sábado, 1 de agosto de 2020

Nunca mires atrás





1.

Hace algo más de diez minutos que lo viene sintiendo detrás de él. Sí, está seguro que le está siguiendo a él, no tiene duda. Ha cambiado el ritmo e incluso ha cambiado de dirección de forma imprevista, y él ha cambiado también.

Suele salir a correr todos los días, una hora más o menos, siempre hace el mismo recorrido por el parque que hay junto a su casa, siempre a la misma hora, justo después de trabajar. Por esto sabe que le está siguiendo. Jamás lo había visto, con el pasar del tiempo se termina conociendo a todos los que frecuentan el parque a estas horas; a los perros, a sus dueños, a los niños, a sus padres, a los del tai chi, a los novios, a los de los porros y las litronas... a todos. Es como una comunidad, una comunidad donde se conocen todos pero que nunca se saludan, simplemente pasas y mentalmente anotas caras, como en un inventario, pero esa cara no está en ninguna categoría. Podría ser un nuevo fichaje o un visitante ocasional, también los hay. Gente que comienza a correr o a pasear después de su última visita al cardiólogo, pero esos no te siguen, esos andan o corren mirándolo todo, reconociendo un terreno nuevo para ellos. Este no, este no corre así. Corre como si conociese cada palmo del parque, como si lo conociese tan bien como él. Lo ha visto aprovechando algún giro del sendero. Sabe que se ha percatado de que le está siguiendo, no parece importarle, mantiene unos cincuenta metros, tranquilo e inmutable.



Las zancadas se siguen sumando, aún le quedan muchas más en las piernas. En las de su perseguidor también parece que quedan las mismas o más que en las suyas. No aparenta acusar el esfuerzo. Su zancada sigue siendo decidida y en su rostro no se aprecia ningún signo de fatiga. Es más o menos de su misma edad, de complexión fuerte, lo que le hace pensar que no es buen corredor en grandes distancias. Él, en cambio, es delgado, alto, eso sí, su complexión se adapta mejor para recorrer distancias largas.



Mientras sigue corriendo, en su cabeza se van hilvanando las ideas. Correr, seguir corriendo hasta fatigarlo, no parar. Esa parece la mejor opción... ¿Mucho mejor que parar y suponer que va a pasar de largo? ¿En serio? ¿Quién le dice que no lo hará? Y en ese instante, aprovechar para cambiar el sentido de la marcha y salir zumbando hasta el coche y largarse del parque hacia su casa y no volver a él en mucho, mucho tiempo. Esa también sería una buena opción. En 20 minutos, en ese tiempo, todo aquello quedaría reducido a una anécdota tonta, que en un par de semanas se convertiría en un chiste que contar a la cuadrilla tomando unas cañas mientras todos, incluido él mismo, se reirían de él y de lo cagado que es. Pero... ¿Y si no? ¿Y si para? ¿Y si él también para? Y entonces ¿qué? Entonces le dirá que siga corriendo, que se dirija a algún punto apartado del parque, que tiene algo importante que decirle, pero que no intente huir o hacer algún movimiento extraño, porque lo lamentaría, porque le dará alcance y entonces será aún peor. Correr, seguir corriendo es la mejor idea, la más segura, sólo tiene una falla; quedan escasos minutos de luz, pronto las farolas comenzarán a encenderse y el parque poco a poco se vaciará. Primero serán los padres con sus pequeños, marcharan a preparar baños y cenas. Los siguientes en abandonar el parque serán los runners por miedo a las torceduras. Las demás criaturas también terminarán abandonándolo a regañadientes: los de las litronas y más aún, los de los perros. Pero los que más serán los novios, que esperaron a la noche para tener un poco más de intimidad y justo cuando la consiguen, se tienen que marchar. Luego quedará él, solo él... Bueno, él y su perseguidor.



¡Un momento, tiene la solución! ¡Sí, es perfecta! Está sonriendo, tiene una sonrisa boba colgada de la cara. Es el complemento ideal para el atuendo de mallas negras y camiseta transpirable amarilla fosforito, para parecer uno de esos modelos de teletienda que demuestran las bondades de un nuevo invento para el fitness casero. Es tan obvia, tan absurda, que no sabe cómo se ha dejado asustar. Solo tiene que acercarse a un grupo de personas, parará al lado de ellas como si fueran amigas, conocidas... nadie le va a hacer nada delante de un montón de testigos. Tendrá que seguir al menos unos metros para luego, si quiere, dar la vuelta de una forma sutil. No podrá hacerle nada mientras esté rodeado de gente. Luego podría echar a correr hacia el coche, como pensó en un primer momento o salir del parque y tomar un autobús o un taxi y desaparecer. Ahora solo tiene que localizar un grupo. La pequeña victoria le hace avanzar con fuerzas renovadas e inconscientemente ha acelerado el ritmo. Él también lo acelera, oye sus pisadas detrás.



La planta del parque es un solar con forma de pentágono irregular, que resultó de entrecruzarse una de las salidas de la ciudad, las calles de un barrio periférico y la nueva, en su tiempo, autopista de circunvalación. El ayuntamiento lo acondicionó plantando árboles, haciendo alguna colina artificial con los escombros de las obras y poniendo bancos, mesas para picnic, parques de juegos infantiles y algún aparato de gimnasia. La zona central, a la que se accede desde una avenida, da a una alameda de plátanos de sombra franqueada por unas explanadas de césped, salpicada de parterres de rosales e incluso alguna fuente. Una vez pasada esa parte noble del parque, éste se vuelve más salvaje y el césped y los rosales desaparecen, sustituidos por caminos polvorientos o embarrados, según la época, pinos y broza. Justo por esta zona es por la que estaba corriendo. Debía llegar a la parte más noble del parque, allí es donde habría más concentración de personas. Una voz dentro de él le decía que esprintara, que corriera como alma que lleva el diablo, que no perdiera un segundo, que ese psicópata que le estaba siguiendo también podría haber pensado lo mismo que él y que, de un momento a otro, le iba a dar alcance para neutralizar su estratagema. Acto seguido, la misma voz más calma, le sugería lo contrario: que no actuase como un conejo asustado, que no huyera, que eso solo haría que la caza se hiciera más interesante para el cazador y más agónica para él, la presa. Justo debajo de aquellas dos voces había otra, pero no era exactamente una voz. Era igual que un slogan radiofónico, un mensaje que se repite en un bucle eterno, una idea... algo como un viento constante y en ese viento viajarán solo dos palabras: “¿por qué?” ¿Por qué le seguía a él? ¿Qué había hecho? Era una persona normal, sin enemigos, sin nada que esconder, sin asuntos turbios o ilegales. Esa pregunta había estado en el fondo de su mente desde el mismo instante en que se sintió vigilado, solo que la había silenciado. El instinto de conservación había impuesto el cómo se escapaba de esta situación al porqué de ella. Ahora que se vislumbraba una solución, la pregunta volvía a salir a flote como los restos de un naufragio. En ese mismo instante, el viento mental, la pregunta que viajaba en él, comenzó a girar sobre sí misma en un bucle absurdo al no encontrar una respuesta lógica. No había necesidad de un porqué. Él era una presa elegida al azar o a lo mejor, sí había una razón; un color de pelo determinado, un perfil en el que encajaba... Había visto películas y leído suficientes novelas para saber que muchos asesinos usaban patrones, determinadas características fetiche que hacían que eligieran a una u otra persona como su siguiente víctima. Él, por la razón que fuese, había encajado en la de aquel loco, aquel montón de músculos loco que le perseguía impertérrito. Tenía que alcanzar el césped, era su salvación. Tenía que llegar a él. Era una suerte de náufrago inverso que corría hacia el mar, uno de hierba verde.


2.

