El frescor de la hierba mojada, ascendió
desde la planta de sus pies, hasta llegarle a la nuca.
El prado se extendía infinitamente.
Florecillas de colores lo salpicaban aquí y allá rompiendo su monotonía verde.
Aspiró y el aire tibio y fragante que le hizo recordar el aroma del cabello de
su madre.
¿Dónde estaba?. Giró sobre si misma intentando
orientarse.
Relucía. Allí en horizonte estaba
plantada, como una lanza clavaba en la panza del mundo, bajo el arcoíris. Con
sus altas torres y sus capiteles esmeraldas. Contempló la ciudad con asombro,
pues era como las de los cuentos. Donde vivían apuestos príncipes y bellas
princesas como las que decoraban su cama.
Una pequeña brisa le agitó
suavemente el pelo; sintió frio. Volvió a girarse mientras se frotaba los
brazos en busca de calor, viendo a lo lejos, en el cielo, como comenzaban a
formarse nubarrones de color plomo. Parecía que se estaba acercando una
tormenta. Debía buscar cobijo.
Se miró cayendo en la cuenta de
que aun llevaba puesto su pijama de felpa rosa con un conejo blanco en el pecho
y que estaba descalza. Sopesó dirigirse a la ciudad, en realidad, no había ningún
otro sitio a donde ir.
El camino de baldosas amarillas parecía
llevar hasta ella, solo tendría que descender por la ladera pequeña colina en
la que estaba y tomarlo.
El primer goterón la cogió desprevenida
y la sobresaltó un poco, con su golpe húmedo. El trueno llegó después igual que
un cuerno anunciando la batalla. Las nubes habían abierto sus bodegas y
arrojaban sobre el mundo sus obuses líquidos. Sentía los impactos que le
aplastaban el pelo, pegándoselo a la cabeza y como se empapaba el pijama
haciendo que su carrera sobre la piedra amarilla se hiciera lenta y peligrosamente
resbaladiza.
La distancia a la ciudad era
enorme para que ella pudiera cubrirla corriendo. Solo era una niña y su cuerpo
no soportaría el esfuerzo. La fatiga comenzaba a aparecer. Tendría que seguir andando,
después de todo ya no podía estar más mojada. Así, Paula se detuvo un momento
para recobrar el aliento. Se apartó unos mechones de pelo pegados a la cara que
le recordaron a las algas de la playa. En ese momento se imaginó allí, jugando
en la orilla ,con papá y mamá. El llanto llegó igual que una de las olas de su recuerdo,
las piernas se le aflojaron y cayó de rodillas mientras sus lágrimas se
mezclaban con la lluvia.
Algo se acercaba por el camino a
su espalda, con un estruendo que el martilleo de la lluvia, no podía ocultar. Paula
se apartó haciéndose a un lado, fuera lo
que fuera no podía verlo aunque sus pies sí lo pudieran sentir. Precavida, se
agachó en la cuneta intentando ocultarse.
Dos percherones negros tiraban al
trote del carro de madera que crujía amenazando con desguazarse en cualquier
momento. A las riendas iba lo que parecía un hombre con una armadura de hierro
oxidada y mohosa. El yelmo le cubría la cabeza por completo, dejando solo unas
pequeñas rendijas por las que ver y respirar. Observaba desde su escondrijo,
oculta por unas hierbas altas, temblando de frio y calada hasta los huesos.
Pero lo que le hizo temblar de verdad fue ver la carga que transportaba el
carro en su caja. Era una especie de jaula de hierro. Dentro había no menos de
veinte niños y niñas, unos sentados o tumbados, de pie otros. Todos tenían la
mirada perdida en algún punto del horizonte. Algunos sacaban sus manos
intentando recoger unas gotas de lluvia para luego beberla con avidez. Pero la mayoría,
no hacían nada, simplemente aguardaban a su destino .Iban semidesnudos y
mugrientos como si fueran las atracciones de un circo ruinoso y decadente.
Sobre la jaula había otra figura que no podía ver bien desde su posición .El carruaje
la rebasó y comenzó a alejarse siguiendo el camino hacia la ciudad. A medida
que se alejaba el ángulo de visión le permitió observar mejor la figura sobre
la jaula. Era una especie de mono pelirrojo que olisqueaba el aire y mironeaba
a un lado y otro. Sus ojos eran grandes y parecían lucir con un brillo
amarillo. Oteaban desde su posición, escaneando el terreno. El carro pisó un
bache y resaltó con violencia. El mono abrió su boca y dejo ver unos colmillos
blancos y puntiagudos como puñales, emitiendo un aullido aterrador a la vez que
en su espalda se desplegaron unas alas cubiertas de plumas negras como las de
un cuervo. Paula deseó con todas sus fuerzas ser invisible, pero no lo era. Los
brillantes ojos del primate la habían localizado, el aullido no era más que el
anuncio de que iba a cobrar otra pieza. Batió las alas ascendiendo en el aire
para caer sobre su indefensa víctima.
Continuará...
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