sábado, 11 de abril de 2020

Kashmir


Me sudan las manos, no sé qué hacer con ellas. Llevo tres dias sin poder dormir, me meto en la cama pero no dejo de dar vueltas, como si las sábanas me envolvieran en una mortaja prematura. Tu recuerdo es demasiado vivido, demasiado real. La mente me tortura con él. Percibo tu olor, en las sombras del dormitorio tu silueta me observa desde el otro lado de la cama, quiero tocarte pero solo son fantasías, delirios. Los recuerdos se agitan, se revuelven, se retuercen igual que en una mala digestión, como en un cólico biliar. De alguna forma mi mente no quiere procesarlos, no quiere olvidarte. No, eres un hueso de melocotón que no quiere expulsar, lo tragué por accidente, porque te recuerda el maravilloso sabor de la pulpa, el dulzor de su carne anaranjada, mis las tripas se aferran a él con desespero aún a sabiendas del daño que causa.

Salto de la cama, tengo que vomitar, tengo que expulsarlo, regurgitarlo, sacarlo de mi organismo o me matará. Tengo que echarlo, pero tengo miedo a que una vez fuera de mí se pierda, entre la neblinosa noche de los sueños, de la imaginación y con el tiempo no sepa recordar, no sepa distinguir realidad de fantasía y ya no pueda recordarte, solo imaginarte.

Tengo que dejarlo fuera pero guardado en algún lugar seguro, protegido como una joya; como una joya antigua, como la corona de una reina que un día gobernó el mundo. Una de belleza inenarrable, de largos cabellos negros, de piel de nácar, de ojos esmeralda. Levantar un museo donde se pueda dar fe de que exististes, de que no fue una fantasía, que no fuistes ningún delirio de viejo loco, de que nos amamos y que un día te tuve, de que te perdí...

Escribir, escribir… vomitar sobre una hoja de papel los recuerdos hechos tinta, palabras que me permitan alejarlos de mi mente pero conservarlos al mismo tiempo, para poder volver una y otra vez como un asesino a la escena del crimen. Sí porque el dolor de hoy será la felicidad de mañana cuando mi cuerpo una vez purgado pueda volver a recorrer su cuerpo, sin sentir el desgarro de tu ausencia. Sin miedo. ¿Será posible? ¿no me estaré engañando?

no lo sé pero tampoco tengo otra alternativa. ¡Me duele tanto no poder tenerte!, ¡me duele tanto saber que jamás volveré a probar tus labios!... No sé qué más puedo hacer.

No importa el cómo, ni el cuándo, ni siquiera importa el porqué llegamos hasta esa habitación de hotel. Era un torre de esas que arañan el cielo de la ciudad, en un día donde la luz del sol daba una pátina de brillo irreal a todas las cosas, los colores eran más brillantes y todo parecía de juguete, pues ¿no era aquello un juego?.

Estaba allí mirándome con esas rocas ígneas que tiene por ojos. Ardían en verde, con el verde místico de los fuegos de las minas de Morgul. Estaba hipnotizado por ellos, los tenía fijos en mí, me estudiaban. A esa mirada no se le podía ocultar nada, esos ojos te veían el alma,y al mismo tiempo que te escrutaban, te llamaban, te deseaban, te invitaban a que te acercaras. Yo era como un mosquito y ella era la luz a la que necesitaba imperiosamente acercarme, aunque algo dentro me mí me advirtiera de que no debía, de que podría ser peligroso. Pero cómo resistirme. No, no quería hacerlo ¡Dios! hubiera firmado el contrato de venta de mi alma ante el mismísimo Lucifer si hubiera sido necesario para poder tocarla.


La habitación estaba en penumbra, los cristales ahumados de la ventana actuaban como un portero búlgaro de 2 metros de envergadura y bíceps del tamaño de sandías, ni siquiera el sol entrada libre. Aquello era privado, exclusivo. El vestido negro cayó al suelo como en un espectáculo inverso que comenzara cuando se baja el telón.Y bajo él no había nada más que no fuera ella. Entonces el cuerpo de una diosa griega fue revelado. La blancura y la perfección de la Venus de Milo se deshacían igual que un molde vaciado en yeso ante aquella mujer, ante aquella obra de arte, ante aquel pensamiento de Dios, pues de ninguna carne mortal podría porvenir.

