán con la mano, nunca le había pedido paso, nunca. Fue la primera persona que vio cuando empezó a usar el metro y por alguna casualidad su rostro se quedó fijado en su mente. Entonces y desde aquel día se había estado cruzando con él a diario. Tampoco era nada extraño que alguien tuviera tu misma ruta y tus mismos horarios en una ciudad. El caso es que se había convertido en una especie de baliza en su camino, una referencia de que iba en hora o de que no se había confundido de línea, esa sensación fue evolucionando con el paso del tiempo y pasó de ser una referencia espaciotemporal a ser algo familiar, algo amable y reconfortante, ver una cara conocida en aquella locura de viajeros, de gente que subía y bajaba de trenes como si fuera ganado a veces se agradecía. Todo el mundo iba con la cabeza gacha, mirando hacia abajo. ensimismado en sus propios problemas, entretenidos mientras miraban instagram u otra red social, leyendo o hablando por teléfono. Era curioso, trenes llenos de gente que ni se mira, interactuando con gente que está a kilómetros de ella. Solo los turistas, solo ellos levantaban la cabeza, como niños que montan en una atraccion de feria, motivados por la novedad e intentando orientándose entre en la maraña de líneas de colores de los planos del suburbano. Él nunca iba con la cabeza gacha, nunca miraba un libro un periódico o un móvil, quizás por eso sus miradas se cruzaron aquella primera vez, de alguna forma destacaba, no era otro autómata más, era una persona como él. Y hoy no estaba.


Y eso sí que era extraño. Puede que alguna vez antes, muy al principio, no hubieran coincidido, no podía saberlo pero desde que empezó a observarlo adrede nunca, nunca había faltado y de eso ya había pasado mucho tiempo. Él sí había faltado, muchas veces, cuando se había tomado vacaciones o había tomado otro camino para llegar a trabajar, pero el caso es que siempre que volvía a su rutina él estaba allí. Ese hombre no descansaba nunca o descansaba las mismas veces que e. Siempre con su cabeza levantada, mirando al frente y siempre esperando al tren a la misma altura del andén, junto a un tablón de anuncios dónde se podía consultar el plano de la ciudad en el que se hallaban resaltadas a color las líneas del metro y sus distintas estaciones. El también solía montar por el mismo lugar, manías suponía, aunque las suyas tenían una razón de ser y es que no le gusta sentarse pero tampoco le gusta ir en medio del vagón dejando expuesta la mochila a los amantes de lo ajeno tan abundantes en la urbe, por eso siempre elegía la cola de un vagón para poder apoyarse en la pared y poder dejar la mochila en el suelo, entre las piernas, bien salvo de cualquier carterista. Seguro que él también tendría sus razones por la que siempre montaba por ese lugar. Evidentemente era una persona de costumbres.


Muchas veces había jugado a intentar adivinar en qué trabajaba o cómo era su vida, no solo lo hacía con él pero sí era verdad que con él lo había intentado cientos de veces. Tenía unos 60 años, de talla media, y complexión también normal, ni gordo, ni delgado. La coronilla lampiña pero aún conservaba bastante pelo negro y sin canas en el resto de la cabeza. Su cara era corriente, nada en ella que destacara especialmente. Vestía también de forma muy normal para un hombre de su edad, y siempre llevaba pantalones de pinzas y camisa de manga larga bien planchados, los zapatos, castellanos negros y brillantes. No llevaba anillos ni ningún otro adorno, ni siquiera reloj, solo una sempiterna bolsa de deportes pequeña y de color negro, donde suponía llevaría el almuerzo. Había barajado muchas posibilidades pero la que con más frecuencia se imponía a las demás hipótesis es que trabajara en algún tipo de comercio. Otra hipótesis, está fundamentada más que en nada en un pálpito, era que no tenía pareja, o soltero o viudo, no sabía porqué pero le encajaba en el personaje que se había montado en la cabeza. Había interiorizado tanto esa teoría que con el tiempo le resultaba cierta y si hubiera podido comprobarla le hubiera chocado mucho que no se cumplieran sus deducciones.


De cualquier forma hoy no estaba en el andén a la hora de costumbre y los pocos minutos en que coincidían se estaban agotando. Era una sensación rara, como si algo no cuadrase, como si faltara algo fundamental en aquella estación, ese tipo de sensaciones que te hacen no elegir un determinado asiento en un bus vacío, que no es buena idea, que mejor otro día.


El tren irrumpió en la estación mordiendo los raíles con sus frenos, en la catenaria un chispazo hizo la función de jefe de estación y el tren se detuvo con precisión milimétrica ocupando todo lo largo de la plataforma. Inmediatamente las puertas se abrieron y bajaron en tropel decenas de personas que pugnaban por ser las primeras en llegar a cualesquiera que fueran sus destinos. Otras decenas esperaban para entrar y él seguía ahí, plantado en el anden buscando con la mirada a ese hombre, como si fuera un novio que comprueba con desesperación que no es que su cita vaya a retrasarse, si no que no va a llegar. Tenía que subir al vagón o llegaría tarde al trabajo. Sonó un silbato y las puertas comenzaron a cerrarse. Aquello era una tontería, no podía dedicarle ni un segundo más. En ese mismo instante sintió como alguien le tocaba en el hombro. Se giró instintivamente. Allí estaba el hombre del andén. Le miraba con una media sonrisa colgada de la cara. Las puertas se cerraron y el tren comenzó a moverse. Entonces le tendió un periódico amarilleado por el tiempo. Sin salir de su asombro lo miró. En la portada una fecha de hacía veinte años sobre un titular que informaba de un accidente en el suburbano. En la foto de portada se podía ver un tren que había descarrilado arrollando a los usuarios que lo esperaban. Había sanitarios y bomberos atendiendo a las víctimas. En segundo plano había un cuerpo arrellanado en el suelo cubierto con una sábana, junto a él una bolsa de portes negra..

