viernes, 15 de marzo de 2019

El Peregrino



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 El Peregrino

Por cada paso que daba sentía una nueva dentellada en los pies, más en el derecho que en el izquierdo, pero le dolían los dos. Era un dolor caliente, que escocía, con esa sensación de ingravidez de pisar sobre algo turgente. Las plantas de los pies se habían transformado en grandes ampollas a punto de reventar. De poco habían servido la vaselina, los calcetines gruesos y las botas de trekking. Treinta kilómetros andando cansan a cualquiera, sobre todo si llevas una semana de jornadas de largas caminatas como esa, y la de hoy estaba pudiendo con él.

El dolor no solo se suscribía a los pies, en realidad le dolía todo, solo que en los pies es donde se expresaba con más intensidad, casi llegando a ser insoportable. Era como llevar un enanito cruel subido a la mochila, un duende malvado que iba susurrándole al oído “para, descansa, solo cinco minutos, estás muy cansado, nadie te va criticar por ello, no tienes que demostrar nada a nadie, es por tu bien” y que viéndose desobedecido montara en cólera y como represalia le infringiera más dolor, mordiéndole los pies o clavándole agujas en los gemelos, pero no podía detenerse, no porque sabía que si paraba no podría volver a levantarse, y allí en medio de la nada no tenía sentido hacerlo, no con la noche a la vuelta de la esquina y aún faltándole kilómetros para llegar al albergue más próximo.

Su forma de luchar contra ese deseo de parar, era alejar la mente del dolor refugiándose en otro mayor. Sí, era lo mismo que ese absurdo truco de pellizcarte la palma de la mano cuando te duele una muela, por un segundo el dolor de la muela desaparece oculto por el pinchazo en la mano, lo que no te dicen es que pasado ese segundo la muela volverá a doler con renovados bríos. Afortunadamente su dolor refugio era suficientemente fuerte como para que ninguna marejada lo pudiera superar con facilidad. No era un murito de arena para parar la marea, no, era de bloques de piedra, tenía una montaña de rocas negras y brillantes como cubos perfectos de obsidiana para parar aquella marea, para formar una ensenada artificial donde los calambres y las ampollas no pudieran doblegarle.

El malecón es negro pulido, de ese cristal oscuro extraído de lo más profundo de su alma. Un extracto pretérito donde alguna vez la felicidad quedó sepultada como selvas jurásicas y la presión del tiempo y de océanos de llanto la transformaron en un mineral negro y duro. Una especie de diamante negro que con su energía alimenta la caldera de su voluntad. No, no va a parar no hasta que sus pies se conviertan en una pulpa sanguinolenta o quede un mol de esa energía negra dentro de él.

El camino se empinaba y serpenteaba entre rebollos centenarios, que murmuraban molestos por aquella diminuta y renqueante criatura. Era solo uno, pero los robles bien sabían que eran peligrosos, que muchos de ellos, y otros hermanos castaños habían sido arrancados, talados hechos serrín o quemados en chimeneas por aquellos hombres. Por suerte ellos estaban lejos, en la montaña y allí aún se les respetaba, pero ese humano no tenía pinta de ser de por allí y quizás solo fuera el primero de muchos, que vendrían con sierras y fuego, para arrancarlos de su tierra, y plantar luego esos árboles, eucaliptos, esos esclavos extranjeros que exprimirán el monte, o simplemente para quemarlos por el mero placer de verlos arder. No, aquel humano no era bienvenido en el bosque. Ya lo venían observando desde hacía horas. Otros árboles de monte abajo les habían informado, las noticias hechas del rumor de hojas habían viajado sobre la brisa. No permitirían que se quedara allí, allí no. No podrían impedir que atravesase sus dominios pero no tolerarían nada más.



Una gota de sudor se columpió en una pestaña para luego saltar de ella como un trapecista ejecutando su número en la pista central. La sal le escocía y de forma instintiva se refregó el ojo con el puño. Las gotas que se amontonaban en las cejas se desprendieron y casi fue peor el remedio que la enfermedad entonces uso la manga del forro polar como improvisada toalla para secárselas, en ese mismo instante se percató de que se había detenido. Llevaba tantas horas de marcha que se sintió un poco mareado. La inercia le estaba jugando una mala pasada, era igual que cuando ibas en un vagón de metro que después de frenar, se mueve tan despacio, que no sabes si eres tú o es el andén el que lo hace. Abrió los ojos e inspiró aire llenando los pulmones lo más que pudo. Encharcándose del olor de la tierra húmeda, de la hierba, de la madera, el aroma de la savia de cientos de árboles y del olor millones de hojas vivas y de muchos millones más de hojas muertas. Por un instante los dolores habían desaparecido, una paz silenciosa le embotaron todos los sentidos, solo podía sentir el murmullo de las hojas agitadas por una brisa fresca que le secó el sudor haciéndole vibrar con un escalofrío que le recorrió la el cuerpo de arriba abajo. Esto es lo que había venido a buscar, esa paz, esa calma que solo se consigue después del esfuerzo.



