martes, 18 de mayo de 2021

Palabras, solo son palabras.

 

 

 

 Palabras, solo son palabras.

 

 

 

 

Le dolía, le dolía enormemente, le dolía como jamás le había dolido nada en su vida. Aquello era imposible. ¿Cómo podía doler algo tanto? Sin duda, solo podía tratarse de una ilusión, de un truco, de un ardid de su mente, de su yo más profundo y egoísta que disfrutaba en la autocompasión sadomasoquista. Lo innegable es que el dolor era real, extenuante y torturador.


Se levantó de la silla en la que se hallaba. Necesitaba hacer algo que le distrajera, pues si el dolor era únicamente producto de su mente, distrayéndola con otras ocupaciones tal vez el dolor cesase o incluso desapareciera. Alzarse le había supuesto un triunfo, vencer al miedo de saber que eso iba a doler mucho, pero sin saber a ciencia cierta cuánto, o si iba a poder soportarlo.


 Ahora estaba ahí, de pie sintiendo vértigo como si fuera un grumete que tiene que subir por primera vez a lo alto del palo mayor. ¿Era el suelo lo que se movía o era él lo que oscilaba? Los oídos le zumbaban y el sudor escocía en los ojos. Temía caerse, y se agarró al respaldo de la silla, que se arrastró hincando las patas unos centímetros sobre el suelo de madera arañándolo, empujada por el peso. 


Los pies parecían enterrados en cieno. Moverlos era un esfuerzo titánico, pero necesitaba moverse, alejarse de la silla, de aquella mesa, y alejarse de aquel trozo de papel que había sobre ella. Ese pedazo de papel lo atraía hacia sí como un sumidero, amenazando con destriparlo. Eso era lo que le provocaba dolor, el papel, las letras que había escritas sobre él, su mente solo ejecutaba el mensaje, era el instrumento sádico que ejecutaba la partitura de dolor que le mostraban. La idea que transportaban entre sus trazos de caligrafía exquisita y negra, era lo venenoso, lo letal. Esa idea, esa música malévola que ahora mismo le recorría su ser emponzoñándole el alma con su mensaje. Las letras le habían envenenado, habían sido los dardos, las espinas que se habían hundido en su carne, era su cuerpo el que somatizaba ese mensaje de dolor. Tenía que alejarse de aquellas palabras, olvidarlas, arrancárselas. Qué absurdo. No, aunque rompiera en mil pedazos el papel, aunque lo arrojara al fuego, aquellas palabras no eran nada, solo eran flechas, el verdadero mal ya había penetrado en él, el veneno ya  encharcaba cada molécula de su ser. Entonces de qué serviría huir, para qué más dolor para alejarse. 

Alejarse para no verlo, para no volver a leer aquellas palabras, para no volver a sentir una y otra vez el aguijonazo. Mejor volver, enfrentarse a ello, destruirlo para no volver a verlo jamás. El dolor lo paraliza, es el conejo que maravillado mira esas luces que se aproximan y que en el fondo de su mente de roedor sabe que le van a aplastar contra el asfalto, y aun así no puede dejar de mirarlas. 

Es inútil luchar contra su fuerza. No quiere volver a leerlas, pero no puede dejar de escucharlas dentro de su cabeza con la voz de ella. Es como si se las estuviera leyendo una y otra vez. Son las últimas palabras de aquella escueta carta. 


Abatido, resignado se deja caer sobre la silla que emite un crujido a modo de protesta cuando recibe su cuerpo derrotado. La mano le tiembla, apenas si puede respirar, en cambio el corazón le late desbocado. Siente cómo su cuerpo se está desintegrando poco a poco, a cada instante las ruedas del camión se acercan más y más al conejo, cada segundo falta menos para que solo sea una mancha de pelos y sangre sobre el asfalto. Ahí están de nuevo las letras, los garfios que se le vuelven a hincar en los ojos. Otra vez el veneno vuelve a introducirse, a fluir por ellos. En su cabeza la voz, su preciosa voz, el veneno, la música se vuelve a oír, si es posible más clara, más nítida esta vez. 


“No te quiero y no quiero volver a verte más.”.  

 

 




 

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