Una maldición. Luego un estruendo que se sintió en una vibración del suelo. Un segundo después, un quejido que le hizo detenerse y mirar hacia atrás. Se había caído. Su perseguidor yacía en el suelo, retorciéndose de dolor. Su tobillo derecho estaba girado de una forma antinatural. El destino le había echado una mano y ahora solo tenía que alejarse de allí. Ese psicópata no le iba a poder seguir a ningún sitio. El hombre estaba a unos 30 metros, arrellanado en medio del camino, quejándose y llevándose la mano al tobillo torcido. Sin duda se habría hecho una buena avería, un esguince como poco. Al parecer, el pie se le enganchó en una raíz que sobresalía. Bueno, la vida es así, él no podía hacer nada. Además, le estaba persiguiendo, le estaba acosando, estaba a punto de darle alcance. Quién sabe lo que hubiera pasado si esa raíz no lo hubiera detenido. Ahora ahí, en el suelo y retorciéndose de dolor, no parecía tan grande ni tan amenazador. Ahora solo parecía un hombre normal y corriente que había salido a hacer deporte por el parque. Sí, uno que él no había visto nunca. Uno que le había ido detrás durante un rato. Uno que él iba a abandonar en un parque en el que se hacía de noche y donde nadie podría prestarle ayuda, porque por esa zona ya no quedaba nadie. Bueno, seguro que tiene un teléfono móvil y podrá llamar a urgencias. Todo el mundo lleva un móvil. Él no… bueno, pero él no era todo el mundo. Él lo dejaba en el coche junto con la cartera y las llaves de casa. Solo se llevaba la llave del Megane. Era una tarjeta, apenas si molestaba. Además, luego debería poder abrirlo, pero lo demás era peso innecesario. No necesitaba el teléfono para salir a correr, no necesitaba oír música. Prefería oír el sonido del parque y tampoco necesitaba medir distancias o calorías. Correr era un placer, no una competición tonta y la verdad, tampoco tenía unas marcas como para pavonearse de ellas en las redes sociales. Esos comportamientos eran más propios de adolescentes con un ego desmedido y no propias de un hombre adulto y equilibrado como él. Un hombre que había montado un thriller en unos minutos basándose exclusivamente en unos indicios vagos e imaginativos, que supusieron que aquel hombre del suelo era un psicópata que le seguía con alguna oscura intención. Sí... todo muy adulto y equilibrado.


-Eh amigo, ¿te encuentras bien?- Qué tontería de pregunta” pensó nada más salieron las palabras de su boca, pero era una forma de romper el hielo como otra cualquiera.

El hombre del suelo le miró con una máscara de dolor en la cara y solo acertó a mover la cabeza en signo negativo.

-No tengo teléfono móvil. Si llevas uno, puedo llamar por ti al 061 para que vengan. Cuando el tobillo se enfríe aún será peor, no creo que te puedas mover.-

-Gracias. Sí, será lo mejor.-

Se llevó la mano a la cintura donde llevaba una pequeña riñonera y sacó un Smartphone que le tendió. "El número de desbloqueo es el 8919", le informó con un hilo de voz.

Marcó en número de desbloqueo y seguidamente el de urgencias. Entonces una locución saltó inmediatamente: “En estos momentos las líneas están sobrecargadas, espere unos instantes o vuelva a intentarlo pasados unos minutos”.


-Vaya mala pata... ¡Oh! ¡Lo siento! Quiero decir que las líneas están saturadas, en unos minutos volveremos a intentarlo. ¿De acuerdo?-

-¿Me puedes ayudar a apartarme del camino?, no quiero estar aquí en medio por si pasa alguien y tropieza con nosotros. Esto cada vez está más oscuro.-

-Sí, me parece una buena idea. Lo haremos muy despacio, no quiero hacerte más daño del que ya te has hecho.-

-Creo que lo mejor es que me sujetes por debajo de las axilas y me ayudes a incorporarme, supongo que podré andar a la pata coja. Creo que ahí, más adelante, hay un banco.-


Efectivamente, unos metros más adelante había un banco. Era un banco donde unos golfillos solían sentarse a fumarse sus porros y a beberse unos litros, ya que era uno de los más apartados del parque. Un banco de los que se pusieron en los primeros tiempos y que, por alguna razón, se habían olvidado de las sucesivas renovaciones del mobiliario. Ahora era poco más que unos tablones medio podridos y unos hierros herrumbrosos que quedaban semiocultos por la maleza.

-Vaya, veo que conoces bien este lugar. Es curioso, no te había visto nunca por aquí.- La pregunta salió casi como un vómito reflejo e incontenible. La hizo mientras le pasaba los brazos por debajo de las axilas al corredor desconocido.

-Sí, lo conozco bien. Lo he estudiado muchos días mientras te observaba.-

-¿Cómo dices?-

Entonces notó unos brazos presionando los suyos, como si se tratase de unas pinzas, inmovilizando y luego recibía un tremendo cabezazo en el tabique nasal, que le hacía perder el conocimiento en medio de una sensación húmeda y caliente.


3.

Cuando volvió a abrir los ojos estaba dentro de una ambulancia. Yacía sobre la camilla y el corredor estaba sentado a su lado con una expresión híbrida entre la curiosidad y la diversión. La cabeza le dolía, especialmente la cara, que lo hacía como si le hubieran dejado caer encima una viga de hierro. Notaba la nariz inflamada, rellena con algo que la tenía a punto de reventar. Además sentía la boca pastosa y con regusto a monedas.


-"Bienvenido"- Le saludó.

- "¿Qué me has hecho? ¿Qué quieres de mí? ¿Qué es todo esto?" Le ametralló con una ristra de preguntas mientras forcejeaba para intentar, inútilmente, zafarse de las ataduras que le sujetaban a la camilla.

- "¡Eh! Eso son muchas preguntas. No tengas prisa. Pronto te serán contestadas esas y otras muchas más. Por cierto, no te preocupes por mi tobillo, ya está bastante mejor, gracias." Con un gesto burlón le mostraba una pierna ortopédica de titanio, concretamente una pierna derecha, que aún llevaba la zapatilla de correr puesta.

De forma instintiva miró a las piernas de su acompañante y efectivamente, ahí estaba el muñón. Le faltaba la derecha. Entonces sus miradas se cruzaron y el tullido empezó a reír. Primero sutilmente, pero a los pocos segundos, las risas se transformaron en carcajadas y las lágrimas le corrían por las mejillas.


4.

Estaba oscuro. Aquello era un garaje o alguna clase de trastero. En la penumbra se intuían las siluetas de cajas y cachivaches. En una de las paredes parecía que había una bicicleta de carretera colgada de unos soportes. Estaba tumbado boca arriba sobre una plataforma hecha con un par de borriquetas de hierro y dos tablones de madera, como los que hacía años se usaban para los andamios. Juntos, los dos tablones, no deberían de dar un ancho de más de unos 40 o 50 centímetros, por lo que apenas si podían albergar su espalda. Sentía cómo los bordes se le hincaban en los omóplatos. Tenía las piernas muy juntas, las manos entrelazadas sobre el cuerpo; se las habían atado por las muñecas con unas bridas de plástico, igual que los tobillos. Debía parecer una especie de féretro listo para ser amortajado, pues le habían quitado toda la ropa. La única comodidad de la que disfrutaba era la ausencia de mordaza. Eso era un mensaje, uno que decía: "puedes gritar todo lo que quieras, de nada te va a servir."

No sabía cuánto tiempo llevaba allí. Sospechaba que serían ya algunas horas, no solo por el dolor y el entumecimiento, sino porque la escasa luz que debía de colarse por debajo de alguna puerta. Eso le indicaba que era de día. Así que debía de haber pasado allí toda la noche, sin duda drogado, completamente inmóvil para poder mantener ese precario equilibrio y no haberse caído al suelo desde el improvisado camastro. Tampoco recordaba nada después de aquel tipo agitando la prótesis y riéndose a carcajadas en su cara.

