Ellas me lo
advirtieron, ellas, mis amigas, mis compañeras, ellas me lo advirtieron. Me
dijeron que esto iba a pasar, que me llamarían loco, pero yo no estoy loco, no
estoy loco. Ellas me lo advirtieron. Pero no pude hacer otra cosa, era mi vida,
tuve que luchar por ella. Ustedes, los que ahora me llaman loco hubieran hecho
lo mismo, era la única salida. No estoy loco.
Siempre he sido una persona tranquila y trabajadora, pueden
preguntar a mis colegas del mercado. ¿Solitario, reservado? Eso, sí, pero no
loco; loco no. Nunca me gustaron los chismes, ellas me los contaban. Sabía de
todos, de sus amoríos o de sus deudas, conocía sus vidas incluso mejor que
ellos mismos, pero siempre he sido discreto. Podía haber hablado, cuchicheado,
dejando gotas en veneno en los oídos adecuados, pero no. Jamás las traicioné.
Ellas son mis amigas y valoro mucho la amistad.
Y ahora, de repente, estaba loco. ¿Por qué? ¿Por qué mis
amigas me advirtieron de él? Es cierto que lo maté, no puedo negarlo, y que le
hinque mi cuchillo hasta el mango más de veinte veces, tenía que asegurarme de
que no se levantara. También me reconozco este defecto, me gusta hacer bien las
cosas. Pero, ¿Loco?, loco no. Sabía muy bien lo que estaba haciendo. Era muy
consciente de ello, y no como un loco que lo haría en un arrebato de su locura.
Ocurrió un día mientras limpiaba pescado. Era un anciano con
la piel curtida por el sol, andaba trabajosamente apoyándose en un bastón
negro. El disfraz era perfecto, jamás lo hubiera descubierto. Se detuvo delante
del puesto y miró el género. No dijo nada, no compró nada, sólo clavó sus ojos,
de un azul lechoso en mi mercancía durante unos instantes y luego se marchó
arrastrando los pies y golpeando con su cayado.
Cuidado, me advirtieron, no le mires a los ojos. Ellas me lo
advirtieron, ¡me lo advirtieron! y no les presté atención.
A los pocos días volvió. Se plantó delante del puesto de pescado,
miraba las sardinas, las caballas, los robalos. Los miraba con esas viejas
canicas de vidrio azul que tenía por ojos. Parecía disfrutar viendo a los
pobres peces, recreándose en la languidez de sus cuerpos, en sus bocas abiertas
como si aún buscaran un último hálito de vida y con esa mueca de desprecio
colgada de los labios finos, decrépitos del color del hígado. Fue entonces
cuando me miró, fijamente, clavándome aquellos dos trozos de hielo. No lo hagas,
no lo mires. Cierra los ojos, me gritaron al oído, pero no pude evitarlo. Ustedes no pueden
comprenderlo, ustedes no estaban allí. Sentí el frio de la muerte, la
desolación de una noche infinita dentro de mi alma. Luché por apartar la vista,
luché con todas mis fuerzas.
Fueron mis amigas las que me salvaron, fueron en mi ayuda y
le obligaron a dejar de mirarme. El viejo se pasó la mano con la que no usaba
el bastón por la cara se marchó, dejándome el corazón tan helado que apenas si
podía latir. No se volvería a repetir, la próxima vez estaría preparado.
Frio, mucho frio. No sé cuántos días pasaron hasta que el
viejo volvió a aparecer, lo que recuerdo es el frio y como me dolían las
articulaciones, lo peor era el dolor en las manos, que apenas me permitía trabajar,
aquello y la espera. Sí podría haberme vuelto loco pero no, no lo consiguieron,
seguí lúcido, perfectamente cuerdo,
ellas me susurraban palabras de ánimo al oído. Eran mis amigas, no me
dejaron solo.
El mercado estaba casi desierto, muchos puestos habían
cerrado, siempre era el último. Otra rareza decían, bueno tal vez, pero no
loco. Terminaba de retirar el pescado que no había vendido, guardándolo en
cajas de corchopán blanco, que luego cubriría con nieve para llevarlos a la
cámara frigorífica. Me dolían las manos, los guantes no hacían nada porque el
frio no venía desde afuera, el frio estaba dentro. Cuando oí el arrastrar de
los pies seguido del leve golpe del taco de goma en el suelo de mármol del
mercado, supe que había llegado el momento. Era él, estaba a mi espalda, ahora
podía sentir sus ojos azules clavándose como chuzos helados en mi espalda.
Es tú única oportunidad me dijeron, nosotras podemos verlo.
No hay nadie. Sólo quedan los chicos de la limpieza, pero no pueden veros y el
guardia de seguridad que le habrá dejado pasar, ese maldito viejo le habría
engañado con su falsa ancianidad, “Por favor hijo déjeme pasar, no tengo nada
que cenar, sólo será un momento, sólo un momento...”dijeron, y tenían razón,
como siempre. Mis amigas las moscas nunca me fallaban.
Mirando al suelo me giré lo más rápido que pude y asesté un
puñetazo en la cara del anciano, los huesos de la mano me pincharon como si
fueran de cristal pero el viejo calló como un saco. Hubiera saltado de alegría pero
no había tiempo. Lo recogí del suelo y lo llevé a dentro, a la cámara frigorífica
y lo cubrí con paladas de nieve. Rápido, no había tiempo que perder, luego
coloqué varias cajas de pescado encima.
El guarda me saludó como todas las noches, hacía la ronda
antes de cerrar.
- ¿Has visto a un viejo con un bastón? me dio pena, le he
dejado pasar no hará ni veinte minutos, pensé que habría aquí, no le he visto
salir.
- No he atendido a nadie desde hace más de una hora. Habrá
ido donde la fruta. Mentí (Pun, pun)
(Pun, pun) .Empezó
como un leve dolor de cabeza poco más que un pequeño pulso, un suave latido que
al principio confundí con los míos. (Pun Pun) Pero no, aquello no era mi corazón,
era otro tipo de sonido, como el golpeteo de una baqueta sobre el pellejo tenso
de un tambor (PUN PUN PUN). Eran golpes, algo golpeaba dentro de mi cabeza,
cada vez con más fuerza. ¡¡PUN PUN PUN!!. No podía ser, no, no era dentro de mi
cabeza, cada vez era más evidente; no podía negarlo, porque no estaba loco. Yo
no estaba loco, loco no, porque aquel ruido era el bastón del anciano golpeando
contra la pared de la cámara frigorífica. Tenía que hacer callar a ese maldito
viejo y a su bastón… Pero un momento el guarda también debía de estar oyéndolo,
era imposible que no oyera aquel estruendo
¿Qué clase de broma macabra era está? ¿Qué
trampa habían urdido entre los dos?
- Mejor que eche un vistazo antes de cerrar, por si las
moscas. Dijo.
¡¡PUN PUN PUN PUN!! ¿Por si las moscas? Aquella era la
prueba de su complot. Sabían de nuestra relación, de nuestra amistad.
No me iba a rendir tan fácilmente, agarré un cuchillo con
fuerza y lo ataqué hundiéndoselo en la base del cráneo, justo cuando hacía como
que se iba a ir a realizar su falsa búsqueda. ¿Qué otra cosa podía haber hecho,
esperar que él me atacara antes?, ¡Ah! Yo no estoy loco. ¿Lo ven?, loco, NO.
¡PUN PUN PUN!
FIN.
PD. Disculpen si
manché su recuerdo.
Inspirado en “El
corazón delator”, Edgar Alan Poe
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