sábado, 11 de abril de 2020

Kashmir


Me sudan las manos, no sé qué hacer con ellas. Llevo tres dias sin poder dormir, me meto en la cama pero no dejo de dar vueltas, como si las sábanas me envolvieran en una mortaja prematura. Tu recuerdo es demasiado vivido, demasiado real. La mente me tortura con él. Percibo tu olor, en las sombras del dormitorio tu silueta me observa desde el otro lado de la cama, quiero tocarte pero solo son fantasías, delirios. Los recuerdos se agitan, se revuelven, se retuercen igual que en una mala digestión, como en un cólico biliar. De alguna forma mi mente no quiere procesarlos, no quiere olvidarte. No, eres un hueso de melocotón que no quiere expulsar, lo tragué por accidente, porque te recuerda el maravilloso sabor de la pulpa, el dulzor de su carne anaranjada, mis las tripas se aferran a él con desespero aún a sabiendas del daño que causa.

Salto de la cama, tengo que vomitar, tengo que expulsarlo, regurgitarlo, sacarlo de mi organismo o me matará. Tengo que echarlo, pero tengo miedo a que una vez fuera de mí se pierda, entre la neblinosa noche de los sueños, de la imaginación y con el tiempo no sepa recordar, no sepa distinguir realidad de fantasía y ya no pueda recordarte, solo imaginarte.

Tengo que dejarlo fuera pero guardado en algún lugar seguro, protegido como una joya; como una joya antigua, como la corona de una reina que un día gobernó el mundo. Una de belleza inenarrable, de largos cabellos negros, de piel de nácar, de ojos esmeralda. Levantar un museo donde se pueda dar fe de que exististes, de que no fue una fantasía, que no fuistes ningún delirio de viejo loco, de que nos amamos y que un día te tuve, de que te perdí...

Escribir, escribir… vomitar sobre una hoja de papel los recuerdos hechos tinta, palabras que me permitan alejarlos de mi mente pero conservarlos al mismo tiempo, para poder volver una y otra vez como un asesino a la escena del crimen. Sí porque el dolor de hoy será la felicidad de mañana cuando mi cuerpo una vez purgado pueda volver a recorrer su cuerpo, sin sentir el desgarro de tu ausencia. Sin miedo. ¿Será posible? ¿no me estaré engañando?

no lo sé pero tampoco tengo otra alternativa. ¡Me duele tanto no poder tenerte!, ¡me duele tanto saber que jamás volveré a probar tus labios!... No sé qué más puedo hacer.

No importa el cómo, ni el cuándo, ni siquiera importa el porqué llegamos hasta esa habitación de hotel. Era un torre de esas que arañan el cielo de la ciudad, en un día donde la luz del sol daba una pátina de brillo irreal a todas las cosas, los colores eran más brillantes y todo parecía de juguete, pues ¿no era aquello un juego?.

Estaba allí mirándome con esas rocas ígneas que tiene por ojos. Ardían en verde, con el verde místico de los fuegos de las minas de Morgul. Estaba hipnotizado por ellos, los tenía fijos en mí, me estudiaban. A esa mirada no se le podía ocultar nada, esos ojos te veían el alma,y al mismo tiempo que te escrutaban, te llamaban, te deseaban, te invitaban a que te acercaras. Yo era como un mosquito y ella era la luz a la que necesitaba imperiosamente acercarme, aunque algo dentro me mí me advirtiera de que no debía, de que podría ser peligroso. Pero cómo resistirme. No, no quería hacerlo ¡Dios! hubiera firmado el contrato de venta de mi alma ante el mismísimo Lucifer si hubiera sido necesario para poder tocarla.


La habitación estaba en penumbra, los cristales ahumados de la ventana actuaban como un portero búlgaro de 2 metros de envergadura y bíceps del tamaño de sandías, ni siquiera el sol entrada libre. Aquello era privado, exclusivo. El vestido negro cayó al suelo como en un espectáculo inverso que comenzara cuando se baja el telón.Y bajo él no había nada más que no fuera ella. Entonces el cuerpo de una diosa griega fue revelado. La blancura y la perfección de la Venus de Milo se deshacían igual que un molde vaciado en yeso ante aquella mujer, ante aquella obra de arte, ante aquel pensamiento de Dios, pues de ninguna carne mortal podría porvenir.

Me sentí mareado no podía atender a tanta belleza, mi sentidos se veían desbordados, no podía contemplar la redondez de sus caderas o la curva que le torneaba los senos en el pecho al mismo tiempo. Necesitaría un millón de ojos para poder contemplarla en su conjunto. La sangre se paró en mi cuerpo por un instante, para luego redistribuirse de forma salvaje hacia las partes que querían asirla, los dedos, los labios, la lengua, la entrepierna, comenzaron a la latir encharcados de la savia roja.

