jueves, 8 de abril de 2021

La Noche Roja



No fue culpa suya. No, en realidad la culpa no fue de nadie, las cosas pasan, algunas veces las cosas eran así, simplemente salen mal.

Venía mal, no se pudo hacer nada, nada más de lo que se hizo. Fue durante una noche de otoño, llovía a mares, los caminos se anegaron, el río se desbordó.

Tuvo que hacerlo solo. Había visto parir muchas veces, somos gente de campo, pero una cosa es ver y otra muy distinta hacer. Nadie pudo ir en su ayuda. Los partos, ninguno es fácil, y encima ese iba a ser de los difíciles.

La criatura estaba del revés y el cordón umbilical lo tenía enredado alrededor del cuello. Esas cosas no se solucionan con agua caliente y toallas, como en las películas. Un profesional experimentado no podría haber hecho mucho más, Iban a morir las dos. Pero papá nunca se había amilanado con facilidad y decidió cortar. No sé si lo pensó, o fue fruto de la desesperación, el caso es que lo hizo y pasó lo que tenía que pasar. La sangre brotó como si hubiera abierto un hidrante. Fue una noche roja, muy húmeda y roja.

Papá no quiso ni tocar a la criatura que milagrosamente había sobrevivido. Simplemente la dejó allí, sola y desvalida y se fue. Se encerró en sí mismo y se olvidó de todo; se olvidó de hablar, de lavarse, comer, lo único de lo que no se le olvidó fue beber.


Pasaron cinco días antes de que pudiera ir al pueblo en busca de ayuda. Aproveché que papá estaba borracho, dormido, aunque, casi siempre lo estaba.

Mientras, me las había ingeniado para mantenerlo con vida. Era extraño, no era normal, aquello no estaba bien. Quizás por ello papá se había quedado chocado, quizá fue al verlo; solo tenía un ojo, uno grande y negro en medio de la frente. Apenas hacía ruido, apenas se movía, pero seguía vivo porque respiraba y succionaba la leche que le ofrecía empanando una muñequilla de trapo en un cuenco.

Cuando volví del pueblo con la policía supe que algo había ido mal, peor aún. Quizás no debí abandonarlos, quizás no hice lo correcto, o quizás sí, quizás simplemente tuve suerte y por eso ahora sigo con vida. Papá lo había matado. Lo había aplastado de un pisotón, igual que si hubiera pisado una sandía podrida. Luego se había ahorcado y colgaba de una viga del porche como una marioneta grande, demasiado grande para ser un juguete. Mamá seguía en la cama, seguía con el vientre abierto y empapada en sangre, como la cama, solo que la sangre estaba seca y se había vuelto de un color marrón oscuro.


Fin.