En cualquier puerto, de cualquier
pueblo pesquero del mundo, hay algún viejo marinero, que por un par vasos de
vino os podrá contar las historias más increíbles, sobre tormentas, que
engulleron barcos, junto con toda su tripulación, sin dejar siquiera un madero
que la marea arrojara a la costa unos días después. Incluso por unas monedas
más, esos mismos borrachines cuenta cuentos, pueden llegar a contaros extrañas
historias de bestias marinas y de barcos fantasmas que aparecen en días de
bruma y mar calma, haciendo sonar su sirena desde el otro mundo.
Pero esta historia no me la contó
ningún viejo marinero, esta historia que os voy a contar no me la contó antes
nadie. Sí, sé que no tengo buena pinta, que voy vestido con harapos y que no me
ducho hace mucho, pero tengo buenos motivos. Me gusta el vino y os agradecería
también unas monedas, pero si no queréis dármelas, no pasa nada, os la contaré
de todas formas. Lo llevo haciendo desde que me ocurrió hace ya muchos años y
no he dejaré de hacerlo, porque es tan cierta como que estamos aquí.
Todo sucedió una noche de hace exactamente 65
años, tres meses y dos días. Esa fue la última vez que vi a mi hermano pequeño,
al pequeño Andresito. Él sólo tenía unos pocos meses, yo ocho años.
Llegamos a la costa el año anterior.
Antes vivíamos en un pueblo de la campiña. Mis padres trabajan como jornaleros,
recogían fruta, incluso alguna vez fueron a Francia a vendimiar. Un día mi
padre llegó con una gran noticia. En la capital iban a abrir una conservera,
necesitaban mano de obra, era la oportunidad que habían estado esperando. Por
fin podríamos tener el futuro que el campo se empeñaba en negarnos. Así que una
buena mañana nos montamos en el autobús de línea, que pasaba dos veces por
semana, nos fuimos con dos maletas hechas de cartón llevando todas nuestras
escasas pertenencias y toda la ilusión del mundo. Muchos en el pueblo hicieron
lo mismo. Según decían la conservera nos daría, no sólo un jornal sino también
alojamiento e incluso yo podría ir a la escuela.
Nunca había visto el mar, lo más
parecido había sido la laguna que había cerca del pueblo, donde nos íbamos a
coger cangrejos y a bañar en verano. Llegamos temprano, nada más debía de haber
amanecido, me había quedado dormido, madre me zarandeó -Despierta Juanín, que hemos llegado- Salté del regazo de mi madre donde había
hecho el viaje, aún dormido y pegué la cara al cristal de la ventanilla. Estaba
empañada de vaho, noté su fría humedad que terminó de despabilarme, lo retiré
refregando con la manga del abrigo. Lo primero que pensé es que estábamos en la
cima de alguna montaña y que lo que estaba viendo era el cielo. Pero no, no
podía ser el cielo lo que veía, porque ese azul infinito estaba salpicado de
barcos, muchos, de todos los tamaños, desde pequeñas barcas de remos hasta
mercantes de chimeneas humeantes. Así que esa inmensidad azul debía de ser el
mar.
Bajé a toda prisa, abriéndome paso a
empujones entre el jaleo de maletas y pasajeros que intentábamos hacerlo al
mismo tiempo.
Un frío helador y húmedo me recibió.
La brisa atravesó el abrigo de paño azul de los domingos y me corto la cara como si fuera un cuchillo
helado. Me pareció un pago justo por contemplar aquella maravilla.
Al principio fue duro, luego siguió
siéndolo, pero te acostumbras, como a todo. Padre se levantaba muy temprano y
se marchaba a la factoría, no volvía hasta un par de horas después de
anochecer. Madre también marchaba y yo con ella. La conservera nos dejaba coger
el pescado que descartaba, luego nos íbamos a intentar venderlo por las calles.
Con el poco dinero que sacábamos, madre compraba harina para hacer gachas.
Jamás pensé que me apetecería tanto comer unas gachas, antes en el pueblo las
comíamos a diario, muy rara vez comíamos algo que no fueran gachas, en Navidad,
con suerte unos conejos y si no un pollo, nunca pescado; bueno una vez padre
llegó con unas truchas que le regaló el señorito por no sé qué faena que hizo
muy bien. Sin embargo ahora, todos los días comíamos pescado, así que cuando
conseguíamos ganar algo, las gachas era nuestra forma de celebrarlo y porque
no, recordar nuestro pueblo, que aunque allí pasásemos fatigas era el nuestro y
a veces lo echábamos de menos.
Lo del jornal y lo del alojamiento
era verdad, pero lo que no nos dijeron es que tendríamos que pagar un alquiler
con lo que el salario quedaba muy justo y padre se empeñaba en guardarlo casi
todo “por si venían mal dadas” decía, no me imaginaba que pudieran venir peor,
pero claro que podían venir peor, mucho peor.