¡Su cara! Se había olvidado de su cara. Entonces, el dolor le echó una mano y le recordó que le debían de haber roto la nariz. Se concentró, sintiendo como el aire pujaba por pasar a través de ella, pero no podía. Tenía las fosas nasales obstruidas por unos tampones llenos de sangre seca y mocos. A medida que las drogas se iban retirando, sus sentidos iban volviendo y la nariz rota solo estaba siendo el primero de muchos puntos de su dolorida anatomía que comenzaban a reclamar su atención.

Como si hubieran recibido la señal de un director de orquesta macabro, las distintas zonas de su cuerpo comenzaron a pulsar las cuerdas de sus nervios para deleitarle con una sinfonía dolorosa, que había comenzado en un pianississimo y que estaba saltando directamente al molto fortíssimo. Aquello le hizo ser plenamente consciente de su situación.

Tenía que escapar. Tenía que hacerlo antes de que el loco de la prótesis regresara con sabe Dios qué intenciones. Mejor no pensar en eso, ese pensamiento no era productivo. Solo le conduciría al pánico, el pánico lo paralizaría y le restaría las pocas opciones que podría tener. ¿Pocas? ¿O más bien ninguna?

Por un momento intentó desinhibirse de todos los dolores que le acuciaban. Se concentró en tensar los abdominales para elevar el tronco, igual que un vampiro que se alzara desde su ataúd. La idea era hacerlo muy despacio, sin perder el equilibrio y quedar sentado sobre los tablones para luego bajar. Fue una buena idea, si no hubiera sido porque, al incorporarse, los tablones se combaron por la nueva redistribución del peso, lo que le hizo caer como un saco. Afortunadamente, sólo estaba a un metro del suelo. Pero desafortunadamente para él, ese movimiento había sido previsto por su captor. En el piso le recibieron decenas de guijarros afilados como cristales, que se le hincaron por todo el cuerpo. Es como si hubiera hecho el salto del tigre sobre la cama de un faquir. Las piedrecitas habían sido esparcidas cuidadosamente, repartidas y fijadas con algún adhesivo por el suelo. Pero suficientemente separadas unas de otras para que todas tuvieran la oportunidad de clavarse en su objetivo, para que sus diferencias de tamaño no fueran un inconveniente y la carne pudiera entrar entre ellos. La alfombra de aristas le recibió con un abrazo feroz que le desgarró la piel en multitud de puntos y lo transformaron en un ecce homo. Cayó boca abajo, por lo que muchas de las puntas de las piedras se le hincaron en la cara. La nariz terminó de explotar en rojo, atravesada por un canto especialmente grande. Tres muy afilados le acertaron en la boca y le desgarraron los labios, dejándoselos como si fueran dos filetes de hígado cortados por un aprendiz de carnicero. Los labios no fueron una barrera capaz de detener aquellos puñales. Después de atravesar los labios, se hincaron en las encías haciéndole saltar un par de dientes. Otro le acertó en el ojo derecho, vaciándolo a través del párpado cerrado. Sintió la calidez del humor vítreo y su sonido al reventar, igual que fuera una hueva de caviar en la boca de un monstruo que se estuviera deleitando con él.

El grito de dolor fue desoído por el mundo, igual que los muchos que siguieron pidiendo socorro. Nadie vino en su ayuda. El poco optimismo que había tenido se derramó junto con sus fluidos por el suelo. Aquello era una pesadilla sin sentido. Después del dolor, llegó la desesperación. Estaba clavado al piso, no podía reptar. Lo intentó en un acto, más reflejo que consciente, de animal atrapado. Pero cada movimiento, por pequeño que fuese, implicaba soportar un dolor más allá de la tolerancia humana. Por último, llegó la resignación. Estaba ensartado como un pez en un aparejo con un centenar de anzuelos de piedra. Y como ese pez, solo podía esperar a que recogieran las redes y todo acabase por fin de una vez.



5.

Llevaba horas en el suelo en medio de su propia sangre. El dolor hizo que se desmayara. Ahora la sed y un ruido lo sacaban de la semiinconsciencia. Un motor, un coche tal vez. Escuchaba el sonido de un vehículo que se acercaba, sí era un coche. Se había detenido. Aguzó el oído intentando sacar alguna información, algo que le informara de lo que estaba llegando, por si podía sacar partido, algo a lo que agarrarse. ¿Miedo? ¡Claro que tenía miedo! Se acababa de orinar, pero esa era su única baza, encontrar algo que le diera una oportunidad de salir de allí, aunque fuera la muerte, una rápida a poder ser.

Una puerta se abrió y la luz entró cegándole el único ojo que aún se podría cegar. Al no poder girar la cabeza no pudo contemplar las dos figuras negras que se silueteaban en el contraluz. Sin embargo, sí sintió el calor de los rayos solares. Al fin una sensación agradable. Estaba aterido de frío y sentir esos dedos cálidos posarse sobre su piel, fue un oasis de paz dentro de aquel infierno. La puerta se cerró y la hoja cercenó los dedos de luz. La estancia volvió a la semioscuridad.


-Vaya, veo que te has caído- dijo una voz de hombre. Era la voz del corredor del parque.

-Por favor, por favor ayuda- suplicó.

-¿Ayuda? ¡Pero si te estamos ayudando! Y lo seguiremos haciendo, no lo dudes.-

-¿Por qué me haces esto? Me dijiste que me dirías por qué- preguntó mientras hacía un esfuerzo titánico para girar la cabeza y así poder mirarlos.

-Es cierto, pero pensaba que después de unas horas empezarías a atar cabos. Sin duda te he sobrestimado. Te daré una pista: 25 de Mayo del 2015.-

-Cariño, tengo hambre. Creo que podíamos comer algo mientras seguimos ayudando a nuestro amigo- comentó la voz de la segunda figura, una mujer.

Era más o menos de su misma edad, unos 40, no muy alta, entrada en carnes y con el pelo teñido color zanahoria, sujeto con una diadema de tela negra.

-Sí mi amor, es una idea genial- contestó el hombre al que le faltaba una pierna.

Acto seguido, él y su acompañante se dirigieron a otra zona fuera de su campo de visión, donde se oyó el sonido de unas llaves abriendo otra puerta.

-¡Agua!- pidió con un hilo de voz.

"¡Claro! Tienes un bidón de plástico unos metros a tu derecha, solo tienes que ir a por él. No queremos que vayas a pensar que somos unos monstruos-" comentó divertida la mujer.

Las últimas palabras quedaron amortiguadas por la puerta que se cerró tras ellos.



6.

"25/05/2015... Veinticinco de Mayo del 2015… ¿Qué pasó ese día? ¿A qué se refería aquel demente?" Estaba bloqueado. Además, ahora había algo más importante que reclamaba su atención: agua.

Había pasado unas tres horas tumbado boca abajo, clavado literalmente en una alfombra de dientes de piedra, semiinconsciente por el dolor y la pérdida de sangre. Ahora su organismo le reclamaba agua y se la pedía de una manera que jamás lo había sentido. Tenía una sed de náufrago, de esa que te obliga a beber tus propios orines. Necesitaba alcanzar el bidón de agua que le había dicho aquella mujer, que tenía unos metros a la derecha y que no podía ver. ¿Y si le estaba mintiendo? No, el bidón de agua debía estar. Querían que sufriera, eso era evidente. Que se deshidratara no parecía parte del programa de aquella obra macabra... no… porque eso no sería divertido. Para dejarlo morir de sed no se habrían molestado tanto. De cualquier forma, no podía permitirse el lujo de seguir elucubrando, malgastando sus escasas energías pensando cosas nada productivas.

