sábado, 8 de julio de 2017

LA GRAPADORA






¿Cómo se puede temer a una grapadora?

Esa pregunta, aparentemente estúpida le recorría el cerebro en busca de una respuesta que no iba a encontrar. Era imposible, las grapadoras no dan miedo. Daba igual lo que su subconsciente, sentido común o lo que fuera le sugiriera, pero a él aquella grapadora le aterraba.

Ya estaba en el despacho cuando él llegó, cuando le asignaron ese cubículo en la décima planta de aquel edificio de oficinas. Había sido seleccionado entre un montón de aspirantes y al fin había conseguido el puesto. Debería estar contento y lo estaba, pero fue ver aquella máquina de poner grapas y una extraña sensación de hastío le invadió, aplacando la ilusión del primer día.

Lo primero que hizo fue organizar el que a partir de ahora sería su nuevo puesto de trabajo. Acomodó sus pertenencias. Colocó en una esquina un cubilete con bolígrafos, todos de color negro; en la esquina opuesta reservó un lugar de honor junto a la pantalla del ordenador para un monigote de arcilla agrietado y pintado con témpera amarilla, fue su primer regalo del día del padre, su hija se lo hizo en la guardería y casi disimulando tomó la grapadora y la metió en el tercer cajón de la mesa, al fondo, detrás de una pila de carpetas, pero antes de hacerlo se tomó unos segundos para observar, para mirarla. Quería descifrar por qué aquella grapadora le había producido y esa sensación tan repulsiva, un extraño cóctel de asco y pena.

Vio que tenía unas huellas en su superficie de metal pulido. Aquella grapadora había sido olvidada por el anterior ocupante de ese despacho, la persona que él había sustituido. Posiblemente un trabajador que llevaba años sirviendo fielmente a la empresa y que habría sido despedido, porque reunía unas condiciones ideales; unos 50 años, un salario que ya no era rentable, unas circunstancias que le hicieron ser el perfecto candidato, para ser sustituido por un trabajador más “joven y dinámico”, más preparado y desesperado por cumplir sus funciones por la mitad de su sueldo. Sí, aquella grapadora con pinta de anticuada, había sido olvidada por el dueño de esas huellas dactilares, que se marcaban el metal pulido, pobre hombre.

Pero él no podía hacer nada, el mundo laboral es cruel y de nada serviría llorar por los caídos Fin de la historia, su mirada no se volvería a cruzar con aquella cosa metálica, que le recordaba a la cabeza de un monstruo de película de ciencia ficción. 
Aquella sensación no le iba a arruinar nada, no era ni razonable ni lógico, ni nada que se pudiera explicar, solo era una grapadora y él acababa de inventar una historia triste para ella. 
Eso, una historia que justificara esa absurda sensación, nada más; la mente humana es así de caprichosa y la suya no iba a ser menos. 

Los días pasaron y sumaron semanas y las semanas meses. Apenas si se había dado cuenta y ya casi llevaba medio año en su nuevo puesto de trabajo. Los análisis, los informes y demás papeleos habían distorsionado el tiempo. Allí en su cubículo, los días se confundían unos con otros. Era un habitante, un trabajador más en aquella colmena llena de celdillas de despachos de dos por dos hechos con paneles de contrachapado.

“No volvió a acordarse de la grapadora”. Sí éste sería un bonito fin para este cuento, pero no, bien saben que no. La grapadora seguía en el tercer cajón detrás de una pila de carpeta. Estaba allí y él lo sabía. Solo tendría que abrirlo y meter la mano y palpar hasta tocar su metal frío y pulido. Sí, palpar porque el cajón era profundo y no podía verla, la metió allí para no hacerlo, pero una cosa era no verla y otra cosa saber que estaba allí aguardando, aguardándole. Durante esos casi seis meses no había habido ni un solo día que no recordara qué había en el fondo del último cajón.