Vivíamos en una corrala, que viene a
ser, como dice su nombre, un corral hecho con casas formando un cuadrado, en el
espacio diáfano que dejan en el centro hay un pilón de donde cogíamos el agua,
en una de las esquinas de la corrala hay una cocina y una carbonera, donde las mujeres
se afanaban por preparar la comida, con cuidado que la de al lado no le robara
algo. En la esquina opuesta había, unos aseos, toda una novedad. Nos costaba
acostumbrados ir a hacer “nuestras cosas” en esa cosa, placa turca creo que la
llamaban. En el pueblo no había tantas normas, ibas detrás, con las bestias y
te aliviabas donde ellas y si te pillaba en el campo aún tenías menos
problemas. También había un barreño grande de zinc, donde me bañaba los
domingos, antes de ir a la iglesia.
Los días que no ayudaba a madre con
el pescado, iba a la escuela que la conservera tenía para los niños de los
obreros. Allí Don Ramón intentaba que aprendiéramos a leer y a escribir. Le
hedía la boca a vino y tenía la mano muy larga, así y todo consiguió que aprendiera
a garabatear sobre el pizarrín mi nombre.
Por las tardes, los niños nos
dedicábamos a holgazanear por el puerto, a perseguir gatos o a cualquier cosa
que consideráramos divertida. Una de esas tardes, que vagaba por el muelle me
lo encontré. Ahora, después de estos años pensándolo bien, debo parecerme mucho
a él.
-
Eh, chico, tienes una moneda? Te puedo contar un
secreto por una moneda.
Me quedé mirándolo, estaba
arrellanado sobre un montón de redes, tenía una gran nariz bulbosa y roja de
borrachín, en el medio de la cara también gorda y congestionada, que no
recordaba la última vez que se afeitó. Los ojos azules parecían turbios, como
recubiertos de una película lechosa. El poco pelo que le quedaba era blanco,
aunque la mugre le había dado un tono amarillento. Llevaba puesto un
impermeable amarillo y unas botas de agua negras de pescador, encima de unos
pantalones de pana que alguna vez fueron marrones y una camisa de franela con
cuadros oscuros. Olía a orines y a alcohol.
-
Eh chico, eres sordo o sólo tonto. Bah! Da igual,
seguro que no tienes una moneda.
-
No soy sordo y tampoco tonto y por eso aunque tuviera
una moneda no te la daría, porque seguro que no sabes ningún secreto que
merezca la pena escuchar.
-
Jojojo - La risa, era mitad eso y mitad tos. Le brotó
desde pecho como si tuviera una jauría de perros dentro. Vaya, el hombrecito
nos ha salido respondón. Mira chico, el mundo es inmenso, mucho más grande de
lo que te puedas imaginar y en su mayor parte es mar. Y yo he navegado por
todos sus océanos y he visto cosas que te harían cagarte en los pantalones sólo
con pensar en ellas. ¿Cómo te llamas hombrecito?
Me parecía sorprendente que aquel
borracho fuera capaz siquiera de ponerse de pie - Juanín- contesté.
-
Me has caído bien, Juanín. Eres descarado, demasiado
descarado para ser tan canijo y eso me gusta. Así que te contaré algo gratis.
En esta misma bahía, donde ahora
estamos, unas pocas millas mar adentro el fondo empieza a descender
bruscamente, desciende y desciende cientos y cientos de metros, tanto que
ninguna red ha llegado nunca a tocar el fondo. Allí abajo viven criaturas
monstruosas, Alguna vez los barcos sacan una de esas criaturas, que por
casualidad ascienden a la superficie y quedan atrapadas en las artes de pesca.
Algunos ni siquiera parecen peces, con cuerpos babosos y alargados, la mayoría
son ciegos y carecen de ojos, otros en
cambio tienen unos enormes y les ocupan toda la cabeza, con unos dientes largos
y afilados como cuchillos. Pero ésos que suben suelen estar enfermos o
moribundos.
Lo que muy poca gente sabe ya, es que allí
abajo vive una criatura monstruosa y tan antigua como el mundo. La criatura
duerme en alguna sima y cada cierto tiempo despierta para salir a alimentarse.
Lo mismo come ballenas, que barcos, los atrapa con unos grandes tentáculos
llenos de ventosas, que son como bocas llenas de colmillos retorcidos, igual
que garfios y desmenuzan cualquier cosa. Ese monstruo ha vivido en esta costa
desde el principio de los tiempos. Los habitantes de por aquí lo sabían, y
aprendieron a calmarla. Le ofrecían barcos cargados de pescado e incluso he
odio, que antaño en algunos años en que el pescado no saciaba su hambre, le
flotaban barcas con niños de pecho. La bestia los atrapa con sus tentáculos y
los arrastra hasta sus fauces, que aparecen entre las olas como si fueran
puñales del tamaño de hombres. Yo lo sé bien porque una vez seguí a una de esas
barcazas mar adentro, hasta el centro de
la bahía y pude verla, ella también me vio a mí. Vi su gran ojo, un ojo grande,
tan grande como la esfera del reloj de la catedral, sin párpado, con una pupila
profundamente negra y malvada en el centro de un iris rojo sangre. Inteligente
y cruel.
