miércoles, 29 de enero de 2020

El Globo


El globo salió por la ventanilla del coche. El cristal primero se combó cuarteándose en un millón de pedazos; el segundo golpe de la maza abrió un agujero por el que el globo azul salió como si hubieran golpeado una piñata. El llanto desesperado del niño también salió ahora con más claridad, una claridad que taladraba tímpanos y encogía corazones. Estaba atrapado en su silla, en esa misma silla que le había salvado la vida. Los bomberos luchaban desesperadamente por rescatarlo del amasijo de hierros y plástico en que se había convertido el automóvil; antes de que fuera demasiado tarde. No sabían si estaba herido y trabajaban a contrarreloj. Un bombero intentaba introducirse por la ventanilla rota para asirlo, mientras le hablaba para intentar tranquilizarlo, pero no podía alcanzarlo, eran solo unos pocos centímetros, pero hubiera dado igual que hubieran sido kilómetros, era físicamente imposible.

La criatura gritaba y gritaba, mientras seguía en su prisión, contemplando la sangre, el pelo y los pedazos de carne sin sentido en que se habían convertido los cuerpos de sus padres; que parecían muñecos rotos, pero como si esos muñecos rotos también hubieran explotado, igual que cuando él alguna vez había pisoteado las bolsitas de ketchup del burguer, hasta hacerlas reventar.

La chapa escupió una salva de chispas cuando sintió la dentellada del disco de la amoladora. Había que acceder al habitáculo de cualquier forma, tenían que sacar al niño de allí.

Era una dotación de bomberos experimentada, buenos hombres, buenos profesionales pero aquel día la fortuna, el destino o quizás algún dios decidió que ese niño nunca saldría de ese automóvil.

Siempre existen riesgos, pero antes de decidir utilizar la radial, se comprobó que no hubiera ninguna fuga de combustible. Sin embargo, en algún momento, en el conducto que comunicaba el depósito de gasolina con el motor se produjo una fisura. Una minúsculo pelo por donde comenzó a manar el hidrocarburo. No fue necesario que el líquido fuera alcanzado por una chispa. El vapor que desprendía la gasolina se inflamó con pasto seco, pero como un pasto seco explosivo.

El coche estalló en un hongo de fuego viscoso. La onda expansiva mató al bombero que manejaba la radial e hirió gravemente a dos más; del niño y sus padres apenas si quedaron algunos pedacitos chamuscados que harían trabajar muy duro a los forenses.

La perturbación de la explosión viajó en todas direcciones como las ondas provocadas por una piedra que se arroja a un estanque. El globo que había salido del coche y flotaba a merced de las corrientes de aire también la sintió; de repente se vio empujado con violencia, alejado del lugar del accidente, hasta que por efecto del rozamiento, fue perdiendo velocidad y quedó atrapado en otra corriente de aire que lo transportó fuera de la carretera, hacía unos bloques de apartamentos. Una nueva racha le hizo virar hacia la terraza de un piso donde un abuelo tomaba el sol sentado en una hamaca plegable de playa. La mano del anciano agarró el globo por el cordel que pedía de él.

-Mira Teo, mira lo que he pescado, Dijo triunfante el anciano entrando en el apartamento, mientras le ofrecía el globo a su nieto. Un globo, un globo azul. Llegó volando hasta aquí ¡Qué suerte!

El niño estaba arrellanado en el suelo del salón, jugaba con unos coches en miniatura, haciendo carreras. En ese momento el coche rojo, el que dirigía con su mano derecha, comenzó a dar vueltas de campana, porque el coche azul, el que controlaba con su manita izquierda lo había echado de una carretera imaginaria. Cuando vio a su abuelo soltó los cochecitos.
  
-¡Dámelo!¡dámelo abuelo! Reclamó el niño.
Miraba el globo embelesado. Aquel globo azul que había llegado como por arte de magia se le antojó la cosa más maravillosa del mundo, mucho más interesante que sus coches de juguete.