Me sentí mareado no podía atender a tanta belleza, mi sentidos se veían desbordados, no podía contemplar la redondez de sus caderas o la curva que le torneaba los senos en el pecho al mismo tiempo. Necesitaría un millón de ojos para poder contemplarla en su conjunto. La sangre se paró en mi cuerpo por un instante, para luego redistribuirse de forma salvaje hacia las partes que querían asirla, los dedos, los labios, la lengua, la entrepierna, comenzaron a la latir encharcados de la savia roja.

Ella lo supo, sabía, lo percibía de alguna forma, podía oler como había comenzado a transpirar, como el corazón había pasado a bombear a más de 100 latidos por minuto, como las pupilas se habían dilatado en el vano esfuerzo de abarcarla.

Lenta y majestuosamente se tumbó en la cama ancha y larga, donde su pelo negro hizo más blancas a las sábanas de algodón egipcio y el blanco de su piel las hizo pardear. Juguetona como un felino sonrió abrazándose a sí misma, en sus pechos las areolas florecieron como rosas. La primavera había vuelto a esa habitación a pesar que fuera el verano ya se hubiera hecho fuerte.

Torpemente empecé a desvestirme, no, a intentar arrancarme la ropa. Aquella camisa pesaba como la coraza de una armadura y yo era un caballero novato sin escudero. Ella me observaba divertida, traviesa, disfrutaba con mi torpeza. Una vez me desembaracé de la ropa salté sobre ella ansioso, como una animal famélico. Estaba hambriento, con esa hambre que te hace suplicar por un mendrugo de pan, y ahora tenía un festín. Aquella mujer convertía el maná y la ambrosía en mera basura.

Sí antes no sabía que mirar ahora no sabía que tocar, que besar. Nuestros cuerpos se funden en uno solo, donde los miembros, las bocas, los ojos compiten por devorarse. Nos habíamos combinado, transformándonos en unos siameses fratricidas. Sus uñas se deslizaron por mi espalda, mis dedos se adhirieron a su piel como los de un gecko que no quiere caer de sus carnes de pulido mármol blanco.

El placer llega de inmediato, son vagonetas cargadas de dinamita, corren locas sobre raíles, explotan haciendo que en la presa del éxtasis manen vías de fluidos, que vacían nuestros cuerpos. Nos empapamos, ella de mí y yo de ella.

Me mira avara y sé que no me va a permitir que me retire, tampoco lo pretendo, sería inútil en cualquier caso. Es una araña que quiere licuarme, beber de mí hasta la última gota. Mi cuerpo reacciona a sus demandas. Sus dedos son ágiles expertos, intrépidos, saben dónde pulsar, dónde tocar; su lengua suave, cálida, sus labios turgentes, dulces, chupan, succionan, con la destreza necesaria, conocen con qué precísa intensidad deben hacerlo para que la música siga sonando. Pierdo la noción del tiempo y del espacio. Ya no estoy en una habitación de un hotel, estoy en el paraíso de los mártires, sus caricias me han convertido en Pan, quiero más de esa droga que me inocula con cada mordisco. Ahora soy yo el que se abalanza otra vez sobre ella, aunque curiosamente no me haya separado ni unos centímetros desde que salté sobre ella. Mi cuerpo tiene nuevos bríos, esa fuerza que siento en cada célula de mi ser es desconocida para mí, gratificante y placentera.

Las arremetidas son premiadas, con orgasmos sonoros, húmedos, que le arquean el cuerpo de una forma deliciosa que invitan a seguir entrando dentro de ella desde cualquier ángulo, desde cualquier y hacia cualquier lugar de su anatomía. Cada gemido es un triunfo que me motiva a continuar, cada éxtasis una victoria en esta guerra de placer, que con toda certeza será vengada con más devoción que la anterior.

Estamos sudorosos, jadeamos de placer y cansancio, aun así en nuestras miradas no se atisba la redención, no, no va haber ningún armisticio, ninguna tregua, es un duelo a muerte.

La horas pasan, el sol comienza a retirarse. La penumbra de la habitación poco a poco va tornando en oscuridad. Los últimos rayos hacen brillar nuestros cuerpos viscosos de sudor y fluidos; es un campo de batalla, donde los dos contendientes yacen abatidos, abrazados y sonrientes.