Cuando yo era un crío como tú, la
gente ya no recordaba su nombre, sólo flotaban cada verano una barcaza de
pescado y la dejaban ir a la deriva. Era una tradición, una costumbre de la
cual se había olvidado su porqué. Las viejas rezaban sus rosarios y las
campanas tañían el primer domingo de verano. Si preguntabas por qué se flotaban
aquellos barcos cargados de pescado, te decían que eran para la Virgen del Mar
o simplemente te daban un cachete por preguntón. Yo que siempre fui muy
curioso, y no me saciaban aquellas explicaciones tan vagas, dichas entre dientes,
y sin mirar a los ojos. Sabía que ocultaban algo, así que decidí investigar.
Al siguiente año, la mañana del
primer domingo de verano estaba preparado. Me lancé a la mar con un pequeño
bote desde el otro extremo del puerto y aguardé a que los marineros abandonasen
la barcaza, que cada año llevaba menos pescado y más flores. La mar estaba
calma y la marea me era favorable así que no tardé en alcanzarla. La abordé y
até mi barquilla a ella. Ya estábamos lejos de tierra, la costa y el puerto
apenas si sólo era una línea difusa en el horizonte.
El sol seguía subiendo en el cielo y
no ocurría nada, estaba valorando la idea de volver, de que allí no había
ningún secreto que descubrir, que en verdad sólo era una barca llena de
presentes dejada a la deriva, que se terminaría perdiendo en la inmensidad del
océano sin más, cuando se zarandeo de forma extraña. Algo había pasado por
debajo rozando su casco, algo grande. Me asomé por la borda de estribor.
Súbitamente del agua emergió un tentáculo tan grueso como el tronco de un árbol
centenario, musculoso e imponente, de color carmesí brillante, recubierto de
ventosas dentadas y se retorcía como si husmeara el aire. Otro tentáculo igual
de poderoso emergió con un estruendoso chapoteo por el lado de babor, sus salpicaduras
me empaparon la espalda, tuve miedo de girarme, estaba paralizado. Luego vi con
pavor como otras dos columnas más de músculos chorreantes salían del agua
retorciéndose, abriendo y cerrando aquellas ventosas, que mostraban sus
garfios, como dientes, buscaban donde asirse. Sentí como la barcaza se elevaba
por encima de las olas, alzada por la fuerza de aquel monstruo de las
profundidades, de aquel leviatán. Me agarré como pude a un cabo, la madera
crujía, las cajas de pesado volaban por los aires y las flores con ellas. Los
tentáculos se cerraron sobre la embarcación, que se deshacía bajo su abrazo,
contemplé como los ganchos de sus ventosas se hincaban en la madera y como ésta
saltaba hecha astillas bajo la presión de sus mordiscos. Yo pendía agarrado del
cabo oscilando en el aire, como si fuera un cebo agonizante esperando a ser
devorado. Entonces es cuando lo vi, vi aquel ojo negro y rojo, aquel ojo
maligno y primitivo, me miraba, estaba fijo en mí. La punta de uno de sus
tentáculos se me enrollo alrededor, sentí su inconmensurable fuerza y como las
ventosas primero atravesaban mis ropas y luego se clavaban en mi carne,
exprimiéndome, como una aceituna dentro de una prensa, robándome el aire de los
pulmones, me agitó en el aire. Entre espasmos de un dolor indescriptible y la
agonía por la falta de aliento, puede ver sus fauces. Una boca redonda,
coronada con cientos de dientes serrados, como los de los tiburones, sólo que
en muchísimo más número y más grandes. Supe que me iba a engullir, mientras seguía
mirándome con ese ojo sin párpado, cruel. En ese instante percibí su asco hacia
mí, su repugnancia hacia mi sola existencia, y con la fuerza de un huracán me
lanzó lejos. Volé por los aires decenas de metros hasta que caí de nuevo a la
mar, más muerto que vivo. Milagrosamente conseguí nadar hasta un madero de los
restos de la barcaza y me agarré a él con la fuerza que da saberse tan cerca de
la muerte. No recuerdo nada más, las olas debieron de devolverme a una playa a
unos treinta kilómetros del puerto.
Cuando desperté supe qué era lo que
tenía que hacer , tenía que advertir a la ciudad. Tenían que saber por qué
seguían mandando esas dádivas, pero también tenían que saber que no contentaba
a aquella bestia, que estaba furiosa y que sólo por eso y no por nada más
estaba vivo, porque tenía que advertirles. Volví al pueblo y empecé a decirlo a
todos los que veía por las calles, entré en las tabernas e intenté ver al
alcalde. Me echaron a patadas, se reían de mí, se burlaban, los más
considerados me invitaban a cerveza por contarles una historia tan ingeniosa.