El látex turgente del globo reflejaba los rayos del sol haciendo que su azul brillara de forma hipnótica. Teo estaba encantado con él, ya era un niño de casi diez años, mayor para que un globo le pareciera algo tan interesante y atrayente, pero el caso es que ese globo no era un globo normal, de esos que se puede comprar en una feria, ese globo había llegado a él de una forma mágica y eso lo hacía especial. Lo guardó en su habitación cuidándose de que las ventanas estuvieran bien cerradas, no fuera a escaparse. El globo se quedó allí suspendido en el aire, pero sin llegar a pegarse al techo, porque debía de haber perdido algo de gas y su flotabilidad ya no era la misma que cuando recién lo inflaron. Eso preocupaba al niño, tenía la suficiente experiencia, para saber que tarde o temprano todos los globos de deshinchaban y quedaban reducidos a unas especies de vejigas arrugadas. No obstante algo le decía que a su globo no le iba a pasar eso, tenía la certeza de que su globo era especial.

Pasó el tiempo y Teo se olvidó el globo, sí seguía flotando a media altura en su cuarto pero ya no le prestaba atención, al fin y al cabo solo era eso, un globo. Un día, al volver del colegio el globo estaba en medio de la habitación, estaba enfadado, mamá le había regañado y entró en la habitación y de un manotazo lo apartó mandándolo a un rincón entre la cama y el armario. Allí se quedó el globo, suspendido en el aire, como esperando. Esa noche fue la primera que se atrevió a hablar.

Teo, se metió en la cama como cualquier otro día, estaba cansado pero aún disponía de 20 minutos antes de que el programa de control parental le apagase la tablet. Odiaba profundamente aquel dichoso programa, pero sobretodo odiaba la expresión de satisfacción con que su madre le miraba cuando le chantajeaba con bloquearle alguna aplicación, o con reducirle el tiempo asignado si no hacía lo que le mandaba, sabedora de que tenía la carta ganadora. La pantalla de la tablet iluminaba con su luz la cara del niño, era la única luz de la habitación, pues tanto la de la mesilla, como la del techo permanecían apagadas. Los veinte minutos volaron y la tablet se apagó ante el desespero de Teo. Por qué siempre tenía que apagarse en el mejor momento, estaba viendo el video de un streaming de Fortnite donde Ninja había killeado a Marshmellow y estaba looteándolo. La habitación quedó completamente a oscuras. Teo se resignó y se arrebujó en el edredón aunque sin sueño, el efecto de la luz del dispositivo aún tenía confundido a su cerebro, que no entendía que era de noche y que debía dormir. Cerró los ojos, sus retinas sobreimpresionadas le hicieron ver garabatos lumínicos, como si dentro de los globos oculares tuviera una luciérnaga y esta estuviera realizando algún baile de cortejo. Los abrió pestañeando para intentar deshacerse de esa incómoda sensación, pero casi fue peor porque ahora, aún con los ojos abiertos veía una luz azul. Volvió a pestañear, se refregó los ojos con los puños, pero la luz no desaparecía. Se incorporó hasta quedar sentado en la cama, giró la cabeza y la luz salió de su campo visual pero al volver a mirar al frente la luz azul seguía allí. Tenía una forma abombada, y no era brillante, estaba tamizada como la luz lamparita de la mesita de noche, cuando la bombilla de bajo consumo estaba a punto de agotarse, solo que aquella luz era de color azul. Y entonces cayó en la cuenta, de que era el globo lo que lucía.

-Hola Teo, no te asustes.
La voz sonó dentro de la cabeza del niño.
-Sí, soy yo, tu amigo, el globo.
Era una voz calma, agradable, ni de hombre ni de mujer.

El crío huyó a refugiarse debajo del edredón y apunto estaba de ponerse a gritar, cuando el globo volvió a hablar.
No temas Teo, no te voy a hacer daño, sólo soy un globo. Quiero pedirte un favor. Por favor no grites. Si despiertas a papá o a mamá, me harán explotar y moriré. Me dolerá mucho Teo. Por favor no lo hagas.

En la voz del globo había una súplica un ruego. El niño permaneció en silencio pero no se atrevió a mover un músculo, la voz volvió a sonar dentro de su cabeza. 

-Teo ya eres un chico mayor, ya no juegas con globos. Llevo encerrado en este cuarto muchos días, solo quería pedirte que si no te importa, me dejes salir. Abre la ventana del cuarto y me marcharé en busca de otro niño, uno más pequeño que quiera jugar conmigo, al que pueda hacer feliz.

Teo escuchó con atención la sugerencia. No le pareció una mala idea, él abría la ventana y el globo parlanchín desaparecía, todos contentos.

