sábado, 21 de marzo de 2020

Recuerdos



Estaba preparada, sí, había trabajado para esto durante casi toda su vida y ya tenía ochenta años. No la iban a pillar desprevenida, no a ella.

La anciana calló y besó la foto de Augusto, su hijo, mientras la devolvía con suma delicadeza al estante del mueble bar del comedor.

Hablar sola no era malo, no cuando no tienes a nadie con quien hacerlo, no cuando estás sola. Le había pillado el truco y le gustaba hacerlo, de hecho tenía largas conversaciones con ella misma. ¿Acaso no había personas que jugaban partidas de ajedrez contra ellas mismas?, pues ella charlaba con ella misma, punto.

La mayoría de las veces en las charlas se recordaba anécdotas de cuando aún era más joven, como si se las estuviera contando a una amiga. “Más joven”, es fácil ser más joven con 80 años y tres cuartos. La risita, se le escapó como si fuera la de una colegiala traviesa soportando un sermón. La edad está en la cabeza, y llegaba un momento, sobre los 20-30 años, según sea cada persona, en que la mente completa su crecimiento, se estabiliza, se planta y ya no envejece más, por decirlo de algún modo comprensible, la consciencia de uno mismo se desliga del cuerpo ya que éste sí seguirá envejeciendo. El cuerpo físico solo es un envase, una especie de vehículo que se te proporcionaban para poder vivir, igual que el traje de los astronautas para ir al espacio, por eso a partir de ese momento la edad mental y la edad física jamás volverían a estar en armonía.


Una lama de la persiana del salón comedor crujió, sacándola de sus pensamientos.

— Maldita sea, ya está aquí otra vez querida. Otra vez está rondando la casa con sus patas peludas y negras esa maldita araña.

— No temas, no puede entrar. Primero están las rejas, y luego las persianas protegiendo las ventanas, son fuertes; ese maldito bicho no podrá entrar. Ya sabes que lo ha intentado muchas veces.

— Es verdad, además Augusto no tardará en volver, ese bichejo no se atreverá a meterse con el niño.

La risilla volvió a escaparse otra vez de entre sus labios, aún tersos y rosados

— Deberías de dejar de llamar “niño” a Augusto, es un hombre hecho y derecho.

— Calla, siempre será mi niño, da igual los años que tenga. Él no se lo toma mal, sabe que se lo digo con cariño.

Ahora los golpes llegaron desde la puerta de entrada, no sé qué pretendía aquella criatura. Era una puerta blindada, y sus ocho patas podrían golpearla todo lo que quisieran, no cedería un ápice.

— ¿Estás segura, verdad querida? se dijo mientras apretaba en una mano el camafeo con la foto de su hijo, que llevaba en uno de los bolsillos del batín.

— Claro que lo estoy, Agusto dijo que la casa estaba segura, no hay nada que temer. Ya se marchará.



La anciana dio un par de pasos inseguros hacia el sillón de orejas. Se sentaría un rato, aunque en su cabeza siguiera siendo una mujer joven sus piernas no lo eran. La araña parecía que se había aburrido de aporrear la puerta y se habría marchado en busca de otra cena más sencilla, mejor, era molesto.

Junto al orejero había una lamparita que se apoyaba en una mesita telefonera, donde había un teléfono negro antiguo de los de baquelita, obsoleto, con una pantalla amarillenta que la luz de la solitaria bombilla de 25 vatios apenas si podía atravesar. Un poco más allá otra mesita de café donde descansaba un álbum de fotos de tapas de cuero rojizo y aspecto ajado. Una vez sentada se hizo con él no sin esfuerzo, era pesado. Era su álbum favorito tenía muchos más álbumes, una estantería llena de ellos, y no solo de fotos como aquel. Los tenía rellenos con entradas de cine, a museos, billetes de tren, incluso había alguno con cajitas de cerillas a las que había recortado la tapa, servilletas o envoltorios de chocolatinas. En esa librería tenía almacenado todo un archivo de recuerdos. No obstante no era la única, tenía otras estanterías dedicadas a otro tipo de recuerdos, porque todos no se podían guardar en álbumes. Una de sus preferidas era la estantería con artículos de fumador. Sí antes se fumaba mucho, todo el mundo fumaba, sobre todo los hombres, luego también se apuntaron las mujeres, y en todos los lugares había ceniceros o mecheros serigrafiados con “Rdo. de...” Ella los había ido comprando, recopilando, y guardando cuidadosamente; bueno tenía que reconocer que no todos fueron comprados, sí debía reconocerlo, algunos simplemente se “cayeron” en su bolso. En estos ni siquiera ponía recuerdo de, simplemente los vio en algún café, o restaurante, le gustaron y sintió la imperiosa necesidad de tenerlos y no solo fueron ceniceros, también tazas, vasos, jarras y hasta alguna fuente. La risa volvió a aparecer en su rostro.

— Ladrona.

— ¿Cómo te atreves a llamarme eso? Solo son recuerdos, nadie los echó en falta. Ahora solo serían basura, en cambio yo los he conservado, los he cuidado y les he dado valor. No me vuelvas a llamar eso.



Abrió el pesado álbum, con el ceño fruncido en una expresión de enfado, que se suavizó apenas contempló las primeras fotografías en blanco y negro. Estaban apergaminadas y la débil luz de la lamparita no hacía que su aspecto deslucido mejorase. La anciana se acomodó las gafas de gruesos cristales y suspiró.

— Siempre fue un niño precioso. Murmuró.

— El más bonito, querida.

— ¿Estás preocupada?