Yo insistía, me levantaba las ropas y les enseñaba las marcas que habían dejado
en mi carne las dentelladas de sus tentáculos, no servía de nada. Nadie iba a
creer a un crío como yo. Después de un tiempo todos en la ciudad conocían mi
historia y me llamaban loco, así que decidí marcharme lo más lejos que pude,
por miedo a que aquella bestia volcara su ira sobre la ciudad.
Desde entonces he intentando acallar mis
sueños, donde todas las noches me visita, me mira con su maligno ojo rojo, con
su asco infinito, me mira y me recuerda que sigue ahí afuera, esperando. Su
escala de tiempo es diferente a la nuestra, lo que para nosotros es una vida,
para ella tan solo puede ser un instante.
Cuando terminó la historia, el viejo
se llevó la mano al interior del impermeable amarillo y sacó una petaca
plateada, un poco abollada, la desenroscó en silencio y le dio un trago. Yo que
había escuchado todo el relato absorto recuperé la noción de la realidad y
dije.
-
Vaya, pues sí, la verdad es que ha sido una buena
historia. Ahora lamento no tener una moneda. Añadí como halago.
El borrachín volvió a enroscar con
sumo cuidado la petaca y la devolvió al lugar de donde la había sacado, con la
misma delicadeza que si se tratara de un objeto sagrado, luego me miró
directamente a los ojos con gesto serio desde su trono de redes.
-
Juanín, no has entendido nada. No es una historia, es
un secreto y es un secreto porque es verdad. Me hago viejo y no quiero que el
secreto muera conmigo. Por eso te lo he contado. Ahora también es tuyo y por lo
tanto también es tu responsabilidad. Debes hacerte escuchar. Esa bestia sigue
ahí y ya hace mucho que no le rendimos el tributo adecuado. Quizás aún estemos
a tiempo de calmarla o tal vez no. Y entonces sufriremos su ira.
Aquel comentario me cogió
completamente descolocado y como cualquier niño al que se le pilla descolocado
solo supe hacer una cosa, reír.
-
Vuelva dormir la mona abuelo jajajaja, Si algún día
tengo una moneda de sobra volveré a buscarle.
Aquella noche no pude pegar ojo, y
no, no sólo fue la historia que me contó el viejo, lo que no me dejaba
conciliar el sueño, también lo fue la noticia que Padre me dio después de cenar
la sopa de espinas que hacía Madre. Iba a tener un hermano.
Los meses pasaron, madre engordaba y
padre trabajaba de sol a sol, aún más si eso era posible. “Pronto tendremos
otra boca que alimentar” no estaba muy contento con la idea de que la familia
fuera a aumentar, desde que lo supo parecía que llevara un saco sobre la
espalda, siempre cabizbajo y malhumorado. -“Espero que al menos sea varón, sólo
faltaría que fuera una hembra y tú Juanín, ya vas teniendo edad para hacer algo
de provecho, mañana hablaré con él capataz, a ver si te puede buscar alguna
faena”-. Y así es como comencé a trabajar en la conservera. Allí me dedicaba a
cargar los desperdicios del pescado en una vagoneta, que luego empujaba sobre
unos raíles hasta una de las grúas del puerto, que las cogía y las vaciaba en
las bodegas de un barco, que se las llevaría, según oí, a otra fábrica, donde
convertiría las cabezas y las espinas del pescado en harina.
A partir de entonces, Madre tuvo que
ir a vender el pescado sola, a pesar de que se le hincharon las manos y los
pies, no dejó de hacerlo hasta el último momento. La Escuché llorar muchas
noches y a padre gritar y dar golpes cuando se emborrachaba. Yo los oía desde
mi camastro, en el altillo, me tapaba los oídos para intentar evitarlo. Pero
era imposible, la casa que nos proporcionó la fábrica era muy pequeña. En
realidad eran dos habitaciones, que habían resultado de dividir una más grande
con un telón, que hacía las veces de pared del dormitorio, y el altillo, que
era como un doblado hecho con unas vigas de madera. En la casa sólo había una
mesa y tres sillas y un pequeño aparador donde madre guardaba la loza. Detrás
de la cortina estaba una cama de hierro, con un colchón de lana donde dormían
mis padres y un arca de madera.
No volví a acordarme de la historia
del borrachín, hasta un día que me mandaron ir al muelle a ayudar a descargar
un barco que había llegado repleto de sardinas. El trabajo era parecido al que
hacía recogiendo los desperdicios, sólo que aquí se trataba de cargar pescado
“entero” en las vagonetas, que lo llevarían a la factoría donde lo convertirían
en latas de conserva. Era ya muy tarde cuando terminamos la faena, acabamos
sudorosos y cubiertos de escamas y restos de sardina desde las botas hasta la
punta de el último pelo. Los hombres, incluido mi padre, al terminar la jornada
iban a una taberna, a tomar unos chatos de vino antes de volver a casa. Yo
normalmente corría a casa, para ayudar a madre, pero ese día sentí la imperiosa
necesidad de acercarme al mismo borde el muelle para mirar al mar. Necesitaba
hacerlo, era curioso, me pasaba todo el
día junto a él, mirándolo sin verlo y esa tarde sentí su llamada, luego
comprendí que fue ella, la bestia la que me llamó, o quizás fui yo quien la
llamó a ella sin saberlo. Aunque no fuera consciente de ello, aquella historia
se había quedado dentro de mí, en algún lado de mi cabeza, como si fuera una
espina emponzoñada que se me hubiera clavado, infectándose lenta pero
inexorablemente.