La zona que rodeaba las borriquetas estaba llena de puntas de piedra afiladas como cuchillos. Él estaba atado y había caído sobre ellas. Apenas notaba las manos y entre las ligaduras de plástico y el peso de su cuerpo, se habían transformado en dos apéndices prácticamente muertos e insensibles. Al menos pudo protegerse los genitales de las piedras con ellas.

Empezó a moverse. Su culo se contoneaba arriba y abajo, como si estuviera haciéndole el amor a aquel suelo, en una bizarra relación masoquista. Había tenido una idea brillante. Estaba usando el filo de una de las piedras para intentar cortar las bridas de las muñecas. Alzar mínimamente las caderas para permitir el movimiento de vaivén, suponía que tenía que hacer más presión con los hombros y eso, significaba que los guijarros de esas partes se le hincarían más aún. El dolor era terrible pero tenía que liberarse. Una vez lo hiciera, todo sería más fácil. Saldría de esa trampa y se liberaría los pies y una vez suelto, ya bebería y buscaría alguna forma de escapar de allí. Ese lugar parecía estar lleno de cosas que le podrían servir como arma. Aún no estaba todo perdido. Ese era el calmante que su cuerpo y todavía más, su mente, necesitaban para soportar aquello; esperanza.

Cortar tres bridas de plástico con el filo de una piedra y en esa situación, no es ni sencillo ni rápido. Los minutos pasaban como horas y no parecía que avanzara. Cada movimiento de los brazos era correspondido con otro que le desgarraba un poco las heridas de los puntos donde se apoyaba. Mientras trabajaba en su liberación, comenzó a pensar en aquella fecha, en aquel día de hacía cinco años.

Rebuscó en su memoria. Su cumpleaños era el 10 de abril y este año había caído en viernes, por lo tanto en 2015 debió caer también en viernes. A partir de esa fecha, fue sumando semanas para calcular en qué día cayó el 25 de Mayo. Después de unos minutos, concluyó que ese día fue lunes. Lunes... los lunes eran días de trabajo, iba a trabajar a la oficina y luego salía a correr por el parque… a correr por el parque (alejó el pensamiento como si cortara aún más que una de esas piedras). Claro que por aquel entonces, solo estaba coqueteando con la idea de hacerlo. El running se estaba poniendo cada vez más de moda y rara era la persona de su departamento que no hablara de sus bondades, pero eso era otra historia. Entonces el 25 había quedado en que era lunes, pero… ¿Qué pasó ese lunes? ¿Qué lo hacía tan especial? Empezó a relacionar fechas importantes para él alrededor del 25 de Mayo. Su mente le devolvió una fecha cercana: el 18 de Mayo. En esa fecha cumplía años uno de sus mejores amigos, Juan. ¡Ya lo tenía! Ese día no trabajó, se lo tomó libre porque acudió a la fiesta que su amigo había organizado en una casa rural, en la sierra. Pero no pasó nada fuera de lo común. Se bebió y se comió como si sus hígados aún tuvieran 20 años y volvió a ver a Elena, su amor platónico desde tercero de BUP que había terminado con un gilipollas. No, en realidad no era un gilipollas. Era un buen tío, solo que él tuvo la suerte de llevarse a Elena y tú no; “porque tú ni siquiera te atreviste a intentarlo”, apostilló una voz interior que silenció como se silencia a un niño que hace un comentario en el peor de los momentos. El caso es que el lunes a media mañana salió para su casa. Aún le duraba la resaca. Recordaba cómo se volvió a acostar y cómo luego pasó la tarde vagueando, mientras se whatsappeaba con sus amigos, repasando los mejores momentos del fin de semana.

Ese día no pasó nada significativo. ¡Oh dios! debían de haberle confundido con otra persona, aquello debía ser un tremendo error. La primera brida saltó. Su plan de fuga estaba funcionando. A pesar del dolor y de los arañazos que se estaba autoinfligiendo en la muñecas, aumentó la frecuencia del vaivén. Las otras bridas también debían de estar dañadas. Si insistía, en pocos minutos estaría liberado de las ligaduras y una vez se desatara las manos, todo sería mucho más fácil.



7.

Sintió cómo se rompía la última brida de las que le sujetaban las muñecas. De su ojo sano brotó una lágrima de emoción. Movió los brazos con cuidado, los sacaba de debajo de su cuerpo con mucha delicadeza. Cada centímetro que movía el brazo era piel virgen que exponía a las lajas. Mantenía el trasero levantado para facilitar el movimiento y también para mantener sus genitales lo más lejos posible de los filos. Estaba recibiendo un nuevo catálogo de dolores. Así y todo, tanteó el suelo hasta encontrar un sitio donde poder apoyarse y tirar del cuerpo para sacarlo de las piedras. La maniobra duró unos minutos de que se estiraban como si tuvieran 100 segundos, como si fueran unos minutos de los relojes de Dalí. Mientras lo hacía murmuraba una plegaria, un mantra: “Que aquellos locos no volvieran ahora, que no volvieran, por favor, por favor...”

Se arrastró hacia donde efectivamente se hallaba el bidón de agua. Era de plástico blanco, de los que usaban los ciclistas. El plan era desatarse los pies antes de beber, pero la sed fue más fuerte. Bebió con avidez, fue lo más maravilloso que había probado en su vida. No paró hasta acabarlo. Lo siguiente que hizo, fue llevarse las manos a la cara para hacerse una idea del destrozo que las piedras le habían armado en la cara. La zona del ojo estaba pegajosa, gelatinosa. Percibió que aquello no estaba en orden. Sintió pestañas donde no debían estar, como si fuera un puzle de carne en las que las piezas no se hubieran ensamblado correctamente. Apartó los dedos con miedo y asco de sí mismo al tiempo. Lloró, pero no se quedó quieto demasiado tiempo. Tenía que actuar rápido, ya habría tiempo de llorar o lo que fuera que pudiera hacer a partir de ahora. Había pensado en zafarse de las bridas de los pies de la misma manera que lo hizo con las de las manos, pero eso sería muy lento y no sabía cuánto tiempo le quedaba hasta que le descubrieran. Entonces pensó que aquello era un garaje, un almacén. Quizás pudiera encontrar algo, alguna herramienta. Se levantó del suelo para poder estudiar mejor su calabozo. Eso le costó otro tormento, pero aunque pareciera mentira, lo que más le angustió fue la sensación de vértigo y mantener el equilibrio. Se agarró a una estantería metálica para no caerse. La habitación pareció girar, aunque en pocos segundos consiguió estabilizar la imagen.

Cajas encintadas, latas de pintura, un par de llantas de bicicleta, una estantería llena de contenedores de plástico, un banco de trabajo con torno... Aquello era prometedor. Allí debía de haber herramientas, alicates, tenacillas… cualquier cosa serviría. Comenzó a dar saltitos de pingüino, de uno larguirucho y lampiño. Había que acercarse para buscarlos.

Los primeros pasos fueron cortos y prudentes. No quería hacer ningún ruido y mucho menos caerse. Con los brazos desatados era difícil que eso ocurriera, aunque la sensación de mareo persistiera. El banco de trabajo era de metal. Encima de él había un esportón lleno de lascas de piedras, igual que las que habían pegado al suelo. Solo contemplarlas consiguió que se le revolvieran las tripas. También había unos sacos de nailon como los que se usaban para tirar escombros. Habían traído los cantos en esos sacos y luego los habían golpeado para que, al romperse, se formaran las aristas afiladas. Habían tallado las piedras como trogloditas preparándose para la caza. Apartó los sacos y descubrió un panel en la pared donde colgaban todo tipo de herramientas. ¡Estaba salvado! Cogió unas tenazas y se agachó para cortar las bridas de los tobillos. En un instante, los pies quedaron liberados. Luego tomó un destornillador largo y lo sostuvo un instante en la mano valorándolo como arma. No pareció convencerle y lo cambió por un martillo de mecánico, de esos que tiene una punta redondeada y el otro extremo cuadrado. Podría intentar probar a abrir la puerta, pero oyó cómo la cerraban con llave. Sería una pérdida de tiempo. Lo mejor sería esconderse en algún rincón y esperar a que volvieran. Sí, esperar pacientemente como una araña en su cubil a que esos dos bichos se acercaran y entonces, darles su merecido. Ahora le tocaba mover a él.

