Los latidos del corazón zumbaban
en sus sienes y a pesar del frio de la noche el sudor se le metía en los ojos.
Pero no movería un solo músculo, se quedaría allí, acurrucado intentando
fundirse con el suelo del bosque, suplicando a los dioses que aquellas bestias
no le encontraran.
Era Lucio Licinio Bibula,
princeps de la tercera cohorte de la IX
Hispana. Aunque en realidad ahora, sólo
era un hombre asustado como un conejo acechado por lobos. Habían aparecido de
la nada. El ataque fue rápido, fulminante
y letal. Surgieron del bosque, soterraron el terraplén y la empalizada del
campamento y los masacraron. Aquellos demonios de cara pintada parecían recién
salidos del averno. La mayoría iban desnudos o semi-cubiertos con pieles de
animales sin curtir, blandiendo hachas de piedra y astas de animales que usaban
como puñales con las que arrancaron la vida a cientos de hombres mientras
dormían. Él lo sabía bien pues estaba de guardia en su contubernio junto a Auluo Acúleo cuando atacaron. Si continuaba
con vida era por mero capricho de la diosa Fortuna.
Se movían como sombras, husmeando
el aire. Podía oírlos, no se atrevía a levantar la cabeza pero sabía que
estaban cerca. Asió aún con más fuerza la empuñadura de su gladio. En la huida
había perdido el casco por eso notó el golpe húmedo en la cabeza como si
hubieran golpeado una calabaza. Luego todo fue aún más negro.
Aquello debía ser algún lugar del
Hades porque tenía ante él al mismo Plutón. La figura de una criatura se inclinó
sobre él. Tenía el torso desnudo de un hombre fornido y la cabeza de un gran
ciervo .Pero aquél no era Plutón ni aquello era el inframundo. Estaba tumbado
bocarriba, atado sobre una piedra que pretendía ser una suerte de ara. En el
claro del bosque había más piedra, altas como tres hombres, colocadas a la manera
de columnas que sostuvieran un cielo plomizo que amenazaba con descargar un
diluvio. El hombre ciervo alzó los brazos, en uno de ellos sostenía un gran
cuchillo, pronunciando unas palabras incompresibles, en un idioma desagradable
al oído y brutal en sus formas que recordaba al gruñir de los puercos. Él no podía
girar la cabeza, que también tenía sujeta por la frente al altar con unas tiras
de cuero. Unas manos fuertes le hicieron extender el brazo derecho. Entonces el
cornudo bajo el cuchillo y con la precisión de un carnicero se lo seccionó por
el codo. Era un legionario y estaba acostumbrado al dolor, le habían herido en
varias ocasiones, pero jamás había sentido el dolor que le recorría el cuerpo
en ese momento. Se tensó como la cuerda de un arco, la nuca y los tobillos se
hincaron en la fría losa intentando levantar el cuerpo en un vano esfuerzo de resistencia.
El salvaje alzó la extremidad del legionario recién cercenada y un coro de
voces guturales lo festejó. Bibula aun en el borde de la inconsciencia vio por
el rabillo del ojo como otra de esas bestias se acercaba con una antorcha y le
cauterizaba el muñón. El dolor y el olor a carne quemada fue lo último que
recordó, el olor de su propia carne quemándose.
No fue el primero en llegar.
Aquel caballo también supo encontrar el camino hacia los establos de lo que
quedaba del campamento de la IX Hispana. Los guardias de la porta principalis
sinestra supieron el contenido de su cargamento
mucho antes de tomarlo por las riendas. En un saco de piel de cordero venían los
huesos blanqueados de otro legionario capturado por aquellos salvajes. Mandaban
todos a excepción de las cabezas que las guardaban como trofeos con los que
decoraban los dinteles de sus cabañas. Los primeros sacos con huesos causaron
el efecto esperado y entre la tropa la moral cayó en picado, pero eso tan solo
duró hasta que el rumor se extendió por el campamento, todos los huesos volvían
con extrañas marcas, marcas que no podían ser de otra cosa que no fueran de dientes
humanos. Ahora todos los habitantes del campamento oraban y hacían ofrendas en secreto
a Marte y a sus dioses lares, esperaban con ansia que los mensajeros enviados
por el legado volvieran con la esperada orden: Abandonar Britania.
FIN
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