Era un urbanita, el campo, la naturaleza para él se suscribían a parques y al zoológico. En su mundo ni los animales ni las plantas eran libres, en su mundo la hierba solo crecía donde se le ordenaba y los animales eran mascotas o atracciones aisladas por un foso o una discreta valla electrificada.

Ese era su mundo y era cómodo. En su vida diaria disfrutaba de las ventajas de residir en una gran ciudad, con un trabajo que le propiciaba posición aceptable en la parte media de la sociedad. En la ciudad todos querían ser clase media. Los pobres no se veían tan pobres y los más acomodados no querían parecerlo tanto, solo en los extremos de la escala se reconocía sin tapujos la abundancia o la escasez de recursos, porque era ya algo tan obvio que ninguno de los dos bandos podían ocultarlo, el resto pugnaba en la clase “media” luchando por huir de los puestos de la cola o pugnando por subir a los de arriba pero siempre con la sutilidad de la clase “media”.



Pero la comodidad no es felicidad. La felicidad le era esquiva, siempre se lo había sido, por un motivo o por otro se le escurría entre los dedos como un puñado de agua. No había sido hacía demasiado tiempo que había estado muy cerca de serlo, de hecho pensó que lo era. Estuvo viviendo en una burbuja de ignorancia hasta que esa pompa de inopia estalló, haciéndose añicos en una explosión que puso patas arriba su cómodo mundo. Entonces las esquirlas de la realidad se le hincaron en lo más profundo de su ser y eso le hizo ser consciente de su no felicidad. Y ese era el motivo de que estuviese aquí en medio de un bosque, solo y reventado de andar.

Sí, el Camino de Santiago le pareció una buena forma de sacarse esos pedazos de realidad que le infectan el alma. Estuvo barajando la idea durante unos meses. El deporte es un aliado para la mente. Primero se apuntó a un gimnasio donde practicó esa modalidad de fitness tan en boga, CrossFit, pero cuando se vio ahí rodeado de gente saltando obstáculos y levantando ruedas de camión se sintió ridículo. Aquello era otra de las ventajas de la gran ciudad, la gente hacía deporte pero en realidad era como la noria de la jaula de un hámster. Era otra norma más de la sociedad urbanita. Una sociedad que había olvidado lo que era comer con hambre o dormir con sueño, con verdadera hambre y con verdadero sueño, por eso los gimnasios proliferaban, porque el ser humano es un organismo diseñado para vivir en la naturaleza, donde el alimento escasea y dónde el sueño es un lujo de los depredadores y aquellos gimnasios eran un placebo de naturaleza un lugar donde la gente iba a sentirse 'viva”. Pero no, aquella ciudad era una jaula que jamás le dejaría sentirse realmente vivo.

Un día mirando la TV vio un documental sobre la ruta jacobea y algo saltó en su interior. Un camino, una búsqueda, un destino. Aquello era lo que él estaba buscando. La religión no tenía nada que ver. Muchas veces había deseado tener esa necesidad religiosa, quizás allí hubiera encontrado el consuelo que ahora buscaba o ¿quién sabía? quizás encontrara en él la fe. De cualquier manera, el Camino de Santiago se le antojaba una farmacia dónde podría encontrar el remedio que necesitaba para su dolor, aunque no supiera exactamente cuál era, y como decían los creyentes “Dios proveerá” o como a él le gustaba decir, parafraseando aquella cita de la película Parque Jurásico “La vida se abre camino”



El roble más próximo a la linde del camino lo observaba con una mezcla de asco y terror. La misma repulsión que causan las ratas en los humanos, pero más aún, porque las ratas no eran en verdad peligrosas y huían a la mínima, sin embargo los humanos no lo hacían y los robles no eran de carácter belicoso. Además, los árboles no eran seres rápidos, lo árboles eran lentos y pacientes, mientras que los humanos eran veloces y apresurados, sus vidas empezaban y terminaban en un pocas primaveras, los robles en cambio necesitaban muchas más para simplemente aprender que aquellas cosas blandas y diminutas eran muy, muy peligrosas. Por ello era fundamental escuchar las voces de los rebollos vetustos, ellos habían aprendido, ellos tenían almacenado el saber en sus anillos y estaban murmurando “…cuidado, cuidado con ellos...” Lamentablemente cada vez quedaban menos y los árboles cada vez sabían menos, cada vez los más viejos del lugar lo eran menos, y los más jóvenes solo querían oír hablar de venganza.