En un hueco entre una repisa metálica y unas cajas, ahí se colocó agazapado en dirección a la puerta por donde habían desaparecido sus captores. No importa lo que tardaran en volver, los esperaría para machacarlos con el martillo que en encontró colgado en el banco de trabajo. Sentir el peso de la herramienta en las manos le reconfortaba, le aportaba seguridad. Ellos eran dos, pero contaba con el factor sorpresa y la oscuridad a la que estaría más hecho en esos primeros instantes, nada más entrara, serían más vulnerables. Primero iría a por él. Un único golpe en la cabeza sería suficiente para sacarlo del juego. Luego la mujer, aquella gorda con el pelo pintado de naranja no debería de ser rival. El martillo le daba poder y por un momento hasta se sonrió. Aquello era como una versión de bajo presupuesto de Thor escapando del mundo helado de Jotunheim.

La sensación de mareo no terminaba de desaparecer. También sentía náuseas e incluso tuvo que reprimir un par de arcadas. Estaba más débil de lo que se atrevía a reconocer, no debía relajarse. Mientras esperaba, siguió observando. La estantería junto a la que se había escondido estaba cargada con garrafas de lejía y de sacos de sosa cáustica. También había unas bobinas de plástico, de ese que se usa para proteger los enseres mientras se pintan las paredes y los techos. Tenían sosa y lejía como para poner una droguería. Entonces una idea negra como el ala de un cuervo le cruzó la mente de sien a sien. Sosa cáustica como para disolver un cadáver... ¡el suyo! La realidad le golpeó inmisericorde en centro de su cara, ya de por sí desbaratada. Claro, ¿por qué si no lo tenían ahí? Sino para torturarlo y una vez se cansaran, hacerlo desaparecer. El aire se espesó de repente, casi no le llegaba a los pulmones. La habitación comenzó a girar otra vez, poco a poco, igual que un tiovivo que toma velocidad, un tiovivo sin música, solo amenizado por palabras, voces y risas que sonaban a un volumen exagerado dentro de su cabeza. Le dejaban en un garaje lleno de armas potenciales y herramientas con las que cualquiera podría escapar o defenderse con suma facilidad... Pero ¡qué tonto había sido! Había caído de nuevo en una trampa, era el cazador cazado. Entonces una imagen nítida del bidón de agua se proyectó y la pudo ver sin necesidad de ojos, de ese inocente bidón de “solo agua”. Cayó al suelo desvaneciéndose con el eco del sonido de unas llaves abriendo la puerta que estaba vigilando.


8.

-¡Hola!-

La voz le llegó lejana, como si el hablante estuviera detrás de una cortina gruesa. El tono fue jovial, pero con un matiz de soberbia que también decía, estábamos impacientes. ¿De quién era? ¿Dónde estaba?

-Tranquilo, es normal que estés desorientado, en unos momentos estarás mejor. Tienes que estar en plenas facultades para lo que te tenemos reservado.-

Abrió el ojo que le quedaba sano poco a poco. La luz dolía como si le hubieran echado un puñado de arena. Instintivamente intentó protegerse con las manos, pero no pudo. En ese instante todo comenzó a cuadrar, a tomar sentido y ya no le importó el dolor que la claridad le hacía. Abrió el ojo desmesuradamente, como para confirmar que sus sospechas eran ciertas. Y sí, allí de pie ante él había dos figuras: una era la del corredor y la otra la de la mujer con el pelo de color naranja. El grito de terror nació en lo más profundo de su alma y salió por su boca, que se había transformado en una especie de trompa que anunciaba el apocalipsis, el suyo en particular.

La figura del hombre se inclinó sobre él, en la cara tenía una expresión divertida a la vez que sorprendida por el grito. Usó unas tiras de cinta americana para silenciarlo.

-No es que no queramos que grites, solo es que no puedo concentrarme. Supongo que lo entenderás.-

Diciendo esto, se colocó la capucha del mono de plástico que llevaba puesto. La mujer hizo lo mismo además de bajar una pantalla transparente para protegerse la cara a modo de yelmo medieval. Su mirada estaba fija y le sonreía con el aplomo de una persona que hace lo que debe hacer. El corredor se disponía a bajar la pantalla cuando, por un instante, pareció pensárselo mejor.

-Querida- comenzó girándose hacia su compañera - no estamos siendo justos con nuestro invitado. Está impaciente por saber y prometimos contarle-.

-Tienes razón. Es un buen momento para que conozca la razón de porqué tenemos tanto interés en agasajarle con nuestros cuidados. Ahora está en mejores condiciones para entenderlos de lo que lo estará en un rato.-


Sujeto a la mesa, a la que esta vez le había añadido otra borriqueta central y un par de nuevos tablones para hacerla mucho más amplia y estable, el cautivo de debatía como un poseso luchando por liberarse, cosa que era una quimera. Lo habían atado con cuerdas de escalada, esas cuerdas que eran más fuertes que algunas cadenas. Esta vez lo habían hecho de forma distinta a la primera. No tenía los brazos sobre el cuerpo, sino a los lados y con las piernas pasaba lo mismo, estaban separadas y atadas de forma individual. El garaje también había cambiado, ahora lucía distinto, completamente cubierto con lienzos de plástico del que recordaba haber visto en la estantería. Se oía un murmullo de un ventilador, como el que hacían los extractores de los cuartos de baño de algunos bares. Fuera de su campo visual, había un gran barreño de plástico azul y junto a él, un saco de sosa y una garrafa de 20 litros de agua. Colgando del cuello de la garrafa había dos mascarillas, de las que usan los pintores. Luego, más allá en el banco de trabajo, también forrado con plástico, había desplegado una suerte de botiquín: mucho algodón, gasas, vendas, tijeras, hilo de suturar… y a un metro, en el suelo, una pieza que desentonaba a primera vista pero que en realidad era la estrella de aquel despliegue, una motosierra de cadena eléctrica, nuevecita, brillante, de color rojo y negra, con el cable aún enrollado tal y como venía de fábrica, lista para estrenarse.



Bien, pues no hagamos esperar más a nuestro anfitrión y diciendo esto suspiró. Comenzó a hablar, a contar su historia mirando a un punto lejano, mucho más allá de las paredes del garaje. Su rostro envejeció de súbito y por un momento, se transformó en un anciano que contara sus vivencias de juventud. Una juventud de guerra y hambre, de cosas que no merecen la pena ser recordadas, pero que se ve obligado a rememorar. La mujer se le acercó y le tomó de un brazo en un gesto de cariño, de apoyo, sabedora del esfuerzo que le iba a suponer contar aquello y como si con ese gesto de amor, quisiera darle fuerzas para hacerlo.