El sol se hundía en el fondo del
horizonte entre una orgía de colores, que iban desde el azul al púrpura pasando
por todos los tonos de amarillo posibles. La bahía había empezado a cambiar el
azul de su agua por el negro, como si ese fuera el color de su pijama y se
dispusiera para irse a dormir. A dormir una noche plagada de pesadillas, porque
allí entre sus olas se escondía aquella malvada criatura, aquel leviatán y yo,
sin saberlo me estaba acercando a ella. Me arrimé hasta el borde de la piedra y
me senté a mirar la puesta de sol con las piernas colgando a pocos metros del
agua, ensimismado en aquella estampa de tonos infinitos, viendo como esa
antorcha se introducía, se apagaba en el océano y como llegaba otra noche más,
y comprendí por un momento el miedo que ha acompañado al hombre, y que ha
temido desde que lo es, a que el sol no volviera a renacer a la mañana
siguiente, a que un nuevo amanecer nunca volviera a llegar.
En ésas estaba, cuando bajo mis
pies, el sonido del chocar de las aguas contra el granito del puerto, cambió.
Se hizo, más lento, más pesado, como si el agua se espesara, como si ya no
fuera sólo agua, sino que se hubiera manchado con la sangre y las vísceras de
las miles, de los millones de peces que
llegaban a la conservera. Miré esperando ver las cabezas y las tripas flotando,
pues también había empezado a oler su tufo dulzón, al que tanto me había
acostumbrado, tanto y que a pesar de ir empapado de él la mayor parte del día,
ya no notaba. Pero este olor era diferente, era una peste, un hedor más
penetrante, más agudo, más profundo, más rancio y antiguo; me embriagaba, me
mareaba y casi temí caerme. Me agarré con fuerza al petril, intentando hincar
las uñas en la piedra. Cuando vi su carne rojiza un palmo debajo del agua,
inmensa, del tamaño de un buque, como de un buque que se hubiese varado y que
dejara ver su quilla, roja y fétida. Se movía, se deslizaba bajo mis pies,
lenta, luciendo su enormidad musculosa hedionda, rotunda y silenciosa. Y allí
después de metros de carne, llegó su ojo, antes de donde nacían sus tentáculos
gruesos y largos como cabezas de hidra, repletos de ventosas que se contraían
como fauces hambrientas, mordiendo el agua que ya se había vuelto negra como la
pez. Se detuvo justo cuando su gigantesco y malicioso ojo pasaba a mi lado,
y su ojo sin párpado me miró, con su
iris ahíto de sangre coagulada. Aquella bestia existía, no era producto de la
imaginación de un borracho en busca de unas monedas, aquel monstruo era real y
me estaba mirando, lo tenía delante. Estaba clavando en mí su pupila. Me miraba y yo no podía
dejar de hacerlo, presa de algún hechizo Me vi reflejado en ella, como si me
mirara en un pedazo de obsidiana, pulido y negro. Sentí a aquella criatura
metiéndose en mi mente, rebuscar en ella, me susurró palabras grotescas en
idiomas incomprensibles para los oídos humanos, palabras crueles y despiadadas,
palabras que quemaban, palabras que desgarraban y sentí dolor, como si me
despegarán la carne de los huesos. Entonces se hundió hasta que su nauseabundo
ser desapareció en la oscuridad luctuosa en que se había transformado el mar.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que conseguí
levantarme y salir corriendo, quería alejarme del mar tanto como me fuera
posible. Corrí sin rumbo, trotando como un poseso por las callejas que hay
junto al puerto, hasta que el azar quiso que pasase por delante de la taberna
donde los obreros iban a beber después del trabajo. Entré en aquel antro con el
miedo pintado en la cara, como un niño asustado, que en realidad es lo que era.
Mi entrada no causó ninguna reacción, todos supusieron que mi rostro
desencajado se debía a la noticia. Padre ya no estaba allí. Habían venido a
buscarle unos vecinos, madre se había puesto de parto.
Cuando llegué a casa, la gente se
agolpaba en la puerta como si fueran moscas sobre una herida recién abierta.
Los gritos de madre se podían oír a dos calles de distancia. Algo no debía ir
bien. Padre estaba afuera, nervioso, no dejaba de dar vueltas al pilón. A veces
se sentaba, pero no tardaba más de unos pocos segundos en volverse a levantar,
para seguir girando alrededor del surtidor, o daba un trago a una botella, que
terminó estrellando contra el suelo de pura rabia. “Maldito crío, me la vas a
matar” Gritaba, había bebido mucho, pateaba el suelo como un animal furioso.
