lunes, 19 de agosto de 2019

Recordarte en la sonrisa.

                                               

                                                La belleza es poder y la sonrisa, su espada.







Suena esta preciosidad en mi viejo equipo cuadrafónico Pioneer y como en un amanecer donde los primeros rayos de sol van llegando pausadamente, casi sin querer, así van llegando a mi memoria en forma de relámpagos efímeros imágenes en tono sepia que en su día eran a color, pero el paso del tiempo las ha ido gastando...

Como ese ratoncillo inerte que alguna mañana llevaba hasta los pies de mi cama mi gata, tras una noche de travesuras. Era un trofeo que ella me regalaba como muestra de amor, pero yo no lo sabía.

O aquél viejo muro en medio de las dos últimas calles del pueblo del que  nadie sabía nada, o no querían saber, pero para un grupo de niños que salían del colegio por la tarde con más energía acumulada que sensatez, era el mejor patio de recreo imaginable. El muro tendría una altura media de un metro y una longitud de al menos diez metros, había sitio de sobra para sentarse, saltarlo, jugar a las guerras, hacer de portaaviones y cuando no quedaban fuerzas, era el mejor banco donde descansar y merendar.
Era uno de los lugares donde pasaba la mayor parte de mis mejores momentos de la infancia, pero yo no lo sabía.

Con diez años una noche de Reyes me regalaron mi primera guitarra española. Sonaba horrible, me fuí en busca de unos chavales más mayores que yo sabía que tocaban y les enseñé la guitarra. Me enseñaron tres acordes y el resto de cosas dejaron de existir o simplemente apenas tenían importancia para mí. La guitarra era lo más.

Unos años después, alguien me explicó que mi madre le pidió dinero prestado a una vecina para poder comprarme la guitarra. El sueldo de mi padre llegaba para comer, tener algo de ropa y poco más, pero yo no lo sabía.

A mi amigo Andresito le dió por crecer a lo ancho y sus padres le regalaron una bicicleta grande. De esas de hierro con el cuadro desde el sillín al manillar. Pesaba más que él y apenas llegaba con los pies a los pedales, pero entre los dos nos apañábamos bien para pasearnos. Cesarín era el menor de la corrala, pero cuando sus padres no estaban, se venía a casa o a la de Andresito. Hablaba poco y era un niño dócil y sonriente.

Andresito era un adoquín, un burto, más fuerte que un caballo y siempre se estaba riendo y eso era lo que más me gustaba de él, pero nunca le hice notar su torpeza, al contrario, nos reíamos mucho de sus cosas. Cesarín se atascaba mucho, quizá por eso hablaba poco, aunque con nosotros se soltaba más. Cuando jugábamos a las guerras le decíamos que hiciera la ametralladora y nos mataba a todos en un santiamén.

Y yo... yo no veía un pimiento, andaba siempre dándome ostias porque tropezaba en todos lados, andando, corriendo o en bici. Hasta que me pusieron gafas, más de una vez aproveché la cegatera para restregarme con alguna niña que yo pensaba que me sonreía.

Éramos los tres mosqueteros, pero ninguno lo sabía.


Sonreir hace que te sientas mejor contigo mismo, incluso si no tienes ganas.

Hace casi 50 años de esta foto y nada ha cambiado, porque entre nosotros no importa el estatus social, los conocimientos profesionales, los colores del equipo de fútbol, ni siquiera la ideología política.

A las personas aprendes a valorarlas por lo que te dan gratis y en exclusiva cada vez que te ven: su sonrisa. Su sonrisa y su forma de ser, sus actos, esos detalles que tienen contigo y que sólo lo sabeis tú y él.

Nadie tiene un amigo mala persona, a no ser que él también lo sea, pero entonces no es amistad, es interés, porque la mala gente no hace el bien excepto si le va a proporcionar algún beneficio. Y yo eso no lo quiero para mí.


Si no has puesto la canción al principio, igual ahora es un buen momento para hacerlo. Déjate llevar por ella, puedes confiar totalmente, incluso cantarla. Es una melodía sencilla y preciosista que invita a ello.



Mantengo humildes mis orejas.

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