- Te quiero.
Las palabras salieron de sus
labios flotando sobre el aire cálido recién exhalado de sus pulmones, igual que
alfombras mágicas.
Ella solo acertó a sonreír
tímidamente. Luego parpadeo, batiendo los párpados como una mariposa sus alas, los alzó para
mostrarle sus preciosos ojos verde esmeralda en una mirada fija en los suyos de
color topacio.
-Y yo a ti. Contestó y apretó los
puños mientras lo decía, los apretó tanto que se clavó las uñas, rojas y puntiagudas
en las palmas de sus manos hasta que le sangraron. Una solitaria lágrima que no
era de pena brotó.
-Pero no puede ser. Es mejor que
te vayas.
- No me digas eso, me partes el
corazón. ¿Cómo quieres que me vaya? Dímelo. ¿Cómo? Si tú eres mi raíz. Si soy porque
estoy a tu lado. No, no me pidas eso. Porque me es imposible una vez te he
contemplado.
- Lo siento amor mío y no habría
nada más en el mundo que me hiciera feliz que estar a tu lado pero no podemos
estar juntos, no te empeñes pues solo te causaré dolor. Un dolor más intenso
que el de la partida. Un dolor que no se borrará con el tiempo, un dolor que se
te pegará como una segunda piel, que jamás te abandonará. Cada mañana te
despertará y cada noche te llevará a la cama para meterse en tus sueños.
Royéndote como la carcoma, hasta desmenuzarte.
- ¿Qué daño? ¿Qué cosa tan
horrible podrías tú hacerme? No lo entiendo. No comprendo cómo tú, la dueña de
mis latidos, puede causarme ningún mal. Si no es el de la carestía de tu
presencia. ¡Ay!, por qué me pides que me vaya. ¿Por qué me amenazas con
pesadillas? ¿Por qué, dímelo mi amor?
- Nuestro amor no podrá cuajar,
es tierra baldía esta.
Hundió la tempestad de rizos
negros como la noche, en la marejada de su pecho y lloró. Él le mesó los
cabellos mientras notaba como su pecho se encharcaba de sus lágrimas.
- ¿Cuajar? Ah! mi amor. Le separó
su cara de porcelana de su cuerpo y le secó el llanto con el dorso de la mano.
Nuestro amor ya ha cuajado. No temas pues no siempre las más bella flor es
promesa del el fruto más jugoso. ¿Acaso por eso la rosas dejan de ser bellas?
¿Acaso los manzanos dan las flores más hermosas? No mi amor y es por eso, ¡Qué
más bello ha de ser el amor nuestro! Pues no hay nada más puro que el puro amor
que brota cual manantial de la roca para aliviar la sed a cambio de nada. Y este amor
está brotando de nuestras almas igual que esa agua. Ése es el fruto de nuestro
amor, El Amor mismo. La luz con que Dios creó al Hombre.
Ella se separó de su pecho y le
besó con labios rosados, tiernos, dulces como fruta madura. Y por un momento los
dos se fundieron en un solo ser pleno y feliz.
¿Cuántas veces se lo advirtió,
cuántas veces…? Pero él no se fue.
La boca se le llenó de hiel. Los
labios tiernos primero fueron barro y luego se hicieron polvo. Su amada se
deshacía en sus brazos, como si fuera una muñeca de arcilla poco cocida. Y él
sólo podía gritar intentando recoger y juntar los pedazos en un vano intento de
volverla a formar. Ella se deshacía y él se deshacía con ella pero bien sabía
que no. Él solo se despertaría unos instantes después. En esa cama grande y vacía
en la que a veces le gustaba imaginar que notaba aún el calor de su cuerpo, porque
ella se acababa de levantar para ir al baño. Pero ella no estaba, hacia ya demasiado tiempo
que no estaba. En su lecho solo le acompañaba sus gritos, que todas las noches
despertaban a Ana, su asistenta. La mujer vendría a intentar consolarle con
otro calmante; pobre mujer quería apagar su infierno con un cubo de agua de
fingida preocupación y una estúpida pastilla. Él era un viejo decrépito, al
borde de la muerte. Ésa que tanto ansiaba y que tanto se le resistía. Sí, una
muerte que le llevara con ella, sí esa misma muerte que se la robó hace más de
40 años.
FIN.
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