Las parteras sólo hacían pedir trapos limpios y baldes de agua caliente.
Intentó entrar a la casa para a ver a madre pero unos vecinos se lo
impidieron. Tuvieron que sujetarle entre
tres y sólo entró en razón después de recibir un puñetazo en el mentón, que lo noqueó
por unos instantes. De todas formas las cosas seguían sin mejorar y eso no
ayudaba a los nervios de padre, que volvía a girar en torno de la fuente.
Me acerqué para abrazarlo. Lo
necesitábamos. Me apretó entre sus brazos haciéndome crujir todos los huesos de
la espalda, yo también lo abracé con todas mis fuerzas. El suyo era un abrazo
rebosante de impotencia y temor, en el mío sólo había miedo. Madre chillaba como una posesa a la que le
quisieran arrancar un demonio de las entrañas, yo acaba de ver uno hacía unos
minutos. Aún llevaba las retinas impresionadas con su visión, la imagen de su
ojo de Cíclope, de esa pupila negra e insana, incrustada sobre el iris rojo,
como el engarce de rubí para una joya maldita, negra y roja. Roja, como la
sangre que cubría a la partera cuando salió al dintel de la casa.
Se había hecho el silencio. Madre había dejado
de gritar. El gentío que se agolpaba a la puerta se separó en dos mitades
formando un pasillo. La comadrona estaba plantada en el umbral, cubierta de
sangre, llevaba un recién nacido envuelto en una toalla. La criatura lloraba,
era del tamaño de un gato, de un gato lampiño e indefenso que se desgañitaba
llorando. Padre apenas si miró al bebé, buscó los ojos de la mujer, quería la
respuesta a su pregunta muda. La mirada de la partera era un papel en blanco,
no dejaba transmitir ninguna emoción, no perdió más tiempo, pasó al interior.
Tenía que ver cómo estaba madre, cómo estaba su esposa.
Así que fui yo el primero de la
familia en coger en brazos al pequeño Andresito. Madre estaba muy débil, había
perdido mucha sangre. Las comadronas decían que era un milagro que siguiera
viva, que seguramente le quedarían secuelas y que no volvería a ser la de
antes. No se equivocaron.
Efectivamente, desde que madre parió
no volvió a ser la misma. Su mirada se quedó perdida en algún punto del
horizonte, mirando algo que sólo ella veía. Tardó varias semanas en poder
levantarse de la cama. Sinceramente no notamos la diferencia, pues cuando lo
consigo, era como si siguiese dormida.
Padre fingía normalidad, pero no podía
engañarme. Nunca le vi, pero sí le oí llorar, alguna noche, ya de madrugada,
cuando creía que nadie podía hacerlo.
Después que pariera a mi hermano
madre no quiso hacerse cargo de él. No sé, si era porque realmente no podía o
porque simplemente no quería y sentía algún tipo de rechazo hacia su pequeño
vástago. El caso era que para ella, era como si el bebé no estuviera, nunca lo
cogía en brazos y rara vez lo miraba. Padre tuvo que pagar para que una mujer
le amamantara o hubiera muerto por inanición. Estaba desolado, su mujer, a la
que siempre había amado con locura, a su manera, pero con locura, se había
convertido en una especie ser indolente, que no tugía ni mugía, además ahora
tenía una boca más a su cargo, a parte de la mía.
Había sido un golpe duro, demasiado
duro, lo había roto, algo dentro de él se había desmigado, haciendo añicos
también sus ganas de vivir, sus ilusiones, aquello que nos contagió, que nos
hizo montar en aquel autocar que nos trajo hasta aquí, y debía de dolerle
muchísimo, tanto que ni el consuelo que encontraba dentro de las botellas ya le
era suficiente.
Tuve que dejar de ir a trabajar a la
fábrica, al menos, hasta que madre se recuperara. Todos sabíamos que no lo
haría nunca, pero de alguna forma irracional y estúpida nos empeñamos en
negarlo, en creer que sólo era algo pasajero, que luego de algún tiempo madre
volvería a ser la de antes.
Los vecinos nos ayudaron. Las
mujeres se quedaban al cuidado de madre y del pequeño algunas mañanas, en las
que aprovechaba para ir a vender pescado, pues todo el dinero era poco,
contratar el ama de cría no era barato El resto de veces era yo quien los
atendía.
Asumía mis nuevas labores con
resignación, mientras mis amigos hacían trabajos de “hombre”, aprendiendo
oficios, ya fuera en la factoría o en el puerto, donde en pocos años incluso
podrían llegar a embarcarse en algún mercante, yo me quedaba en casa como una
mujer, pero también las asumía con cierto alivio. Un alivio privado y secreto.
Estando en la casa me aseguraba de estar lo más lejos del mar posible, lejos de
aquella horrible criatura.