Sus ojos siguen fijos en mí y yo no puedo ni quiero apartar los míos de ella. En el bolso abandonado en una butaca junto a la ventana surge una melodía, un móvil comienza a sonar. Fueron como las campanadas en el cuento de Cenicienta. El hechizo se rompió, dos lágrimas que parecieran de licor verde destilado de aquellos ojos brotaron. Yo No lloré, no pude, como no puedo hacerlo ahora, mientras escribo estas líneas. El dolor me vuelve a ganar, el dolor me vuelve a colapsar. No puedo hacer nada más que volver a sentir como se para el corazón, como la carne se me separa de los huesos y se me abre la piel para dejarlo salir en un gemido agonizante, en una expiración, en un estertor de moribundo. Soy el muerto que no se muere, el vivo que no vive, soy lo que nunca volverá a ser desde aquel día en que me diste la vida, la de verdad, y sí, soy ése, que en ese mismo día dejó de tenerte y dejó de estar vivo, vivo de verdad…



Fin 
           
 

jueves, 2 de abril de 2020

La Solución



La puerta se cerró detrás de él con suavidad, la hoja encajó en el marco con el leve clic del resbalón en la cerradura.

— Hola cariño. — ¿Cómo fue el día?

La mujer canturreó el saludo desde la cocina donde trajinaba.

— Hola. — ¿Cómo crees? No me regalan el sueldo, me lo sacan de de las tripas.

Las palabras fueron ladridos de un perro rabioso, las mordía a la vez que salían de la boca que le hedía a tabaco.

Hoy no era un buen día, su marido no llegaba de buen humor. En realidad hacía años que no había un buen día, uno bueno de verdad, como los de aquellos primeros, de cuando recién acaban de casarse, de eso hacía ya mucho, una eternidad. Sí porque una eternidad podía durar un millón de años o sólo veinte. Sería mejor no provocarlo.

— Bueno ahora comes, y te echas una siesta. — Dijo con tono apaciguador.

El hombre entró en la cocina. Era un hombre enjuto y bajo, caminaba encorvado como si soportara el peso de un yugo invisible. La barba le raleaba en la cara y en la cabeza ya ni eso hacía el pelo. Vestía unos vaqueros y una camisa gris a punto de rasgarse de tantos lavados, y aunque estaba limpia una capa de grasa parecía recubrirlo. Del hombro le colgaba una mochila negra y ajada que redondeaba la estampa de aquel operario que llegaba después de una jornada, que había empezado con el despertador sonando a las cinco de la mañana, en una factoría de coches extranjeros.

— ¿Qué hay de comer?— Volvió a ladrar.

— Lentejas.

¿Un beso? ¿Una caricia? No recordaba la última vez que se habían besado. Es verdad, fue ella la que dejó de recibirlo con un beso, de despedirlo con otro, ya no le apetecía y secretamente agradecía que él tampoco se los demandase. Alguna vez se lo había echado en cara, y se lo recriminó, por fin un día o se convenció o se dio por vencido, no habría más besos, no de ella por lo menos. Sí él la besaba de vez en cuando, solo en la cara, y casi siempre fuera de casa, en presencia de otras personas, donde la educación le impediría rechazar esa muestra de afecto de su esposo.

— ¿Es que no sabes hacer otra cosa?— Le espetó mientras dejaba caer la mochila al suelo como si pesara un quintal y continuó — Ahí te dejo el mono ¿Está listo el otro?

— Sí está listo, lo tienes en el lavadero y sí sé cocinar más platos pero con tu sueldo no puedo hacer maravillas si queremos llegar a final de mes. — Explotó, arrojando la bayeta que acababa de escurrir al fregadero y comenzó a secarse las manos en el delantal de rayas azules en un acto de impotencia nerviosa.

— No me jodas. Sal a la calle y trae tú uno mejor si tan lista eres. Desde la barrera se ven muy bien los toros. Te pasas aquí el día sin dar golpe sin que nadie te pida explicaciones, haciendo y deshaciendo, mientras yo me deslomo para traer el dinero a casa, y a la señora le parece poca cosa. Y porque le digo que otra vez son lentejas para comer se pone farruca. Pues habértelo pensado mejor y haberte casado con un ministro.

Ya no eran ladridos eran aullidos. Cerró la ventana de la cocina en un intento de que las voces no llegaran a oírse la otra punta de la ciudad.