El silencio del bosque se volvió rotundo, la brisa había desaparecido, el murmullo de hojas había cesado. Era tal el silencio que podía oír sus latidos retumbándole dentro de los oídos. Una extraña sensación se apoderó de él, soledad, soledad infinita y con ella llegó de la mano un presentimiento, que se acompañó de un nuevo escalofrío pero de una naturaleza completamente distinta al que había sentido hacia unos instantes. Sin saber muy bien por qué necesitó mirar hacia atrás. Se giró lentamente, el crujir de las hojas bajo sus pies se le antojo estruendoso. El camino seguía allí, apenas visible, una línea imprecisa y zigzagueante de barro, el rastro de la uña de un arado indeciso que ha ido arañando el suelo del bosque. Los árboles lo flanqueaban por ambos lados, como las columnas del pórtico de un claustro, las ramas más gruesas formaran las nervaduras de las bóvedas y éstas estaban hechas con millones de hojas de infinitos tonos de verde, marrón y amarillo, como si en vez de por un bosque hubiera estado andando por alguna especie de catedral. Eso era, esa era la sensación, la de caminar por un lugar sagrado, por un lugar por donde no se debería pisar. De súbito una ráfaga de viento agitó la alfombra de hojas muertas, y tuvo que protegerse el rostro con la mano para evitar que la suciedad le entrara en los ojos. La temperatura había bajado un par de grados en unos instantes y el follaje de las copas de los árboles parecía haberse apretado, tamizando la luz de un sol en franca retirada, haciendo que todos los colores se oscurecieran. El marrón de la corteza se transformó en negro, los verdes y amarillos perdieron su brillo y se mostraron apagados, casi mustios.

La necesidad de reanudar la marcha surgió de forma imperativa. Tragó saliva con la intención de aliviar esa miga de pan ficticia que se le había quedado sorpresivamente atorada en la garganta.

Dar el primer paso fue como sacar el pie de un lodazal, no solo fueron las ampollas que volvían a morderle, fue que cada pie había quintuplicado su peso. Así y todo apretó los dientes para tirar de ellos y del resto de su cuerpo. Tenía que salir de debajo de esos árboles que parecían susurrar, pues las hojas de las copas habían vuelto a agitarse a pesar de que a parte de aquella ráfaga de viento, el aire no había vuelto a moverse. Mientras avanzaba penosamente miraba hacia un lado y hacia el otro intentando escudriñar la oscuridad, que comenzaba justo después de la segunda línea de robles. Los troncos llenos de nudos, se le antojaban cuencas vacías de ojos tuertos, pero que de alguna forma le miraban, su imaginación transformaba las ramas más bajas en largos y retorcidos dedos acusadores, pero sobre todo era el rumor, el rumor de las hojas el que se había vuelto insoportable.



Apretó el paso todo lo que su dolorido cuerpo le permitió con el peso de miradas llenas de rencor sobre él. No entendía aquel idioma de hojas temblorosas, pero tampoco lo necesitaba para saber que no le querían allí. La senda del camino parecía estrecharse, o eso, o bien los árboles se habían arrimado más al camino, estrechándolo, estrangulando la linde, como si fuera la boca de una trampa y la estuvieran cerrando poco a poco. El pánico estaba llamando a su puerta, y si no lo le abría, sabía que encontraría la forma de entrar por sí mismo. Entonces, el mundo se volvió del revés. Antes de que pudiera percatarse, se vio tendido de bruces con un esguince en el tobillo y con la boca llena de sangre. Una de sus botas había quedado atrapada en el hueco formado entre una raíz y el suelo. La raíz estaba separa de suelo, formando un arco y oculta bajo la hojarasca, como un cepo, como si un árbol le hubiera puesto la zancadilla. Aunque él sabía que eso era imposible. En la caída la lengua se le quedó entre los dientes que la mordieron desgarrándosela involuntariamente cuando el mentón chocó contra el suelo del bosque. El tobillo le latía de dolor y la boca no dejaba de manar sangre. Intentó girarse, zafarse de la raíz pero ni la raíz ni el dolor no se lo permitían, volvió a escupir sangre. Se tanteó el bolsillo lateral del pantalón rezando para que su teléfono móvil no se hubiese roto también en la caída. Con los dedos temblorosos marcó el 112, mientras sentía como algo, algo grande, muy grande se inclinaba sobre a él.









Peregrino desaparecido en los montes gallegos.



El pasado martes, las autoridades recibieron la llamada de socorro de un peregrino, que realizaba el Camino de Santiago por la ruta norte entre las localidades lucenses de Baamonde y Miraz...




FIN

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