Por descontado, no conté a nadie mi
encuentro con el borracho, ni su historia y mucho menos la aparición de la
bestia en el puerto. Le había dado muchas vueltas y sentía verdadero pavor al
pensar, que todas las desgracias acaecidas a mi familia, llegaron desde que oí
aquel relato. Y las palabras del borracho me retumbaban en la cabeza muchas
noches.
“Ahora también es tuyo y por lo
tanto también es tu responsabilidad…...hace mucho que no le rendimos el tributo
adecuado…...Y entonces sufriremos su ira”
Qué podía hacer yo?. Estaba seguro
que si se lo contaba a padre, lo único que conseguiría, sería que me diera unos
azotes con el cinturón por decir tonterías. Sería mejor callar, seguir
haciéndolo. Era mi responsabilidad, yo había traído la desgracia a mí familia y
yo tendría que librarla de ella, pero cómo?
Muchas noches tenía sueños bizarros
donde veía a aquel monstruo. Jamás olvidaré una, justamente la de hace 65 años,
tres meses y dos días. Era ya muy tarde, y como de costumbre no podía conciliar
el sueño. Me revolvía en mi catre, inquieto. Las pesadillas con el monstruo
marino me asediaban, en ellas su ojo sin párpado me hostigaba, me miraba y me
hablaba en aquel idioma inhumano, despiadado e incompresible. No había
palabras, no había sonidos, pero podía escucharlo en mi cabeza, me susurraba
imágenes de caos y destrucción. Vi como destrozaba el puerto, como ardía y como
partía barcos en dos; pude ver como descuartizaba hombres con sus tentáculos
plagados de ventosas llenas de garfios y como se saciaba con sus cuerpos
desmembrados, mientras me miraba con su ojo cargado de crueldad, con su ojo
rojo y negro, sin párpado, fijo en mí. Me culpaba de ello, me acusaba
burlándose. Grité. El grito rasgó el silencio de la noche haciéndolo añicos. Ni
madre ni padre se inmutaron, pero el grito sí despertó al bebé, que comenzó a
llorar en su cuna, un cajón hecho con unos maderos, junto al aparador de la
loza. Salté del altillo para intentar calmarlo, pues su llanto no cesaba.
Busqué entre las ropas de la cuna la muñequilla hecha de trapo y la impregné
con un poco del orujo de padre y se la di a Andresito que comenzó a succionar
el chupo, se calmó y a los pocos minutos volvía a dormir como un bendito.
Miré a mi hermano, allí tan pequeño
e indefenso y por un instante una idea negra, como el ala de un cuervo, cruzó
por mi mente. Él, aquel bebé, estaba siendo la ruina de mi casa, desde el mismo
instante en que supimos de su existencia, todo había ido de mal en peor, él era
la causa de todo nuestro sufrimiento.
La primera vez que oí hablar de la
criatura fue el mismo día que supe que él iba a nacer, el día que vi al
monstruo en el puerto, él nacía, y casi mata a madre. No podían ser
coincidencias, no, era evidente que existía alguna relación macabra entre
aquellas dos criaturas, como si por algún malvado arte, el viejo borracho me
hubiera maldecido a mí y a todos los míos, contándome aquella historia. Aquel
bebé, en apariencia inofensivo era una especie de heraldo del mal, un emisario
de aquel monstruo, y quizás... quizás...
también..
Alejé aquel pensamiento, del que me
arrepentía o mejor dicho, del que intentaba arrepentirme. Una arcada de asco
hacia mí mismo me ascendió desde las tripas y unas ganas de vomitar incontestables
me hicieron salir corriendo de la casa a las letrinas de la corrala.
Vacíe el contenido de mi estómago en
el agujero de la pieza de porcelana, pero las arcadas seguían llegando una tras
otra, como si fueran olas, como si mi cuerpo quisiera purgarse de esa idea
repugnante, despiadadamente insana que acaba de tener.
El desagüe de la placa turca, me
miraba, era una cuenca tuerta, una órbita de la que habían arrancado un ojo.
Entonces es cuando vi como desde su oscuridad profunda y fétida asomó primero
la punta de un flagelo carmesí, retorciéndose, tanteando, buscando. Como una
víbora, como una sierpe que ascendiera desde las entrañas de la tierra buscando
alimento. Pero no, aquello no era una serpiente que salía desde el infierno
seco de las profundidades de la tierra, aquello era la punta de uno de los tentáculos de la criatura, del demonio del
averno marino. El brazo de la bestia salía por el desagüe de la placa turca,
fino y flexible, como un azote carmesí, húmedo y viscoso, cubierto de inmundicias
y de mi propio vómito, y comenzó a
enrollarse sobre mi cuerpo atónito, que no pudo reaccionar, no pudo
gritar, sólo ser espectador mudo de aquella locura. Sentí su fuerza y su hedor
fétido y como me envolvía igual si fuese la presa de una araña y ese flagelo de
carne fuera su seda.