— No me casé contigo para tener un vida desahogada y cómoda, me casé contigo porque te quería, si hubiera sido por interés te garantizo de que no estaríamos en esta. Lo único que pido es un poquito de consideración, puede que tú vengas cansado, pero yo no estoy aquí tocándome las narices como te piensas. La casa no se hace sola, y tu hijo, tu hijo tampoco se cría solo. Tú tienes una jornada, entras por la puerta y lo tienes todo hecho, la mía no termina nunca.

Se acercó a una olla que borboteaba en el fuego, la destapó y sirvió tres platos de lentejas estofadas con chorizo. Luego los llevó a la mesa, a la que ya estaba sentado el hombre bebiendo un vaso de cerveza que acaba ha de servirse de una botella de litro color topacio. Le puso un palto por delante y luego volvió a por los otros dos.

— Te pido que dejes las cosas estar. A ver si podemos comer en paz. El chico está a punto de llegar. — Concluyó la mujer.



En ese preciso instante unas llaves sonaron en la puerta. Juanjo llegaba del instituto. La puerta se abrió de golpe y entró un adolescente de 15 años. El pelo castaño y revuelto en una cabeza con una cara a medio hacer de lo que sería un hombre guapo algún día. Una sudadera una talla grande color gris deportivo y unos pantalones pitillo con un roto en la rodilla derecha, que se remangaba a la altura de los tobillos dejándolos al aire, para terminar una unas “playeras” que costaban lo que el importe una multa por exceso de velocidad y 4 puntos de carnet.

— Hola papá. Hola mamá— Saludó y desapareció por el pasillo como una flecha hacia su habitación.

— Juanjo la comida está en la mesa. ¡No te entretengas! voceó su madre.

El “no” de respuesta llegó unos segundos después.

— Están sosas. — Murmuró el hombre con la boca llena de lentejas.

— Pues les echas sal, y digo yo; podías esperar a que venga el chico y comer todos como una familia. —

— Que hubiera llegado antes. Estoy cansado, hambriento, y él viene de pasear los libros— Se justificó.

La madre se mordió la lengua y suspiro pero no probó la comida hasta que el chaval estuvo sentado a la mesa, unos minutos después.

— ¿Cómo fue el día en el instituto?— preguntó

— Pues un rollazo. En matemáticas nos han puesto un examen de sistemas de ecuaciones con dos incógnitas y luego la de historia que hagamos un trabajo sobre la Contrarreforma. — Dijo metiéndose una cuchara colmada de las legumbres estofadas. Las engulló con el hambre canina de la juventud y continuó. —Mamá, están riquísimas—

— Gracias cariño. —

— La Contrarreforma. Eso es lo de Carlos V y Lutero. — Comentó el padre.

— No exactamente papá. La Contrarreforma fue un movimiento de la iglesia católica contra el protestantismo.

— Pues lo que yo digo. Carlos I era el valedor de la iglesia católica. Listillo.

— Pero…

— Ni peros ni manzanas. Es así, me da igual lo que digan esos progres y lo que te quieran meter en la cabeza. Los príncipes alemanes se le subieron a las barbas al emperador y la religión solo fue un pretexto, como siempre.

— Pero papá, en clase no han dicho que…

— Que te calles. ¡Coño!. Calla y aprende algo de tu padre. Cuando yo tenía tu edad me quedaba embobado cuando mi padre hablaba. En cambio tú pretendes corregirme siempre.

— Por favor Juan. No hace falta que hables en ese tono. El niño sólo quiere...— Intentaba mediar la madre.

— Ya sé lo que pretende ¿Te crees que soy tonto? Y eso tú, dale alas, que es lo único que le hace falta a éste. Está visto que esta casa soy el último mono. — Sentenció y de un respingo se levantó de la mesa dejando el plato a medio comer. — Será mejor que me vaya a la cama. Aquí no pinto nada. — y de dos zancadas salió de la cocina en dirección al dormitorio.

Madre e hijo se quedaron en silencio mirándose el uno al otro. El chaval con un cara de “¿Qué he dicho?” y la mujer con una que decía “Nada hijo, no has dicho nada y no le hagas caso, ya sabes cómo es”

Claro que sabían cómo era, vaya si lo sabían.

