jueves, 16 de diciembre de 2021



 



KM 23


El mar había desaparecido detrás del último repecho. El camino se convirtió en una cinta de tierra oscura y encharcada por la lluvia. No hacía mucho que había dejado de caer, pero más parecía un tiempo muerto que el final del partido, y no tardaría en volver a llover. Las nubes se aupaban unas sobre otras para salvar las colinas, que poco a poco iban ganando altitud. Los prados y las tierras de labor iban siendo sustituidas paulatinamente por bosquecillos de castaños y robles. Eran los contrafuertes y arbotantes de la catedral del bosque rotundo, profundo y verde. De forma inconsciente las zancadas bajaron de frecuencia, los pasos se hicieron más cortos. No, no era por cansancio en esas piernas aún quedaban muchos kilómetros antes de que la fatiga se atreviera a asomar, era simplemente por una cuestión de respeto. Estaba entrando en un lugar sagrado, un lugar solemne que imponía respeto y silencio. Él conocía esa sensación, de alguna manera era esa sensación la que le había enganchado, la que le pedía una y otra vez realizar aquellos caminos. Andar por los bosques gallegos, recorrer sus senderos y disfrutar de aquellas selvas de madera oscura y antigua, de ver la luz tamizada por un verde como no lo había en otra parte; allí se sentía más vivo.


Sintió la imperiosa necesidad de parar. ¿Sentirse más vivo? ¿Para eso había venido, para intentar sentirse más vivo?, ¿en serio? Se llevó las manos a la cara, se quitó las gafas para enjugar las lágrimas que comenzaron a brotar sin previo aviso.


Él era un cadáver, un cadáver que andaba, uno que aún no había reconocido que lo era. Un muñeco a pilas en el que la lucecita de low batery se había encendido hacía ya un tiempo. Justo cuando, tras un chequeo rutinario, le descubrieron un tumor en la próstata, aunque el verdadero problema, Aquel tumor solo era una de las muchas metástasis de otro principal que le había salpicado con su ponzoña todo el organismo. Era un mundo donde una nave nodriza había lanzado sus hordas de alienígenas para arrasarlo. No había nada que se pudiera hacer. Hacía 2 que empezaron a contar los 8 meses que le auguraron de vida.


¿Opciones? No había opciones, no habría ningún final feliz. Únicamente como alternativa a resignarse a que la enfermedad lo consumiera inexorablemente, existía la posibilidad someterse a un tratamiento experimental. Uno que en el futuro podría ayudar a otros enfermos. Decidió lo primero. Eligió 8 meses de vida en vez de 1 año, quizás 2 de quimioterapias, radioterapias, de dolor para simplemente retrasar lo inevitable. Sí, quizás fue una decisión egoísta, pero no pudo, no se sintió capaz de esperar sentado a que la Muerte viniera a buscarle. Por eso había vuelto a Galicia allí a donde una vez más vivo se sintió, para recordarlo, para volver a sentir la vida. Sentir aquella energía recorrer su cuerpo, notar aquella fuerza interior. Sin embargo, ahora estaba allí, en medio de la nada, llorando desconsoladamente como un niño perdido que sabe que nadie va a venir a buscarle, porque nadie lo estaba buscando. Tenía miedo.


Sintió la presión de una mano sobre el hombro, su calidez. Se giró para ver quién le posaba la mano en el hombro, quién intentaba consolarle. Quizás otro caminante, quizás solo lo había imaginado. Sin embargo, no había sido ninguna imaginación. Allí estaba, y a la vez era imposible, de pie, frente a él, calado hasta los huesos, mirándole como siempre le había mirado, con esos ojos grandes y azules, con ese eterno cigarrillo colgando en los labios. Su padre, nada más que su padre no podía estar allí. Era imposible que hubiera cogido un avión hasta Oviedo, y que luego hubiera hecho los 80 km que había hasta Ribadeo, porque antes tendría que haber juntado todas sus cenizas esparcidas en el Mediterráneo y renacer como un fénix, porque su padre estaba muerto, llevaba muerto 10 años.


Su padre le estaba mirando con aquella media sonrisa tan propia de él, entre divertido y preocupado. Le miraba a directamente a los ojos. Sin mediar palabra le hizo un gesto con la cabeza. Quería que mirara algo, que se volviera. La mano seguía en el hombro y sintió como se cerraba sobre él para enfatizar el mensaje. Obedeció y miró hacia donde le indicaba su padre.


De la rama de un roble, colgaba el peso muerto de un hombre. Giraba lentamente, suspendido en el aire como si fuera un carillón de viento. Entonces comprendió con espanto lo que su padre quería que mirase, porque era su cuerpo lo que se mecía al viento ahorcado en la rama de aquel roble.