Apenas si aquel ovillo de músculo me
permitía respirar, me alzaba del suelo y me zarandeaba como a un pelele. El
extremo del flagelo me apuntó directamente a la cara. La punta estaba coronada
por una ventosa, que era como una boca con los dientes por fuera, se abría,
separando lo que parecían labios, pero que resultaron ser unos grotescos
párpados, que descubrieron un ojo. Un ojo réplica del gran ojo sin párpado, del
ojo rojo y negro. Entró dentro de mi mente, era como en mis pesadillas, sólo
que ahora no eran pesadillas, aquella bestia abisal había entrado en mi cabeza.
Puedo recordarlo perfectamente, siento su odio infinito, su desprecio a hacia
mi sola existencia, su maldad, una maldad pura y primigenia, infinita. Pudo haberme
destruido como a un mísero insecto, pero aquel ser no deseaba mi muerte, sólo
mi sufrimiento. Pude sentirlo, yo había heredado la maldición de aquel
borracho, yo era la ruina de mi gente, no mi pequeño hermano. Ahora era su
mensajero, debía consagrar mi vida a difundir su mensaje de horror.
Por el agujero de la loza del
retrete salió un segundo tentáculo. El nuevo brazo de la bestia brotaba desde las profundidades, salía y
salía, parecía no tener fin, largo como una serpiente marina. El tentáculo abandonó
las letrinas y siguió adentrándose silencioso en la noche. La bestia seguía
bombeando su carne afuera, reptaba sobre el suelo de piedra de la corrala. Sólo
podía contemplarlo, mientras me debatía entre la agonía de su asfixiante abrazo
y la locura de saberlo dentro de mí, seguía manando. En un momento determinado
se detuvo, había llegado a su destino, fuera cual fuese y ahora se recogía,
volvía a su cubil, haciendo el camino
inverso. Al mismo tiempo el que me tenía preso cedió en su despiadado abrazo,
antes el ojo volvió a enterrarse en su capullo de carne y dientes, como una
flor pérfida. Me dejo caer al suelo igual que un despojo, como algo que ya no
le fuese útil, sentí el alivio de poder insuflar aire a mis pulmones y de tener
la mente libre de su conciencia animal. El primer flagelo desapareció por el
desagüe.
En el suelo, boqueando como un pez
agonizante fuera del agua, puede contemplar con horror lo que el segundo
tentáculo había ido a buscar. Sujeto entre sus ventosas, atrapado entre sus garfios
llevaba el cuerpo de Andresito. El bebé dormía aún succionando plácidamente el
chupete de trapos impregnados en licor que le había dado tan sólo unos minutos
antes. Lo arrastraba envuelto con su tentáculo carmesí, con una delicadeza
sádica, acunándolo delante de mis propios e impotentes ojos, como en una última
burla malévola y cruel lo vi desaparecer por el desagüe para siempre.
Después, de aquella noche, de ver como aquella bestia se llevaba a mi
hermano, no tuve valor para regresar a casa, pensé que alejándome los
protegería.
Cuando se supo de mi desaparición y
de la de mi hermano, la gente empezó a inventar historias, llegué a oír que mis
padres nos habían vendido a unos sacamantecas y cosas aún peores. Vagué por el
puerto un tiempo, escondiéndome de todos aquellos que pudieran reconocerme,
hasta que conseguí colarme de polizón en un barco y me alejé de allí lo más
lejos que pude.
Siempre, que me cruzaba con algún
marinero de aquel puerto le preguntaba por la historia de los niños desaparecidos,
con la intención de recabar toda la información posible sobre mis padres.
Una noche, tomando unas cervezas,
uno de esos marineros me contó, que la madre de los niños (madre), terminó
arrojándose por el dique, en un día de tormenta mientras los llamaba y que su
marido, murió al poco también, de un navajazo en un callejón del puerto,
durante una pelea de borrachos, intentando defender la honra de su difunta
esposa, a la que en toda la ciudad llamaban loca. Le pagué bebida hasta que
casi no se tuvo de pies, luego lo empujé al mar.
Muchos años después, volví con
suficiente dinero para fletar un barco e intentar dar caza al monstruo. Me
llamaron loco y se rieron de mí, pero tenía dinero, conseguí una tripulación y
floté el barco. Ya nadie recordaba la historia de los niños perdidos, ni la de
sus padres. Me arruine buscando en vano a la bestia.
Desde entonces sigo contado esta
historia a todos aquellos que la quieren escuchar, buscando a alguien que me
crea y volver a la bahía para acabar con esa bestia, que no ha dejado de
atormentarme ni una sola noche de mi vida.
Y ahora ustedes también la saben,
ahora también es su responsabilidad. Ya soy viejo, demasiado viejo y no quiero
que el secreto muera conmigo, así que no sean tacaños, dejen unas monedas o un
buen vaso de vino o quizás, y digo solamente quizás, sufran su ira
también.
FIN
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