Juan era un hombre irascible, soberbio e iracundo, un ser inseguro y enfadado con el mundo, que solo aliviaba sus frustraciones maltratando a su familia con sus accesos de ira e inmaduras demostraciones de poder, propias más de un joven como su hijo, que de un hombre de cincuenta años. Pero Juan no siempre había sido así. Cuando Julia lo conoció, era todo lo contrario. Cariñoso y comprensivo hasta el extremo, no había conocido a nadie como él; quizás por eso ella cayó rendida en sus brazos. Caballeroso, atento, tenía todas las virtudes que admiraba en un hombre, lo tenía todo, excepto el físico. Sí debía reconocer que el físico de Juan no era su punto fuerte. Ella siempre había imaginado que se habría enamorado de un hombre alto y fuerte, en cambio Juan era enclenque, apenas alcanzaba el 1.70 de altura y sin embargo a ella eso nunca le importó, lo importante de las personas estaba dentro. Luego se casaron y todo empezó a cambiar. La boda fue por así decirlo la última función de una gira que había durado cinco años de noviazgo cuasi perfecto. Claro que había tenido alguna bronca de novios, ¿quién no la ha tenido alguna? pero fueron por niñerías y realmente nunca existió un motivo de peso que hiciera sospechar qué clase de ser había detrás de aquel hombrecito.

Los primeros años de matrimonio fueron los mejores, luego se quedó embarazada de Juanjo y todo fue de mal en peor. Y ahí estaba, después de quince años de “solo es una crisis, está cansado, ya se pasará, hay que tener paciencia…” Pero ya sabía que no se iba a pasar. No, aquello no era una crisis, no a menos que su vida fuera una crisis en sí misma.

¿Divorciarse? Claro que había pensado en divorciarse, decenas, cientos de veces. Pero cuando no había sido el miedo, había sido la incertidumbre lo que hizo que nunca llegara a dar el paso. También había otra razón además de la inseguridad a un futuro en soledad, ser una mujer divorciada y con un hijo pequeño, no era fácil en los 80, no en España. Esa razón, que le había sujetado más de una vez la mano antes de descolgar el teléfono para llamar a un abogado, se hallaba en un lugar recóndito de su corazón, donde aún existía una ínfima y secreta esperanza de que volviera ese Juan, ese del que se enamoró perdidamente; de que se fuera ese míster Hyde que lo había secuestrado, ese animal furioso, esa bestia irracional que solo se alimentara de sufrimiento, que solo fuera feliz viéndoles llorar, gritar. Porque Juan, su Juan no era realmente así, o tal vez sí.

Mientras Juanjo había sido pequeño la situación se había ido pudiendo bandear, pero Juanjo ya no era un niño, sabía perfectamente lo que ocurría en casa y cualquier día iba a ocurrir una desgracia. Juan encuentra su blanco preferido en el niño. Lo machaca y humilla constantemente, a veces piensa que el pobre demasiado cabal es para su edad, pero es solo cuestión de tiempo que se rebele y le desafíe. Juanjo pronto será un hombre. Vivían en una olla a presión, las ollas a presión son peligrosas si no se tratan con cuidado.

Había días especialmente peligrosos, días que deberían venir resaltados en morado en su calendario particular, días que temía. Aquel era uno de esos días. Hoy daban las calificaciones de fin de curso en el instituto. Las chicharras parecían haberse vuelto locas y saturaban el ambiente con sus zumbidos, el aire estaba espeso, respirarlo apenas si aliviaba de una sensación de agobiante asfixia. Que un día morado coincidiera con un día de calor era malo, muy malo y aquel día hacía mucho, demasiado calor para ser un día junio.

El recuerdo de uno de aquellos días morados con calor se le coló en la mente como un escape de agua, como si de alguna forma ella estuviera intentando tapar una fisura en el tanque mental donde guardaba aquello e igual que agua a presión, el recuerdo se escapó por entre sus dedos, encharcando todo, empapándolo todo con su plasticidad, lleno de luz y color, haciéndola retemblar de pies a cabeza con su vivacidad.

Volvió a sentir el olor del mar, a ver sin necesidad de ojos el cielo azul inmaculado de nubes de aquel día de agosto. Ella estaba apoyada en la barandilla del balcón del apartamento. Juanjo estaba sentado en una silla de anea a su lado, tenía 8 años, quizás 9 ese detalle no lo recordaba bien. Unos metros abajo estaba la piscina con un montón de vecinos. Unos tomaban el sol, pero la mayoría estaban en el agua, chapoteando e intentando sobrellevar aquella ola de calor que les azotaba. El niño volvió a protestar.