Armándose de valor se asomó la cabeza fuera del edredón y contempló que el globo seguía allí, a los pies de su cama, flotando en el aire. con su luz pálida y azul. El pie desnudo del niño sintió la frialdad del suelo, no obstante la ignoró, luego sacó el otro y se puso de pie. Sin volver la mirada al globo se dirigió a la ventana de la habitación, giró la manilla y la abrió. La persiana estaba a medio echar, había sitio de sobra para el globo pudiera salir. El aire fresco de la noche penetró en el dormitorio, el escalofrío le recorrió todo el cuerpo al chiquillo que retembló. “Gracias Teo, has sido muy amable”. La voz resonó en su cabeza mientras, por el rabillo del ojo observaba como el globo se dirigía hacia él flotando. Cuando llegó a su altura se detuvo justo a su lado y la luz que brillaba en su interior se desvaneció, volviendo a dejar la habitación a oscuras. Sintió el roce del cordel del globo en la mano, y acto seguido como se le enrollaba en la muñeca con rapidez y fuerza. El globo empezó a tirar de él en dirección a la ventana. El cordel le apretaba y se le hincaba en su delicada piel; dolía, era muy fuerte, y lo estaba arrastrando a la ventana. El niño comenzó a gritar e intentó aferrarse a la cama, aunque fue inútil, no podía competir con la fuerza de tracción de aquel balón de látex flotante. El padre entró en la habitación justo en el mismo instante que en que Teo desaparecía por el marco de la ventana. Por unos instantes quedó suspendido a la altura de un sexto piso en la negrura noche. Pataleaba, lloraba, gritaba de pánico y dolor, entonces el cordel que le rodeaba la muñeca, que se había clavado en la carne, se aflojó dejándolo caer desde unos 20 metros de altura.

El globo azul se alejó mecido por una corriente de aire ascendente, subió, subió hasta que la diferencia de presión lo hizo explotar.

No demasiado lejos de allí, concretamente a unos 35 kilómetros de la casa de Teo, Oana una joven rumana soplaba el brasero de picón para prenderlo. La casa era vieja y fría y no se podían permitir el gasto de luz que suponía una estufa eléctrica, apenas si podían hacer frente al alquiler social. Su marido Doru, ya estaba en la cama pero no dormía, hacía más de 15 días que ellos no podían dormir. No, no desde que faltaban sus pequeños Ioan y Crina, no desde que aquel fatídico día en que los niños murieron, desde que aquellos malditos bastardos les mataron a sus niños.

Los chiquillos jugaban en la calle, cuando el coche en el que iban les arrolló. Esos perros huían de uno de los clanes de la droga locales Eran conocidos en el barrio, policías corruptos, que hacían la vista gorda a cambio de ya fuera drogas o de dinero, pero aquel día cabrearon a alguien al que no debieron cabrear.

Solo tenía que cerrar los ojos para volver a ver, igual que en una película macabra, como los cuerpecitos de sus hijos eran pisoteados por las ruedas del coche.

Ella estaba en la puerta, despidiendo a su esposo que se iba a trabajar, en un puesto ambulante, vendiendo globos en las fiestas de un barrio cercano. Entonces el coche apareció rugiendo, los neumáticos chirriaron al doblar la esquina. Ella lo supo, lo presintió de alguna forma y llamó a los niños, intentó salvarlos, les gritó para que salieran de la calzada, pero los niños se quedaron paralizados como conejos y de la misma forma fueron atropellados, como animales. Ni siquiera frenaron, ni siquiera miraron atrás cuando pasaron por encima de sus cuerpecitos. En ese momento juró maldecirlos, pagarían ojo por ojo y diente por diente. Los dos, el que conducía y el que lo acompañaba. Aquellos perros pagarían por la muerte de sus hijos. Ella se encargaría de ello. Podrían huir, esconderse del clan de los Chachos, pero no de ella, de ella, no podrían hacerlo.

Se sentó en el borde de la desvencijada cama con los ojos rebosantes de lágrimas otra vez. En ese justo instante un escalofrío le recorrió la espina dorsal desde el coxis hasta la nuca. Fue un escalofrío, uno placentero, parecido al placer sexual. Los supo, el círculo se había cerrado, ahora sus pequeños Ioan y Crina podrían descansar en paz. Aquellos malditos asesinos habían pagado, su venganza se había cumplido.


Fin.