Todo comenzó una mañana de primavera, concretamente la mañana del 25 de Mayo del 2015. Yo tenía 30 años. Acababa de volver, después de haber estado destinado años en el norte, lejos de todo lo mío. Sí, era policía. La vida me sonreía, era feliz. Conseguir ese destino no fue fácil, pero después de prepararme a conciencia unas pruebas de ascenso, lo conseguí. Esa mañana no tenía que trabajar y como otras muchas, decidí salir a montar en bici. Me gustaba montar en bici, me ayudaba a evadirme, a pensar. Aquella mañana era perfecta. El sol brillaba en un cielo azul, sin nubes, en unos colores tan luminosos que casi parecían irreales, como sacados de un dibujo animado. Tomé mi bicicleta y me encaminé a la sierra. Subir al puerto y luego bajar de nuevo a la ciudad era unos 85 kilómetros en total, esa era la ruta que tenía prevista. Y hubiera sido una maravillosa mañana de lunes si no hubiese sido por ti." Entonces la mirada de aquel hombre se volvió a enfocar y miró a su presa que seguía con el ojo abierto y a punto de salirse de su órbita, como si fuera un huevo duro. Fue una mirada fría, la misma con la que mira la mismísima Muerte antes de dar el beso que se lleva la vida.

¡Tú! Tú pasaste con tu coche. Un Renault megane blanco. Ibas rápido, demasiado rápido para una carretera de sierra. Pasaste muy cerca de mí, a menos de un metro tal vez. El susto y el rebufo me hicieron perder el equilibrio. Ni siquiera miraste por el retrovisor. No era nada, solo un estúpido ciclista que se esforzaba absurdamente en una carretera comarcal de montaña. No viste que por culpa de tu imprudencia me despeñaba por un barranco. La mala fortuna quiso que en ese tramo no hubiese guardarrail, ya que por lo que supe más tarde, un camión lo destrozó hacía unos días. A él le salvó de la caída.

Fueron diez metros de caída libre para terminar en el interior de una cárcava. Eso fue como caer en una boca llena de dientes de piedra. ¿Te suena?" Le dijo mirándolo. "No, no te suena. Tú has caído de poco más de un metro y sin ninguna aceleración aparte que la de la propia gravedad. Así que no, solo te puedes hacer una pequeña idea de mi sufrimiento. Una laja de granito se me clavó en la pantorrilla y me destrozó la tibia y el peroné de la pierna derecha y por supuesto, también me partí la clavícula, el hombro y el húmero de ese lado del cuerpo, además de algunas costillas. Estuve allí tirado y malherido durante más de dos días. Vivía solo y no fue hasta que me echaron en falta en el trabajo, cuando se dio la voz de alarma. Cuando me encontraron estaba deshidratado, casi muerto. Así que sí, supongo que te estás haciendo una idea bastante clara de por qué llevo una pierna ortopédica. Estoy seguro de que no has visto a muchos policías cojos, ¿verdad? Efectivamente, después de la amputación perdí mi empleo. Recibí una pensión por minusvalía, pero al no haberse producido durante un acto de servicio, la prestación fue ridícula. Por aquella época salía con una chica, una compañera del cuerpo que me dejó porque no quería cargar con un tullido inútil. Toda mi vida se fue al traste, toda, por tu maldita imprudencia que ni siquiera recuerdas. ¿Qué cómo lo sé? Tu cara te delata.

Afortunadamente el destino puso en mi camino este ángel" dijo echando el brazo por encima del hombro a la mujer, que se giró alzando la cabeza para que él la pudiera besar en los labios con delicada dulzura.

Ella era la que conducía la ambulancia que me recogió. Luego siguió interesándose por mí. No se separó de los pies de mi cama y me acompañó durante toda la recuperación. Gracias a ella recuperé las ganas de vivir y gracias a ella pude recordar la matrícula de tu coche.

Ya en el hospital tuve apoyo sicológico, pero no fue hasta que recibí el alta cuando ella me llevó a ver a un conocido suyo sensitivo. Mediante técnicas de relajación, meditación e hipnosis pudo de nuevo poner mi mente en orden. Gracias a los cuidados que allí me dispensaron y a su amor, pude volver a sonreír. Y tú eres la última fase para mi completa recuperación. Tú eres el único culpable de todas mis desgracias y en justicia, debes pagar, debes resarcirme.

Hemos preparado esto durante mucho tiempo y por eso estamos tan felices de que por fin estés aquí. De alguna forma tú harás que vuelva a resurgir. A veces hay que arrasar todo para volver a empezar. Y ese accidente fue un mensaje. Sin él no nos hubiéramos conocido y debí perder una pierna y otras muchas cosas inútiles de mi vida anterior, para poder encontrar algo mucho más importante. Ahora lo sé."

Volvieron a besarse. Los ojos le brillaban de lágrimas a punto de saltar por la emoción que solo puede alcanzar una mente trastornada que la locura ha iluminado.


El hombre de la mesa comenzó a agitarse aún más. Gritaba debajo de la cinta americana, pero apenas si se oía un pequeño bufido. Su ojo saltaba de un captor a otro como intentando encontrar un resquicio de piedad, de ayuda, pero fue inútil. Aquellas personas no iban a atender sus súplicas.





9.

Lo de después fue un tour de lujo por las mazmorras más oscuras del infierno. El hombre era como un mago del dolor que solicitaba a su ayudante las herramientas necesarias para realizar sus trucos. La primera que le tendió fue un martillo, el mismo que su invitado había elegido como arma hacía unas horas. Partir una clavícula de un martillazo no es difícil, lo difícil es dar con la fuerza necesaria y en el lugar exacto a la primera, pero una vez pillado el tranquillo, los demás golpes fueron más orientados y no tuvo que insistir para destrozarle un hombro y algunas costillas.

Golpear un cuerpo vivo es un arte, porque no quieres matarlo, no quieres perforar un pulmón o algo así. Además, podría desmayarse, perderse la diversión y eso haría que aquello perdiera gran parte de su esencia. Por eso su compañera tenía preparadas unas inyecciones de adrenalina que ayudarían a que eso no pasara. Para los dedos de las manos tenía una herramienta mucho más específica y sutil que el martillo. El martillo era efectivo pero algo rudo y no muy elegante. Las tenazas arrancaban falanges con más elegancia y con suma facilidad, la misma con la que un jardinero corta esquejes de un rosal de rosas rojas, como la sangre que manaba de ellas. Cuando pasó de una mano a otra, rápidamente le suturaron las heridas. Había que minimizar la pérdida de sangre. Él no tuvo esa suerte, sus heridas quedaron abiertas al sol, al polvo y a los insectos durante horas, hasta que la infección medró en ellas.

Las partes seccionadas se depositaban en el barreño donde se había preparado una solución de sosa cáustica. Allí se terminarían disolviendo. Sí, los huesos serían los que tardarían más, pero las falanges son huesos pequeños. Los que más costarían disolver serían los de la pierna, concretamente la tibia, el peroné y todos los del pie de la pierna derecha. No había prisa. Por cierto, para ella tenían reservado el juguete nuevo, la motosierra eléctrica. El zumbido de la hoja mordiendo la carne, poco se distinguió del que haría al cortar una rama de un árbol. Eso sí, un árbol con mucha savia roja que salpicó en todas direcciones.

Había terminado su obra y se retiró para contemplarla. "¡Magnífico!", por un instante sintió cómo su dolor, cómo toda su rabia almacenada durante años, por fin salía de una forma parecida a como había salido la sangre, como si su alma la hubiera estado aguantando dentro y ahora lo expulsara igual que una ballena expulsa el aire viciado de sus pulmones después de minutos y minutos en las profundidades abisales del océano. El dolor y la lluvia roja le habían purificado, lo había curado. Su compañera fue hacia él y se fundieron en un abrazo. Comenzaron a arrancarse los monos, las gafas, las mascarillas... Se besaban con furia, con una pasión animal que rayaba en la locura más enfermiza. Acabaron arrellanándose en el suelo forrado de plástico y manchado de sangre. Copularon como bestias salvajes en medio de una orgía demoníaca.



10.