— Jooo mamá quiero bajar a la piscina.

— No, acabas de comer y no se puede uno bañar hasta que pasen al menos dos horas— dijo con un tono firme a la vez dulce la mujer

— Pero mamá mira todos esas personas, están bañándose.

— No insistas Juanjo. Ponte a hacer lo que quieras, pero no vas a bajar. No hasta las 6 y si te pones cansino tampoco bajarás a esa hora, porque te quedarás castigado. Tú verás. — Sentenció

Entonces el crío en un acto de rabia saltó de la silla y pateó el suelo con la mala fortuna, que la chancla que llevaba en el pie salió disparada. Fue a parar a la mesa donde hacía un rato habían estado comiendo y donde aún estaban los platos sin recoger. La zapatilla de goma impactó en una jarra de gazpacho a medio vaciar y la derribó. En su caída se llevó por delante el casco de la botella de cerveza que había apurado su padre, dos vasos también de cristal con restos de la sopa fría, e hizo saltar los despedidos de la paella que habían almorzado de un plato. El estruendo de cristales rotos y el golpe húmedo del gazpacho al golpear el suelo pareció amplificado, a la vez que la imagen se reproducía a cámara lenta en su memoria; las cabezas chupadas de las gambas haciendo cabriolas en el aire, la lluvia amarilla de granos de arroz, la jarra estallado en pedazos, las baldosas de terrazo salpicadas… el grito de sorpresa y miedo de Juanjo y unos segundos que se alargaban cruelmente después el bramido de Juan.

— ¡Maldita sea! ¡Qué coño es ese ruido! ¡Ni echar la siesta puede uno!

El niño aterrado buscó instintivamente la protección de su madre.

— Nada, cariño, no pasa nada, se me ha caído un plato. — Mintió

La figura del hombre apareció en la terraza, solo llevaba puestos unos slips. Tenía los ojos hinchados e inyectados en sangre. El poco pelo que le quedaba en la cabeza se arremolinaba formando una especie de corona de espinas retorcidas y mustias. En el resto del cuerpo había aún menos pelo, a excepción de unos pocos, alrededor de los pezones grandes y de un rojo oscuro. Miró la escena y rápidamente descubrió la mentira piadosa. Con una fuerza y velocidad sorpresiva agarró al niño de un brazo arrancándolo de los brazos de la mujer que lo protegía como anticipándose a lo que iba a suceder. La otra mano del hombre empezó a golpear al chiquillo de forma despiadada, los azotes caían desde todas las direcciones y le alcanzaban fundamentalmente en la espalda, pero también recibía en la cara o los brazos. Juanjo lloraba y chillaba de dolor y miedo. Aquello era completamente desproporcionado, la mujer no podía consentirlo e intentó colocarse entre su marido y su hijo para evitar que continuara la paliza.

— ¡Pará! ¡Le estás haciendo daño! ¡Para animal!

— Parar lo que le voy es a dar más, ya que tú no eres capaz de educar a este mocoso, lo tendré que hacer yo. Aparta, aparta y no lo defiendas tanto. ¡Aparta de una maldita vez!—

Pero la madre no se apartó. Entonces no supo cómo, pero puede que por pisar una salpicadura o por un empujón, o quizás por una combinación de las dos cosas Julia terminó en el suelo. El culo de la botella rota se le hincó en el muslo desnudo y la sangre comenzó a manar en un río rojo brillante.

Luego en la casa de socorro del pueblo dieron unos puntos y todo quedó zanjado como un desgraciado accidente. Pero ella lo vio en sus ojos, vio la satisfacción de “el te lo mereces” del “no debiste meterte” Y ahora hacia el mismo calor que aquel día, el aire estaba espeso igual que aquella tarde de verano. La cicatriz del muslo, había quedado reducida a poco más que una pequeña línea blanca, el tiempo había hecho su trabajo en la piel. No obstante no había podido borrarla de su mente, allí todavía estaba fresca y sanguinolenta, dolía y el dolor solo podía ser el heraldo de una nueva tormenta. Tenía miedo de lo que pudiera volver a ocurrir, ya había ocurrido demasiadas veces, cada vez eran peor, las tormentas no paraban de crecer.


