sábado, 4 de octubre de 2014

LA CASA #8





El felino se acercó, dos pasos ágiles, un salto y se plantó sobre él. El animal ronroneaba restregándose sobre la tela vaquera de sus pantalones, se estiró alzando la cola y le ofreció su sexo. Estaba en celo y podía captar sus feromonas masculinas. Carlos le acarició el lomo e intentó bajarla con delicadeza, aquella situación le resultaba un tanto violenta.  La gata maulló una protesta y se aferró con las uñas a los vaqueros, que atravesaron la tela y marcaron la carne que había bajo de ella pero si llegar a hincarse.

- ¡Maldita minina salida! masculló para si. 

Ahora usó las dos manos para echarla de su regazo. Esta vez el maullido no fue una protesta, fue una advertencia. La gata se zafó de su presa y se volvió a recolocar insinuándose nuevamente. Se acabaron las contemplaciones. La agarró con fuerza y la levantó en vilo. Los garfios afilados se hincaron en los muslos en un acto de resistencia fútil. Primero cedió la carne, luego lo hizo el algodón desgarrándose y dejando unas calvas deshilachadas que le recordó a unos claveles, unos claveles blancos que no tardaron en teñirse con el rojo de la sangre. Los arañazos fueron indoloros al principio sólo sintió frió, un segundo después empezaron a escocer y a quemar como si le hubieran clavado unas garras de hierro candente. La gata se retorcía. Carlos la sujetaba firmemente entre sus manos, sintiendo sus músculos en tensión y el pelo erizado. Quería hacerle daño. Dolía, dolía mucho, aquel animal le había hecho daño a él y lo iba a pagar. Estaba furioso, apretó con todas sus fuerzas. La felina luchaba por librarse de su captor, bufando y arañando la nada, angustiada por la presión que casi le impedía respirar. ¡Crack! El sonido fue el mismo que se puede escuchar cuando se pisan unas ramas secas. El maullido que le siguió fue largo y grave. Algo se había roto dentro de ella.
Carlos la arrojó al suelo como si fuera algo sucio que le pringa las manos. El animal cayó sobre sus cuatro patas pero no pudo dar un paso antes de desplomarse con otro maullido de dolor y comenzó a vomitar una espuma carmesí.
Unos pasos apresurados y cortos se oyeron detrás de él. Carlos se giró y vio a Paula que corría hacia él.

- Papi, papi ¿has visto a mi gatita?.

- ¿Tu gatita?.¿Desde cuándo tienes tú una gatita?.

La niña le rebasó como un rayo menudo y dorado, casi del mismo color del pelaje de la gata que agonizaba regurgitando sangre un metro y medio más allá. Paula comenzó a gritar. 

-¡ NOOOO! 

Su propio grito le despertó.

La vibración del grito quedó suspendida en el éter; un eco inaudible que reverberaba una y otra vez en el interior del habitáculo del coche. Carlos se quedó muy quieto, intentando ubicarse tanto en el espacio como en el tiempo. El corazón parecía que se iba a salir por la boca. El sudor había formado una película aceitosa y fría entre su ropa y su piel .Una sensación de ingravedad le invadía, como si yaciera flotando sobre barro. Necesitó unos segundos para comprender que todo había sido un sueño y recordar que estaba durmiendo en el coche porque Laura le había dejado en la calle cuando él la acusó de estar….¿volviéndole loco?.
Ahora fue la pregunta la que rebotó por su mente como una canica que rueda en un cajón vacío. No, no podía ser. Aquella situación se le esta yendo de las manos. De acuerdo que Laura podía haber cogido su móvil, y dar el cambiazo desenterrado el gato. Pero en ningún caso pudo haberse adelantado para colocar aquel animal torturado. Además, sinceramente no le creía capaz de hacer algo así, a menos, que tuviera un cómplice que hubiera preparado la escena de bienvenida.
Pero ¿quién? y ¿por qué?. Por qué montar todo este circo, por qué ese empecinamiento en venir a esta casa. La única idea que le ocurría era que quisiera abandonarlo o hacer que el mismo se alejara, ¿pero de esta forma?, había miles, millones de formas más sencillas de hacerlo. Todo esto era tan surrealista. Necesitaba poner su cabeza en orden, había demasiados flecos sueltos, demasiadas preguntas sin respuesta, demasiados callejones sin salida, y pero de entre todos los callejones había uno más oscuro y tenebroso, uno que intentaba ignorar mas él sabía que estaba allí, esperándole, en un recodo del pensamiento, frío y lúgubre. Era el callejón de su propia locura. Una locura que le hacía ver cosas que en realidad no existían, una locura que explicaría fácil y definitivamente todo aquello. Ese solo pensamiento le aterraba; a lo mejor simple y llanamente se estaba volviendo loco, a lo mejor como le dijo Laura estaba mal, muy mal de la cabeza. Se llevó las manos a la cara y lloró.



Continuará…


LA CASA#9




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