La muerte le llegó momentos después de que la sierra mecánica comenzara a picar la carne y a hacer trizas el hueso de su pierna. El plan no era ese exactamente. No, no pretendían matarle o no al menos tan rápido, pero el frenesí en el que cayeron, hizo que la hemorragia de la pierna no fuera contenida convenientemente y el shock hipovolémico fue inevitable. Hasta se sintió afortunado de que la muerte le llegase así de esa forma imprevista, pues quién sabe el dolor que le pudo ahorrar.

Con el primer martillazo, el que le fisuró la clavícula, sus esperanzas de salir de allí se evaporaron completamente, igual que un salivazo sobre una plancha a 200º. Iba a ser torturado por algo que no había hecho. Todo aquello era un tremendo error. Él no conducía. Sí, era su coche el que hizo que ese ciclista se despeñase por el barranco, pero no era él el que conducía esa mañana del lunes 25 de Mayo del 2015. Juntó todas las piezas, lo recordó justo cuando su verdugo terminó el sermón en el que justificaba sus acciones. Intentó por todos los medios hacerse entender, que le escucharan, pero fue imposible, completamente imposible. Su suerte estaba echada.

Esa mañana Juan, su amigo de la infancia, se levantó antes que nadie y le pidió las llaves del coche. El suyo estaba bloqueado por el de los demás invitados, que aún andaban holgazaneando en la cama. “Déjame las llaves del coche. Voy a comprar churros al pueblo, no os voy a dejar que os vayáis sin desayunar como es debido” dijo jovial. Y se las dejó, porque a él aún le daba vueltas la cabeza por los excesos de la noche pasada. Juan en cambio, siempre había tenido una naturaleza privilegiada para tolerar el alcohol, el tabaco y todo lo que estuviese relacionado con la fiesta. Marchó en su coche y volvió al cabo de 40 minutos con dos papelones de churros y una sentencia de muerte, la suya.



Fin

miércoles, 17 de junio de 2020

La Escalera




No sé cuánto tiempo llevo bajando esta escalera, solo sé que cada vez los peldaños son más estrechos, más ruinosos. La piedra blanca se ha ido tornando oscura según descendía y ahora es negra y frágil como el carbón. Los escalones casi se desmenuzan al pisarlos,

Tengo miedo de resbalar, de caer rodando. De caer y seguir cayendo, rodando infinitamente hasta que mi cuerpo quede como un saco de relleno de pulpa roja y huesos rotos.

No hay pasamanos, ya no, desapareció hace muchos escalones. También fue cambiando, deteriorándose. Primero había una barandilla de hierro y pasamanos de madera, luego poco a poco fue perdiendo lustre; la madera se desintegró por la carcoma y el hierro fue ennegreciéndose hasta que la herrumbre lo desmenuzó. La barandilla fue sustituida por otra de madera que también fue ajándose conforme seguía descendiendo, hasta quedarse endeble y mohosa, que fue desapareciendo, para que ahora ya no quede nada.

Me pego a la pared y sigo bajando, mientras la escalera sigue retorciéndose, girando, igual que si bajase por las escamas de una serpiente que se va enrollando sobre sí misma, atrayendo a su presa; siempre en el sentido de las agujas del reloj, siempre torciendo en lo que parece un tirabuzón de la Medusa.

Abajo está oscuro, casi no puedo de ver dos escalones más abajo y los comienzo a notar húmedos, como si el carbón del que parecen estar hechos se estuviera licuando en una brea pegajosa. La escalera parece sumergirse en una poza negra de alquitrán. Debería de no seguir bajando, pero no puedo evitar hacerlo. El lodo negro me cubre hasta los tobillos. Cada nuevo escalón es un acto de fe, tanteo con el pie esperando encontrarlo a la misma distancia a la que regularmente he hallado el resto. Tengo miedo, pero también tengo la certeza de que debo seguir bajando, hasta desaparecer en ese fango oscuro, hasta desaparecer.

El lodo está frío, helado, y es negro como una noche sin luna ni estrellas. Es espeso, viscoso, una papilla fétida hecha con innumerables cadáveres de cosas que bajaron hasta aquí antes que yo. Me llega hasta la cintura, comienzo a notar como su densidad me sustenta, invitandome a que me deje caer como si fuera un bañista que baja por la escalera del muelle al mar. Es una sugerencia tentadora, flotar, sentir la sensación ingravidez sumergido en aquella pintura negra, dejarse llevar, rendirse.

He perdido pie. El último escalón que pisé no pudo soportar mi peso, y el pie se hundió como si hubiera pisado una fruta podrida; entonces caí de bruces en el lodo, me sumergí en él y por un momento pensé que me quedaría atrapado, como una mosca en una gota de resina para siempre. Por fortuna, pude sacar la cabeza manoteando igual que una suerte de foca. Aquí sigo luchando por mantenerme a flote. No sé el tiempo que podré aguantar, siento la succión, siento como esta masa oscura quiere tragarme. Es una lucha inútil. He bajado hasta aquí, sabía que nada bueno podía haber aquí abajo, pero aún así he seguido bajando, sumiso como un cordero que va al matadero, solo que un cordero no sabe a dónde lo conducen y yo he venido aquí por mi propio pie. Tomo una última bocanada de aire y me rindo, dejo que me engulla.

Negro, frío, nada.

El corazón bombea más rápido en un vano intento de enviar a más oxígeno, oxígeno que no puede llegar de unos pulmones donde el último aire viciado quema. Abro los ojos y la boca en un acto reflejo e involuntario de supervivencia. La sustancia negra penetra dentro de mí, me ciega y me ahoga doblemente.

Blanco, calor, nada.

Estoy muerto, supongo. No sé si tengo los ojos abiertos o cerrados, porque no sé si siquiera si sigo teniendo ojos. Aun así los abro. La luz quema, necesito un tiempo para poder habituarme a ella. Estoy en el suelo. El suelo es blanco, de mármol blanco con aguas sutiles y grises. Unos metros más adelante hay una escalera hecha de la misma piedra blanca, tiene una barandilla con barrotes de hierro y pasamanos de madera barnizada. La escalera sube torciendo hacia la izquierda, sube y sube, más allá de donde me alcanza la vista. No sé el porqué pero sé que debo subirla.

Fin

sábado, 11 de abril de 2020

Kashmir


Me sudan las manos, no sé qué hacer con ellas. Llevo tres dias sin poder dormir, me meto en la cama pero no dejo de dar vueltas, como si las sábanas me envolvieran en una mortaja prematura. Tu recuerdo es demasiado vivido, demasiado real. La mente me tortura con él. Percibo tu olor, en las sombras del dormitorio tu silueta me observa desde el otro lado de la cama, quiero tocarte pero solo son fantasías, delirios. Los recuerdos se agitan, se revuelven, se retuercen igual que en una mala digestión, como en un cólico biliar. De alguna forma mi mente no quiere procesarlos, no quiere olvidarte. No, eres un hueso de melocotón que no quiere expulsar, lo tragué por accidente, porque te recuerda el maravilloso sabor de la pulpa, el dulzor de su carne anaranjada, mis las tripas se aferran a él con desespero aún a sabiendas del daño que causa.

Salto de la cama, tengo que vomitar, tengo que expulsarlo, regurgitarlo, sacarlo de mi organismo o me matará. Tengo que echarlo, pero tengo miedo a que una vez fuera de mí se pierda, entre la neblinosa noche de los sueños, de la imaginación y con el tiempo no sepa recordar, no sepa distinguir realidad de fantasía y ya no pueda recordarte, solo imaginarte.

Tengo que dejarlo fuera pero guardado en algún lugar seguro, protegido como una joya; como una joya antigua, como la corona de una reina que un día gobernó el mundo. Una de belleza inenarrable, de largos cabellos negros, de piel de nácar, de ojos esmeralda. Levantar un museo donde se pueda dar fe de que exististes, de que no fue una fantasía, que no fuistes ningún delirio de viejo loco, de que nos amamos y que un día te tuve, de que te perdí...