En ese mismo instante el mundo pareció venirse a bajo, un enorme estruendo acompañado por un temblor sacudió la estación. Algo había pasado en la siguiente estación. Se arrimó al borde del andén para mirar por el túnel, imitando al resto de usuarios del andén contrario. Una humareda espesa y negra apenas si dejaba vislumbrar las luces de la siguiente parada que no debía distar más que unos pocos kilómetros, aunque en la oscuridad no habría podido calibrar con mayor exactitud. Los gritos de los pasajeros llegaron unos segundos después. Un accidente, el tren que acababa de dejar pasar había sufrido un accidente. Se giró buscando al hombre de la bolsa de deportes negra, pero ya no estaba, había desaparecido. 
 
FIN
 
 

lunes, 19 de agosto de 2019

Recordarte en la sonrisa.

                                               

                                                La belleza es poder y la sonrisa, su espada.







Suena esta preciosidad en mi viejo equipo cuadrafónico Pioneer y como en un amanecer donde los primeros rayos de sol van llegando pausadamente, casi sin querer, así van llegando a mi memoria en forma de relámpagos efímeros imágenes en tono sepia que en su día eran a color, pero el paso del tiempo las ha ido gastando...

Como ese ratoncillo inerte que alguna mañana llevaba hasta los pies de mi cama mi gata, tras una noche de travesuras. Era un trofeo que ella me regalaba como muestra de amor, pero yo no lo sabía.

O aquél viejo muro en medio de las dos últimas calles del pueblo del que  nadie sabía nada, o no querían saber, pero para un grupo de niños que salían del colegio por la tarde con más energía acumulada que sensatez, era el mejor patio de recreo imaginable. El muro tendría una altura media de un metro y una longitud de al menos diez metros, había sitio de sobra para sentarse, saltarlo, jugar a las guerras, hacer de portaaviones y cuando no quedaban fuerzas, era el mejor banco donde descansar y merendar.
Era uno de los lugares donde pasaba la mayor parte de mis mejores momentos de la infancia, pero yo no lo sabía.

Con diez años una noche de Reyes me regalaron mi primera guitarra española. Sonaba horrible, me fuí en busca de unos chavales más mayores que yo sabía que tocaban y les enseñé la guitarra. Me enseñaron tres acordes y el resto de cosas dejaron de existir o simplemente apenas tenían importancia para mí. La guitarra era lo más.

Unos años después, alguien me explicó que mi madre le pidió dinero prestado a una vecina para poder comprarme la guitarra. El sueldo de mi padre llegaba para comer, tener algo de ropa y poco más, pero yo no lo sabía.

A mi amigo Andresito le dió por crecer a lo ancho y sus padres le regalaron una bicicleta grande. De esas de hierro con el cuadro desde el sillín al manillar. Pesaba más que él y apenas llegaba con los pies a los pedales, pero entre los dos nos apañábamos bien para pasearnos. Cesarín era el menor de la corrala, pero cuando sus padres no estaban, se venía a casa o a la de Andresito. Hablaba poco y era un niño dócil y sonriente.

Andresito era un adoquín, un burto, más fuerte que un caballo y siempre se estaba riendo y eso era lo que más me gustaba de él, pero nunca le hice notar su torpeza, al contrario, nos reíamos mucho de sus cosas. Cesarín se atascaba mucho, quizá por eso hablaba poco, aunque con nosotros se soltaba más. Cuando jugábamos a las guerras le decíamos que hiciera la ametralladora y nos mataba a todos en un santiamén.

Y yo... yo no veía un pimiento, andaba siempre dándome ostias porque tropezaba en todos lados, andando, corriendo o en bici. Hasta que me pusieron gafas, más de una vez aproveché la cegatera para restregarme con alguna niña que yo pensaba que me sonreía.

Éramos los tres mosqueteros, pero ninguno lo sabía.


Sonreir hace que te sientas mejor contigo mismo, incluso si no tienes ganas.

Hace casi 50 años de esta foto y nada ha cambiado, porque entre nosotros no importa el estatus social, los conocimientos profesionales, los colores del equipo de fútbol, ni siquiera la ideología política.

A las personas aprendes a valorarlas por lo que te dan gratis y en exclusiva cada vez que te ven: su sonrisa. Su sonrisa y su forma de ser, sus actos, esos detalles que tienen contigo y que sólo lo sabeis tú y él.

Nadie tiene un amigo mala persona, a no ser que él también lo sea, pero entonces no es amistad, es interés, porque la mala gente no hace el bien excepto si le va a proporcionar algún beneficio. Y yo eso no lo quiero para mí.


Si no has puesto la canción al principio, igual ahora es un buen momento para hacerlo. Déjate llevar por ella, puedes confiar totalmente, incluso cantarla. Es una melodía sencilla y preciosista que invita a ello.



Mantengo humildes mis orejas.