Tenía otra, una menos aparatosa, una menos fría, era de metal, sí pero con una cubierta de plástico azul, y solo era una grapadora, un chisme, un ingenio que mordía los papeles y los sujetaba con trocitos de metal color cobre, una más de las cosas que rodaban por su mesa, nada que produjera ninguna sensación, ninguna que le irradiara ese terror infantil que le había hecho esconderla, pero no tirarla. Tirarla, deshacerse de ella de una forma definitiva, ¿por qué no lo había hecho?, ¿por qué la guardó?, ¿por qué la escondió? y lo más desconcertante, ¿por qué seguía haciéndolo? Primero se mintió con la excusa de que alguien podría volver a reclamarla, su anterior dueño, el propietario de aquellas huellas dactilares, de aquellas improntas grasosas que decoraban su cuerpo cromado. Más tarde, cuando nadie la reclamó, se convirtió en una suerte de juego consigo mismo, sólo eran unos trozos de metal y algún muelle unido por remaches, no tenía ninguna influencia sobre él, era un cacharro feo, nada más, podría vivir con ella. Había jugado a ignorarla, a intentar olvidarla pero de una forma u otra cada vez que miraba el cajón parecía que pudiera ver el interior, la imaginaba allí, como una morena agazapada, esperando pacientemente a que él metiera la mano.

Ya lo tenía, aquello era lo que le producía esa sensación tan desagradable, lo había descubierto por fin. Aquella grapadora y su imaginación se habían aliado contra él, habían fabricado un monstruo metálico, uno que estaba asustando a esa parte del cerebro primitivo e irracional, que debía haber quedado traumatizado sin saberlo con una morena. Sí, seguro que en algún momento de su infancia vio alguna imagen, algún documental de esos que le encantaba ver a su hermano mayor, alguno donde una morena negra y de dientes retorcidos salía de su cubil para engullir algún pez desprevenido o incluso el brazo de un submarinista incauto. Sí aquella asociación de habría producido de forma inconsciente y por eso aquella estúpida máquina de poner grapas le estaba atormentando.

Ahora solo tendría que abrir el cajón, meter la mano hasta el fondo y palpar hasta encontrarla, cogerla y deshacerse de ella. La tiraría en el cubo de basura del comedor. Allí y no en una la papelera donde llamaría más la atención, mucho mejor estaría allí, entre sobras de almuerzos recalentados y lasañas descongeladas, si allí se desharía de ella de aquella estúpida grapadora que le atemorizaba; un lugar en la basura, esa sería su venganza. Ella se lo había buscado.

Otra bonita mentira

Abrió el cajón con decisión, Las carpetas de cartón azul y gomas elásticas, casi lo llenaban por completo. Tiró de él hasta que las guías llegaron al máximo de su extensión. Allí en ese espacio oscuro del fondo estaba, solo tenía que meter la mano y cogerla, atraparla, “es un ser inerte, las grapadoras no se atrapan, se toman, se cogen pero no se atrapan”. Vestía una camisa de manga larga blanca y cuellos parís con una corbata azul y rayas al bies más oscuras. Se desabrochó el puño de la mano derecha y se remangó por encima del codo, más pareciera que fuera a meter el brazo en un balde de hielo derretido para rescatar la última cerveza, desde luego el escalofrío fue parecido cuando palpó con la yema del dedo corazón su cuerpo metálico. Lo hizo con mucho cuidado, como si temiera que la grapadora fuera a morderle. “¡Qué tontería!” Había que terminar de una vez con aquella especie de teatrillo absurdo. Cerró la mano sobre ella y entonces sintió cómo algo se clavaba en el dedo índice. Un grito, afeminado y pueril salió de su boca sumándose a la sorpresa del dolor. Retiró la mano con rapidez. El movimiento rápido y violento hizo que la grapa que estaba atorada en la “boca” de la grapadora, le rasgara la delicada piel de la yema. Una gota gorda de sangre carmesí brotó del dedo.

Pateó el cajón con más miedo que furia. ¡Le había mordido!, la grapadora le había mordido como si fuera un gazapo que se defendiera en su madriguera. Se chupó la gota de sangre y paladeó su sabor a monedas. No, no podía ser, la parte racional de su cerebro pugnaba por imponerse, sólo había sido algo completamente fortuito, algo totalmente carente de voluntad o intención, era un objeto inanimado, él y solo él la estaba dotando de vida. Era pura y dura sugestión.