El boletín de notas estaba sobre la mesa de la cocina junto a una caja de tachuelas. Juan está sentado en la silla, con una pierna sobre la otra, en la mano derecha sujetaba un ducados, que humeaba, con el dedo índice de la otra golpeaba la tapa de formica blanca. Los golpes eran rítmicos, lentos, contundentes.

— Estarás satisfecho— Sentenció el hombre después de exhalar una bocanada de humo azulado y pestilente.

— No, no lo estoy. — dijo entre dientes el chaval mirando al suelo.

Dio igual que hubiera dicho “Sí estoy orgulloso” Juan no iba escuchar nada, ni a nadie. Él ya tenía suficiente con lo que venía escrito en esa cartulina doblada. No necesitaba ninguna explicación, no había posible excusa. Aquello simplemente era un desastre, seis suspensos en junio eran demasiados, inadmisible; Literatura, Latín, Matemáticas, Inglés, Física y Química, e Historia.

—Y ¿no te da vergüenza traer esto a casa, presentar esto delante de mí, de tu padre?— De un brinco saltó de la silla y empezó a vociferar— ¡Claro que no te da! ¡Porque no la tienes, ni la has conocido!—

Aplastó con furia el cigarrillo en un cenicero de cristal que también había sobre la mesa de la cocina. Este bailoteó por el empellón, y a punto estuvo de desparramar la ceniza y las colillas que contenía.

La mujer que estaba junto a la puerta de la cocina a un paso de su marido, se sobresaltó y no pudo dejar escapar un gritito, un ¡Ay!

Juan sin previo aviso soltó un guantazo que impactó sonoramente en la cara de su hijo que se tambaleo del impacto. El segundo golpe le acertó en el estómago, un puñetazo que hizo que el muchacho se doblara en dos.

— Eres un perro desagradecido y te voy a tratar como te mereces, como un asqueroso perro que muerde la mano que le alimenta.

Y la mano que le había dado la bofetada se transformó en un puño y volvió a descargar, y esta vez el labio superior de Juanjo no resistió el envite rasgándose. La sangre comenzó a manar roja y brillante.

El adolescente levantaba los brazos intentando contener los golpes, protegerse de ellos. Pero Juan parecía un animal, un loco que lanzaba puñetazos y puntapiés contra su hijo hasta que terminó en el suelo hecho un ovillo.

— ¡Para! ¡Para, lo vas lastimar! ¡Para maldito animal!— La mujer estalló, no podía consentir aquella paliza. No aquel ensañamiento, no, aquello era su hijo, no un saco de boxeo. En un acto de desesperación comenzó a darle puñetazos en la espalda. Pero Juan estaba como loco, no atendía ni a golpes ni a razones, seguía y seguía pateando y golpeando al chiquillo.

Entonces desesperado por parar aquello asió el cenicero de la mesa, y armada con él le atacó. El hombre recibió el impacto en la cabeza. El golpe sonó húmedo, como si hubiera golpeado demasiado fuerte una sandía pasada. Juan se detuvo, dejó de golpear al chaval y se giró con una expresión híbrida entre la sorpresa, el dolor y la furia miró a su mujer.

— ¿Qué me has hecho? ¡Qué me has hecho! ¡Qué me has hecho maldita zorra!— gritaba mientras se llevaba una mano a la brecha de la cabeza, por donde la sangre fluía, igual que si su cabeza se hubiera transformado en la caldera de un volcán y de él manase una lava muy liquida y roja, muy roja, del rojo brillante de los deportivos del caballo rampante, un segundo más tarde se vio los dedos… Entonces en la mueca de la cara desaparecieron el dolor y la sorpresa y solo que se mantuvo la furia, una furia animalesca como ella jamás le había visto y sintió miedo, pánico. El pánico de un cervatillo delante de un lobo que le muestra las fauces, de un animal acorralado e indefenso. El cenicero manchado de sangre se le cayó de la mano entumecida, paralizada por el terror, haciéndose añicos contra el suelo de gres. El ruido del cristal contra la cerámica, fue como una campana, como la campana de un ring que anuncia el fin de un asalto o mejor dicho el anuncio de uno nuevo, porque ese sonido de cristal quebrándose la sacó de su estado de parálisis y dando un paso atrás comenzó a decir entre sollozos.