— Claro, ¿cómo no lo voy a estar? ¡Qué cosas dices!

Una lágrima rodó por el rostro apergaminado de la mujer. Con la agilidad de un mago hizo aparecer un pañuelo y la secó, también se enjugó los ojos para evitar que el resto de las que se acumulaban se desbordaran. Volvió a colocarse las gafas con un ademán de orgullosa dignidad que le impedía llorar e hizo desaparecer el pañuelo igual de mágicamente que lo hizo aparecer y continuó.

— Es un soldado, uno de los mejores, acabará pronto con todo esto. Ya lo verás.

Pasó varias páginas del álbum hasta que llegó a una, donde las fotografías eran de color, pero de un color desleído, donde el revelado químico al parecer no había impresionado suficientemente los colores y todos eran un tono más apagado de lo que debieran.

— Lo ves, apostilló la anciana, señalando una foto de 10x15 donde se veía a un muchacho vestido de uniforme besando una bandera.— El mejor plantado de todo el cuartel, recuerdo aquel día perfectamente.

— Sí querida, hacía un calor terrible, era bien entrada la primavera, casi verano.

— ¿Quieres contarlo tú? Es mi niño, yo estuve allí, tú lo sabes de oídas, yo lo sé porque lo viví.

— No, no solo hice un comentario. Hoy estás insufrible.



— Sí tan insufrible estoy, mejor no te cuento nada, además ya conoces la historia… Dijo mientras cerraba el libro de golpe.

— Tampoco es para ponerse así. No te enfades conmigo querida, sabes que me encanta que me cuentes historias, que me cuentes cómo era todo antes, antes de esto. Son momentos difíciles, estás cansada, más cansada de lo que quieres reconocer. Anda cuéntame.

— Está bien, puedes que lleves algo de razón y esté un poco irascible, te contaré. Fue el día uno en el campamento de la Legión, en Ronda, en Málaga, hacía un calor de mil demonios, tanto que incluso dos chicos se desmayaron justo detrás de Augusto, pero él no, él entonces ya era todo un hombre y aguantó sin pestañear todo el rato a pleno sol. Luego cuando terminó y dejaron de ser reclutas, me dijo con los ojos abiertos como platos, “Mamá ya no soy un recluta”. Estaba tan orgulloso, y yo era tan feliz de que él lo estuviera, tan orgullosa de él…



Esta vez los golpes sí parecían que fueran a arrancar la puerta de sus goznes.

— ¡Dios mío!— Exclamó respingando en el sillón orejero.

Aquello no era la araña, aquello debía de ser algo mucho más fuerte.

— ¿Qué ha sido eso querida?

— No lo sé, pero calla, no hagas ruido, si no lo hacemos quizás eso que ha golpeado la puerta se vaya.

Con mucho cuidado buscó la perilla del interruptor de la lamparita y apagó la luz. Mejor permanecer a oscuras, sí porque había bichos que podían detectarla, Augusto se lo había dicho, que solo usara bombillas de poca potencia, la menor luz posible, era lo más seguro.



Esta maldita guerra ya duraba demasiado tiempo. “Mamá el deber me llama. Tengo que marchar, pero volveré pronto. Te quiero” Eso le había dicho su hijo cuando se marchó. Hace, hace…

— Hace mucho querida.

— Calla, nos van a descubrir, y no hace tanto.

Un mes o dos, tres a lo sumo. El tiempo ahí encerrada se deformaba con facilidad. No había televisión o radio, aquellos aparatos eran inútiles, las emisoras fueron intervenidas por el enemigo, estaba aislada dentro de su casa, su pequeño bunker.

— No va a volver.

— Que te calles— Dijo entre dientes.



Otro estruendo hizo retumbar toda la casa. Algo romo y duro había vuelto a golpear la puerta.



— No, no va a volver.

— Claro que va a volver, maldita bruja. Está en el frente, no habrá permisos ¿Qué insinúas?

— Es mentira y lo sabes. ¿Dónde está el padre?

― ¿El padre?… ¿a qué viene eso ahora? Ya sabes dónde está su padre.

— No, no lo sé y tú tampoco, porque te abandonó después de dejarte preñada querida.

— Mi marido murió en un accidente, durante unas maniobras, en África. Por eso Augusto quiso ser militar, aunque por ser huérfano de padre e hijo único, no tenía por qué hacer la mili, pero se presentó voluntario, quería seguir los pasos de su padre.

— ¿Cómo se llamaba tu marido? Querida, ¿Cómo te llamas tú? ¿Cómo nos llamamos?

— ¿Qué cómo se llamaba mi marido? ¿Qué cómo me llamo? Yo me llamo… mi marido se llamaba… Aug… Augusto como mi hijo… yo me llamo…



El tercer golpe hizo que el marco de la puerta reventara y esta se abriera como si fuera una boca a la que le hubiesen dado con un bate de béisbol. Un chorro de luz penetró en el salón de la casa. Dos hombres uniformados entraron dentro. El hedor que les recibió fue tan penetrante que dieron un paso atrás. Desde su retaguardia dos figuras envueltas en monos blancos y mascarillas les rebasaron, llevaban unas potentes linternas, con la  que escudriñaron el interior de la vivienda, hasta que el haz de luz descubrió una forma humana. Ahí estaba la anciana, cubierta de harapos y rodeada de basura.



— ¡Nos han descubierto, nos han descubierto! Es el enemigo, estamos perdidas. Tenemos que luchar, no podemos rendirnos. No me atraparan sin lucha.

— Sí querida, no nos rendiremos. Augusto vendrá a rescatarnos, ya no debe tardar.



FIN.

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