El pequeño corte dejó de manar sangre. Rearmado con su razonamiento volvió a abrir el tercer cajón y éste rodó con suavidad sobre sus guías, como si nunca hubiera pasado nada, como si solo fuera un cajón más de los cientos que había en esas oficinas, como si su contenido solo fueran carpetas azules con gomas elásticas.

Miró de nuevo el hueco oscuro del fondo de la gaveta. Ahora la lógica del razonamiento no parecía tan sólida, en su cabeza algo le estaba susurrando otra posibilidad, otra absurda, que le hacía latir el dedo herido. Se esforzó para no oírla, para hacer oídos sordos, no podía dejarse dominar por aquella especie de paranoia. Metió la mano pero no sin antes armarse; tomó un lápiz del cubilete que había sobre la mesa, era como la silla del domador de leones, como la vara del peregrino que sondea un arroyo antes de vadearlo, solo que él no era un domador de leones, ni un andarín precavido, solo era un oficinista atemorizado por una grapadora agazapada en un cajón, ver para creer.

Tanteo con la punta roma del lapicero, ¿qué esperaba, sentir la violencia de una dentellada?, aquello era todavía más ridículo. La madera tocó el fondo del cajón de contrachapado, lo movió hacia un lado y hacia el otro, esperando encontrar la grapadora pero no topaba con ella. Su improvisado bastón de ciego no encontraba nada que lo detuviera e iba de una gualdera a otra sin encontrar ningún obstáculo. No podía ser, maldita sea, no podía ser, hacia solo un par de minutos que él había tocado la grapadora, de hecho el corte que le latía en el dedo lo atestiguaba sin ningún lugar a dudas y ahora la dichosa grapadora simplemente se había esfumado. Retiró la mano del cajón y arrojó con rabia el lapicero y la volvió a meter con la decisión que da la desesperación de no creerse loco. Tanteo y nada, el hueco de detrás de las carpetas azules de gomas elásticas efectivamente estaba vacío. Iba a perder los nervios. En un arrebato empezó a sacar todas las carpetas tirándolas al suelo con descuido. El cajón quedó vacío a los pocos segundos...vacío, completamente vacío. Entonces, ¿qué había tocado, con qué, qué le había desgarrado la yema del dedo?

Tenía que serenarse, debía de haber alguna explicación para aquella locura, solo estaba fuertemente sugestionado, solo era eso, saldría, daría una vuelta, incluso se fumaría un cigarro. Un momento, él no fumaba, hacía más de tres años que no se llevaba un cigarro a los labios, sin embargo en esos momentos la idea del humo cálido y azulado le pareció la mejor solución para calmar sus nervios... Sí un cigarro le ayudaría a pensar. Bajaría al hall y buscaría a algún compañero para pedirle uno, o mejor casi, compraría una cajetilla y se fumaría un Lucky Strike en el baño a escondidas, sí mucho mejor a escondidas, donde nadie le vería la cara desencajada mientras fumaba y pensaba en aquella maldita grapadora. Pero antes devolvería las carpetas a su lugar, no podía dejar así el despacho, como el despacho de un loco...porque él no estaba loco, no aún.


Algo más calmo después de recolocar el cajón, se reclinó en su sillón y suspiró. La idea de comprar tabaco, de fumar, se había empezado a esfumar como el humo de ese cigarro que no iba a encender. Era un hombre adulto no se podía dejar llevar por el pánico. De todas formas un paseo no le vendría mal. Se apoyó en los brazos de nylon negro de su sillón para tomar impulso y levantarse, cuando sus ojos se pasearon por encima de la mesa de despacho. Allí estaba, sobre la encimera de melamina blanca, la grapadora le estaba mirando con su ojo remachado, mostrándole la sonrisa cromada, con la patilla de una grapa manchada de sangre sobresaliendo de ella. Allí, aguardándole, desafiante, como una morena metálica. Aquella era su guarida, su cubil, ella estaba antes que él y no la iba a echar, nadie lo haría…



FIN



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