sábado, 2 de noviembre de 2019

Tac, tac, tac...



Sí, todos muy maduros, todos muy seguros de que hemos dejado atrás esos miedos infantiles, al monstruo de debajo de la cama, o al que se esconde dentro del armario. Ya no tenemos miedo a ir a oscuras por nuestra casa, ya no encendemos las luces para llegar a la cocina para asaltarla furtivamente de madrugada. Nos hemos hecho mayores, los niños lloran, gritan, temen a la oscuridad, porque los niños pueden ver. Los adultos no, ya no tienen miedo, pierden esa capacidad para percibir el otro lado. Pero el miedo nunca nos abandona solo cambia, muta, porque no hay nada más libre que el miedo.


Tac, tac, tac... Tac, tac, tac…

El patrón se repetía, tres golpecitos sobre el suelo, rápidos, como si unas uñas estuvieran tamborileando, como si tuvieran prisa, como si estuvieran esperando junto a un teléfono a que sonase; luego de los golpecitos un roce, el roce de algo que se arrastra, que se arrastra y que se acerca.

Es un bicho, un ratón. ¡Oh dios santo! Un ratón se ha colado en casa y está correteando por ahí al amparo de la oscuridad. Ese solo pensamiento le puso el vello de punta. ¡Un ratón! una criatura sucia e infecta de hocico bigotudo, con una cola de lombriz, husmeando y royendo sus muebles, su comida. ¡Qué asco!

Tac, tac, tac… Tac, tac, tac…


En un acto reflejo e infantil se tapó la cabeza con el edredón, como si fuera una capa mágica que le fuera a proteger de la malvada alimaña. Se estaba agobiando, debajo del nórdico la temperatura era varios grados más alta y su respiración contra él, la elevaba aún más la sensación de asfixia, aquello era ridículo.De un tirón emergio de entre las ropas de cama.

Tac, tac, tac… Tac, tac, tac...


Aquello continuaba acercándose, y no, no era un ratón, era algo más grande, más pesado, más lento, más contundente. Un ratón es una criatura nerviosa, se movería más rápido. Haría ruido, eso le daría mas informacion de eso que se aproximaba al dormitorio y con un poco de suerte lo espantaría. Se giró con mucho cuidado sobre sí mismo sin dejar de mirar hacia la puerta, que apenas se intuía en la penumbra. Alargó un brazo hasta que sus dedos tentaron el suelo de frío mármol. Ahora fueron sus dedos los que corretearon en busca de una de sus zapatillas. La agarró y golpeó el suelo, una, dos veces. El chasquido de la goma contra el mármol sonó estruendoso. Luego se detuvo a oír conteniendo la respiración.

Tac, tac, tac… Tac, tac, tac...


Aquella cosa debía haberlo oído. ¡Por dios! Medio edificio debía haber oído el zapatillazo en la quietud de la noche, pero no se había inmutado. La cadencia, la intensidad de los golpecitos seguían siendo los mismos, igual que si fuera una máquina, como los engranajes de un reloj. Por un instante imaginó un juguete avanzando por el pasillo, uno de esos juguetes del siglo pasado que funcionaban a cuerda y que estaban hechos de latón, un tanque de guerra, pintado de verde y que le estaba apuntando con su cañón. Apartó el pensamiento como se aparta a una mosca de un plato de comida.


La cosa ya pasaba de castaño a oscuro, era un hombre hecho y derecho y no podía estar acobardado como un colegial, escondido en la cama. Aquellos golpecitos tendrían alguna explicación tan trivial, que cuando lo descubriera no podría de dejar de reir durante una hora.

Tac, tac, tac… Tac, tac, tac... O no.

De un respingo se incorporó para quedar sentado en el borde de la cama y de un manotazo encendió la luz. La claridad le cegó hasta que sus pupilas se contrajeron para adaptarse. Los pies buscaron de forma mecánica las zapatillas y se metieron en ellas huyendo del frío suelo.

Tac, tac, tac… Tac, tac, tac...


Entonces lo vio, su mente no encontraba un nombre con el cual definir a aquello que acababa de cruzar el marco de la puerta del dormitorio. La única que halló fue “cangrejo”. Sí aquello que estaba acercándosele era una suerte de cangrejo parduzco de enormes, de patas y pinzas amenazantes y poderosas, un crustáceo que parecía salido de otro tiempo pretérito, de cuando la Tierra estaba gobernada por criaturas de proporciones monstruosas, como recién salido de una pesadilla lovecraftiana. En ese preciso momento todo cobró sentido y despertó.


Mil veces hubiera preferido que aquella alimaña hubiera sido real, y que le hubiese atacado con sus pinzas negras. Estaba llorando. Sobre la mesilla de noche estaba el informe del patólogo con el diagnóstico: Hepatocarcinoma en estadio 4.


FIN

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