— ¡Vas a matar al niño! ¡Eres...Eres un monstruo!

— Me has atacado, me has golpeado ¡Puta! Lo vas a lamentar, vas a lamentar no haberme dado más fuerte.— Amenazaba mientras con un ágil movimiento se sacaba el cinturón de cuero negro y hebilla de acero de las trinchas del pantalón vaquero, y continuó — Esto lo debería haber hecho hace mucho, pero nunca es tarde si la dicha es buena. Hoy vais a aprender quién manda en esta casa. Tú y ese mocoso que has malcriado vais a prender a quien debéis obediencia y respeto. Vaya si lo vais a aprender ¡Por éstas! Dijo y se besó el puño en el que se había relíado el cinto.

El grito de terror de la mujer fue acallado por el de dolor al recibir el primer correazo que le alcanzó en los brazos con los que intentó protegerse de manera instintiva el rostro.

El brazo de Juan se alzó para asestar otro azote.

— ¡NO! ¡NO TE ATREVAS A VOLVER A TOCAR A MI MADRE O SERÁ LO ÚLTIMO QUE HAGAS— La voz de Juanjo sonó rotunda, autoritaria, como si no fuera la voz de un chico de quince año, como si fuera la voz de un hombre, uno de los que no amenazan en vano.

Juan se detuvo y casi sonreía mientras se daba la vuelta para volver a encarar a su hijo.

— ¿Y quién lo va a impedir, el hombrecito de la casa? Acaso lo vas a impedir tú, montón de mierda.

Entonces lo vio. Juanjo de pies, armado con el cuchillo cebollero que había sacado del soporte magnético de la pared.

— ¡Vaya! ¡Qué miedo! El nene tiene un cuchillo— Dijo con sorna y siguió. — Hay que tener muchos cojones para usar eso y tú no los tienes. Eres una mierda. No tienes lo que hay que tener. Suelta eso, no te vayas a hacer pupa— concluyó alzado el brazo para dar un correazo en la mano que sujetaba el cuchillo.

Juanjo con la agilidad y los reflejos de sus quince años esquivó el cinturón; casi por la propia inercia del paso que dio en dirección a su padre, le hincó la hoja de 20 centímetros de acero del cuchillo Arcos en el vientre. La hoja entró con asombrosa facilidad en las tripas de su progenitor, como si hubiera acuchillado un taco de mantequilla. La cara de Juan se volvió blanca de repente, blanca y roja como si fuera la de una geisha cubierta de polvos de arroz, a la que mono con una barra de carmín le hubiera dado su toque personal. La boca se le abrió en una mueca, más de sorpresa que de dolor al mismo tiempo, que una masa de sangre oscura y viscosa y se desplomó desparramándose en el suelo de la cocina.

El chaval estaba paralizado, inmóvil como la mujer de Lot que contempla la ira de Dios, la suya, la que acaba de segar la vida de su padre.

— ¡Qué has hecho! ¿Qué has hecho hijo mío? Gritaba su madre enloquecida.

Sí ¿qué había hecho? Había matado a su padre, por defender a su madre, porque su madre lo estaba defendiendo a él de su padre, porque él acaba de suspender 6 asignaturas 2º de BUP. Él era el culpable de aquello, porque él era el niño malcriado “el asqueroso perro que muerde la mano que lo alimenta”. La solución apareció en su mente como un fogonazo, como un rayo en la mitad de las nubes negras de su tormenta. Dio dos zancadas, pasando por encima del cadáver de su padre y se acercó hasta su madre, que lloraba desecha en el suelo arrumbada contra el marco de la puerta de la cocina.

— Mamá. Te quiero— Le susurró a la vez que la besaba la cabeza pues tenía el rostro oculto entre las manos.

Desandó las dos zancadas volviendo a cruzarse con el cuerpo su padre arrellanado en medio de un charco de su propia sangre. Se detuvo, lo contempló y le dijo

— Lo siento papá. Siento no haber estado a la altura. Te quiero.

Y sin más preámbulos se volvió hacia la ventana corredera, que estaba junto a un paso de donde había acuchillado a su padre, la abrió, de un pequeño impulso saltó al patio de luces. Las cuerdas de siete tendederos no pudieron evitar que se destrozara la cabeza contra el suelo rojo de baldosines catalanes, rojos, casi tanto como su sangre y la de su padre.



FIN