Escribir, escribir… vomitar sobre una hoja de papel los recuerdos hechos tinta, palabras que me permitan alejarlos de mi mente pero conservarlos al mismo tiempo, para poder volver una y otra vez como un asesino a la escena del crimen. Sí porque el dolor de hoy será la felicidad de mañana cuando mi cuerpo una vez purgado pueda volver a recorrer su cuerpo, sin sentir el desgarro de tu ausencia. Sin miedo. ¿Será posible? ¿no me estaré engañando?

no lo sé pero tampoco tengo otra alternativa. ¡Me duele tanto no poder tenerte!, ¡me duele tanto saber que jamás volveré a probar tus labios!... No sé qué más puedo hacer.

No importa el cómo, ni el cuándo, ni siquiera importa el porqué llegamos hasta esa habitación de hotel. Era un torre de esas que arañan el cielo de la ciudad, en un día donde la luz del sol daba una pátina de brillo irreal a todas las cosas, los colores eran más brillantes y todo parecía de juguete, pues ¿no era aquello un juego?.

Estaba allí mirándome con esas rocas ígneas que tiene por ojos. Ardían en verde, con el verde místico de los fuegos de las minas de Morgul. Estaba hipnotizado por ellos, los tenía fijos en mí, me estudiaban. A esa mirada no se le podía ocultar nada, esos ojos te veían el alma,y al mismo tiempo que te escrutaban, te llamaban, te deseaban, te invitaban a que te acercaras. Yo era como un mosquito y ella era la luz a la que necesitaba imperiosamente acercarme, aunque algo dentro me mí me advirtiera de que no debía, de que podría ser peligroso. Pero cómo resistirme. No, no quería hacerlo ¡Dios! hubiera firmado el contrato de venta de mi alma ante el mismísimo Lucifer si hubiera sido necesario para poder tocarla.


La habitación estaba en penumbra, los cristales ahumados de la ventana actuaban como un portero búlgaro de 2 metros de envergadura y bíceps del tamaño de sandías, ni siquiera el sol entrada libre. Aquello era privado, exclusivo. El vestido negro cayó al suelo como en un espectáculo inverso que comenzara cuando se baja el telón.Y bajo él no había nada más que no fuera ella. Entonces el cuerpo de una diosa griega fue revelado. La blancura y la perfección de la Venus de Milo se deshacían igual que un molde vaciado en yeso ante aquella mujer, ante aquella obra de arte, ante aquel pensamiento de Dios, pues de ninguna carne mortal podría porvenir.

Me sentí mareado no podía atender a tanta belleza, mi sentidos se veían desbordados, no podía contemplar la redondez de sus caderas o la curva que le torneaba los senos en el pecho al mismo tiempo. Necesitaría un millón de ojos para poder contemplarla en su conjunto. La sangre se paró en mi cuerpo por un instante, para luego redistribuirse de forma salvaje hacia las partes que querían asirla, los dedos, los labios, la lengua, la entrepierna, comenzaron a la latir encharcados de la savia roja.

Ella lo supo, sabía, lo percibía de alguna forma, podía oler como había comenzado a transpirar, como el corazón había pasado a bombear a más de 100 latidos por minuto, como las pupilas se habían dilatado en el vano esfuerzo de abarcarla.

Lenta y majestuosamente se tumbó en la cama ancha y larga, donde su pelo negro hizo más blancas a las sábanas de algodón egipcio y el blanco de su piel las hizo pardear. Juguetona como un felino sonrió abrazándose a sí misma, en sus pechos las areolas florecieron como rosas. La primavera había vuelto a esa habitación a pesar que fuera el verano ya se hubiera hecho fuerte.

Torpemente empecé a desvestirme, no, a intentar arrancarme la ropa. Aquella camisa pesaba como la coraza de una armadura y yo era un caballero novato sin escudero. Ella me observaba divertida, traviesa, disfrutaba con mi torpeza. Una vez me desembaracé de la ropa salté sobre ella ansioso, como una animal famélico. Estaba hambriento, con esa hambre que te hace suplicar por un mendrugo de pan, y ahora tenía un festín. Aquella mujer convertía el maná y la ambrosía en mera basura.

Sí antes no sabía que mirar ahora no sabía que tocar, que besar. Nuestros cuerpos se funden en uno solo, donde los miembros, las bocas, los ojos compiten por devorarse. Nos habíamos combinado, transformándonos en unos siameses fratricidas. Sus uñas se deslizaron por mi espalda, mis dedos se adhirieron a su piel como los de un gecko que no quiere caer de sus carnes de pulido mármol blanco.

El placer llega de inmediato, son vagonetas cargadas de dinamita, corren locas sobre raíles, explotan haciendo que en la presa del éxtasis manen vías de fluidos, que vacían nuestros cuerpos. Nos empapamos, ella de mí y yo de ella.

Me mira avara y sé que no me va a permitir que me retire, tampoco lo pretendo, sería inútil en cualquier caso. Es una araña que quiere licuarme, beber de mí hasta la última gota. Mi cuerpo reacciona a sus demandas. Sus dedos son ágiles expertos, intrépidos, saben dónde pulsar, dónde tocar; su lengua suave, cálida, sus labios turgentes, dulces, chupan, succionan, con la destreza necesaria, conocen con qué precísa intensidad deben hacerlo para que la música siga sonando. Pierdo la noción del tiempo y del espacio. Ya no estoy en una habitación de un hotel, estoy en el paraíso de los mártires, sus caricias me han convertido en Pan, quiero más de esa droga que me inocula con cada mordisco. Ahora soy yo el que se abalanza otra vez sobre ella, aunque curiosamente no me haya separado ni unos centímetros desde que salté sobre ella. Mi cuerpo tiene nuevos bríos, esa fuerza que siento en cada célula de mi ser es desconocida para mí, gratificante y placentera.

Las arremetidas son premiadas, con orgasmos sonoros, húmedos, que le arquean el cuerpo de una forma deliciosa que invitan a seguir entrando dentro de ella desde cualquier ángulo, desde cualquier y hacia cualquier lugar de su anatomía. Cada gemido es un triunfo que me motiva a continuar, cada éxtasis una victoria en esta guerra de placer, que con toda certeza será vengada con más devoción que la anterior.

Estamos sudorosos, jadeamos de placer y cansancio, aun así en nuestras miradas no se atisba la redención, no, no va haber ningún armisticio, ninguna tregua, es un duelo a muerte.

La horas pasan, el sol comienza a retirarse. La penumbra de la habitación poco a poco va tornando en oscuridad. Los últimos rayos hacen brillar nuestros cuerpos viscosos de sudor y fluidos; es un campo de batalla, donde los dos contendientes yacen abatidos, abrazados y sonrientes.

Sus ojos siguen fijos en mí y yo no puedo ni quiero apartar los míos de ella. En el bolso abandonado en una butaca junto a la ventana surge una melodía, un móvil comienza a sonar. Fueron como las campanadas en el cuento de Cenicienta. El hechizo se rompió, dos lágrimas que parecieran de licor verde destilado de aquellos ojos brotaron. Yo No lloré, no pude, como no puedo hacerlo ahora, mientras escribo estas líneas. El dolor me vuelve a ganar, el dolor me vuelve a colapsar. No puedo hacer nada más que volver a sentir como se para el corazón, como la carne se me separa de los huesos y se me abre la piel para dejarlo salir en un gemido agonizante, en una expiración, en un estertor de moribundo. Soy el muerto que no se muere, el vivo que no vive, soy lo que nunca volverá a ser desde aquel día en que me diste la vida, la de verdad, y sí, soy ése, que en ese mismo día dejó de tenerte y dejó de estar vivo, vivo de verdad…



Fin