domingo, 29 de octubre de 2017

RIADA #3







Llovía, otra vez llovía. Los goterones del tamaño de huevos de codorniz caían como obuses sobre cualquier cosa que no estuviera a cubierto. Las cañerías saturadas de la ciudad, la intentaban escupir por las alcantarillas, borboteando agonizantes. Eran las bocas de un condenado al que torturan derramándole litros y litros de agua en un martirio que se deleita viendo como se ahogaba.

Los truenos martillean las nubes exprimiéndolas, los relámpagos son los dedos azules señalan los objetivos. Uno de ellos es el instituto anatómico forense.


El sonido de un disparo en el sótano de un edificio vacío como ese, en mitad de una noche, hubiera alertado al par de guardas de seguridad, que además de los policías lo custodiaban, pero quedó amortiguado por uno de aquellos truenos que estaban resquebrajando el cielo.

Pepín siguió inmóvil durante un par de minutos después del beso de la chica resucitada, como si se hubiera transformado en una estatua de sal y se resguardarse de la tormenta. Aunque la verdadera tormenta se desarrollaba en su interior y el brillo azulado de los relámpagos sólo se dejará ver por las ventanas en las que se habían convertido sus ojos.

Ya no temblaba está rígido, con el rostro inmutable. Pasado ese tiempo se agacha y toma en brazos el que ahora definitivamente sí es el cadáver de una chica, y con la delicadeza de un padre, que lleva a la cama a su hija dormida, la vuelve a introducir en la cámara frigorífica. La coloca decúbito supino cubriéndola con la sábana blanca, como debería haber estado, como están los cadáveres dentro de una cámara de una morgue.

Sale de la sala y se dirige hacia el hall de entrada con paso calmo, paseando sin aparente urgencia. Pasa por encima del que fue su compañero. Está tirado en el suelo, es una suerte de espantapájaros al que en vez de ponerle de un saco o una calabaza por cabeza, le ha colocado una sandía pocha, que al derrumbarse se ha rajado dejando salir una pulpa roja, maloliente y líquida.


Utiliza las escaleras para subir a la primera planta. Las botas de suela de goma chirrían sobre el piso pulido de mármol blanco, veteado de aguas negras.
Las escaleras desembocan en un distribuidor amplio, de donde nacen cuatro pasillos y dos escaleras laterales, que permiten el acceso a las plantas superiores de las alas del edificio. Frente a él se abre el hall de entrada, donde está el arco de seguridad y los dos vigilantes. Uno, el más joven, está de pie, mirando su teléfono móvil, con una sonrisa boba. El segundo, mayor, completamente fuera de forma, está arrellanado en una silla junto al arco de seguridad mirando las musarañas, debe de estar al borde de la jubilación, después de una vida de guardias nocturnas eternas y soporíferas. No advierten la llegada del agente hasta que está a menos de 50 metros. El joven se mete el móvil en un bolsillo y chista al mayor, que sale de esa especie de inopia, para indicarle que tenían visita.

El policía desenfunda y descerraja dos disparos al vigilante que está de pie. Los dos impactan en el pecho, de donde le brotan dos claveles rojos. Al otro no le da tiempo a reaccionar y otro disparo le alcanza en medio del rostro convirtiéndolo en una máscara grotesca de carne, pelos y sangre.

Se acerca a la mesa sin mirar siquiera a los cuerpos de los hombres que acaba de asesinar, levanta el teléfono y marca un número.

No lejos de allí suena un teléfono móvil. Una mano de hombre acepta la llamada deslizando el dedo por la pantalla, no contesta, solo escucha. La comunicación dura unos pocos segundos. La ventanilla tintada de un coche de alta gama y fabricación alemana se abre, por la rendija que deja, sale el teléfono receptor para precipitarse al asfalto encharcado de lluvia. La ventanilla vuelve a cerrarse, acto seguido el coche se pone en marcha.

La pistola de Pepín vuelve a funcionar, vacía el resto del cargador sobre los equipos informáticos que controlan las cámaras de vigilancia.

Luego selecciona el canal en el Walkietalkie para contactar con la comisaría. Pide ayuda, refuerzos. En su voz hay urgencia, casi desesperanza, pero no da detalles, es escueto, corta la comunicación y apaga el dispositivo. A los pocos segundos tres coches patrulla encienden las sirenas y vuelan hacia el instituto.

El mercedes negro se detiene en la misma puerta del anatómico forense. La puerta del copiloto se abre y de él baja un hombre, lleva un traje del mismo color del coche, es delgado, alto, lo que le hace parecerlo más, del rostro le sale una nariz grande y ganchuda, que recuerda al pico de una rapaz, sobre las que lleva apoyadas unas gafas de sol negras a pesar de estar bien entrada la madrugada. Está diluviando y la lluvia lo cala prácticamente nada más bajar. Su rostro no transmite ninguna sensación. Del interior del coche saca un paraguas grande de caballero, pero no lo abre, solo espera.


Una de las puertas del instituto se abre y por ella sale el policía, inmediatamente cara de pájaro sale a protegerlo con el paraguas. El agente rechaza la protección, haciendo un ademán de desprecio con la mano y se dirige al coche con determinación. El hombre del paraguas corre servil a abrirle la puerta trasera de la berlina y luego la cierra con suavidad antes de montar de nuevo por la puerta del copiloto. El coche abandona el lugar sin prisas, casi pavoneándose, casi como si le dijera a cualquiera que lo pudiera ver: “podría correr, correr muy rápido, pero no tengo necesidad y además no quiero hacerlo” y se pierde lentamente en la noche lluviosa.

Unos minutos después tres coches de la Policía Nacional llegaron centelleando en azul, un azul parecido al de los rayos que seguían iluminando la noche, en un azul casi idéntico al que se podía ver en los ojos de ese policía que todos conocían como Pepín.
Continuará...

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