Ella lo supo, sabía, lo percibía de alguna forma, podía oler como había comenzado a transpirar, como el corazón había pasado a bombear a más de 100 latidos por minuto, como las pupilas se habían dilatado en el vano esfuerzo de abarcarla.

Lenta y majestuosamente se tumbó en la cama ancha y larga, donde su pelo negro hizo más blancas a las sábanas de algodón egipcio y el blanco de su piel las hizo pardear. Juguetona como un felino sonrió abrazándose a sí misma, en sus pechos las areolas florecieron como rosas. La primavera había vuelto a esa habitación a pesar que fuera el verano ya se hubiera hecho fuerte.

Torpemente empecé a desvestirme, no, a intentar arrancarme la ropa. Aquella camisa pesaba como la coraza de una armadura y yo era un caballero novato sin escudero. Ella me observaba divertida, traviesa, disfrutaba con mi torpeza. Una vez me desembaracé de la ropa salté sobre ella ansioso, como una animal famélico. Estaba hambriento, con esa hambre que te hace suplicar por un mendrugo de pan, y ahora tenía un festín. Aquella mujer convertía el maná y la ambrosía en mera basura.

Sí antes no sabía que mirar ahora no sabía que tocar, que besar. Nuestros cuerpos se funden en uno solo, donde los miembros, las bocas, los ojos compiten por devorarse. Nos habíamos combinado, transformándonos en unos siameses fratricidas. Sus uñas se deslizaron por mi espalda, mis dedos se adhirieron a su piel como los de un gecko que no quiere caer de sus carnes de pulido mármol blanco.

El placer llega de inmediato, son vagonetas cargadas de dinamita, corren locas sobre raíles, explotan haciendo que en la presa del éxtasis manen vías de fluidos, que vacían nuestros cuerpos. Nos empapamos, ella de mí y yo de ella.

Me mira avara y sé que no me va a permitir que me retire, tampoco lo pretendo, sería inútil en cualquier caso. Es una araña que quiere licuarme, beber de mí hasta la última gota. Mi cuerpo reacciona a sus demandas. Sus dedos son ágiles expertos, intrépidos, saben dónde pulsar, dónde tocar; su lengua suave, cálida, sus labios turgentes, dulces, chupan, succionan, con la destreza necesaria, conocen con qué precísa intensidad deben hacerlo para que la música siga sonando. Pierdo la noción del tiempo y del espacio. Ya no estoy en una habitación de un hotel, estoy en el paraíso de los mártires, sus caricias me han convertido en Pan, quiero más de esa droga que me inocula con cada mordisco. Ahora soy yo el que se abalanza otra vez sobre ella, aunque curiosamente no me haya separado ni unos centímetros desde que salté sobre ella. Mi cuerpo tiene nuevos bríos, esa fuerza que siento en cada célula de mi ser es desconocida para mí, gratificante y placentera.

Las arremetidas son premiadas, con orgasmos sonoros, húmedos, que le arquean el cuerpo de una forma deliciosa que invitan a seguir entrando dentro de ella desde cualquier ángulo, desde cualquier y hacia cualquier lugar de su anatomía. Cada gemido es un triunfo que me motiva a continuar, cada éxtasis una victoria en esta guerra de placer, que con toda certeza será vengada con más devoción que la anterior.

Estamos sudorosos, jadeamos de placer y cansancio, aun así en nuestras miradas no se atisba la redención, no, no va haber ningún armisticio, ninguna tregua, es un duelo a muerte.

La horas pasan, el sol comienza a retirarse. La penumbra de la habitación poco a poco va tornando en oscuridad. Los últimos rayos hacen brillar nuestros cuerpos viscosos de sudor y fluidos; es un campo de batalla, donde los dos contendientes yacen abatidos, abrazados y sonrientes.

Sus ojos siguen fijos en mí y yo no puedo ni quiero apartar los míos de ella. En el bolso abandonado en una butaca junto a la ventana surge una melodía, un móvil comienza a sonar. Fueron como las campanadas en el cuento de Cenicienta. El hechizo se rompió, dos lágrimas que parecieran de licor verde destilado de aquellos ojos brotaron. Yo No lloré, no pude, como no puedo hacerlo ahora, mientras escribo estas líneas. El dolor me vuelve a ganar, el dolor me vuelve a colapsar. No puedo hacer nada más que volver a sentir como se para el corazón, como la carne se me separa de los huesos y se me abre la piel para dejarlo salir en un gemido agonizante, en una expiración, en un estertor de moribundo. Soy el muerto que no se muere, el vivo que no vive, soy lo que nunca volverá a ser desde aquel día en que me diste la vida, la de verdad, y sí, soy ése, que en ese mismo día dejó de tenerte y dejó de estar vivo, vivo de verdad…



Fin 
           
 

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