La taza de café humeaba delante de mí. Era la primera taza del café del día. Las 7 de la mañana es una buena hora para tomar café, en realidad me parece buena cualquier hora. Luego de éstas vendrían 4 o 5 más, incluso alguna otra. Bebo más café que agua, y en cierta medida lo necesito más. El café hace que pueda levantarme, andar o pensar. No solo es la cafeína lo que me hace depender de él, también lo son su aroma, su sabor y por supuesto su color. El color del café ese especie de ébano líquido, brillante y oleoso es magnético, hipnótico.
La taza de la mañana era a la única que añado una gota de leche. Ver caer la gota y observar cómo su estela blanquecina lo mancha siempre ha despertado en mí una extraña sensación agridulce, verla deshacerse en un hilillo, verla bailotear mientras se decanta, como una gota de pintura del pincel de un pintor que ha decidido cambiar de color es algo placentero, casi erótico y a la vez angustioso, igual que cuando la porcelana del lavabo se tiñe con la mezcla de saliva, dentífrico y sangre al lavarte los dientes. Entonces el color negro torna de un marrón oscuro y las burbujas que flotan en su superficie me devuelven matices de color caramelo.
No pongo azúcar, el azúcar es una mierda blanca que roba el alma a todo lo que toca, y que incluso con una cantidad suficiente haría deliciosa hasta la propia mierda.
Puedo ser un yonki del café pero la mayoría de las personas lo son del azúcar, o de la sal, o la mahonesa, el ketchup o los refrescos de cola. Todos tenemos alguna dependencia solo que unas están mejor consideras que otras. No, no hablo del tabaco del cual también hago uso y abuso o del alcohol del cual pruebo alguna vez, no, hablo de esos productos con los que las cadenas alimentarias inundan las estanterías de los supermercados a sabiendas de que son tan adictivas o más que la cafeína de mi idolatrado café.
Cómo comprenderán la cucharilla es un utensilio inútil para mí y mis cafés. No hay nada que diluir.
La taza que uso es de cristal transparente, con un asa amplia por donde puedo asirla cómodamente, odio las tazas con un asa minúscula por dónde no cabe ni siquiera el dedo de un niño. Quizás sea una taza demasiado grande para tomar un expreso con una gota de leche, pero también detesto beber en dedales.Las tazas pequeñas no permiten que la nariz perciba los matices del café. Me da igual si los baristas están o no de acuerdo con esto, tomo café amo al café y lo tomo y lo amo a mi manera.
La gota de leche ha desaparecido, solo queda una pequeña marca en la crema, el orificio de entrada del proyectil lácteo con que lo he bombardeado. Es un círculo perfecto un ojo negro con una catarata blanquecina en medio de la crema, esa espuma acaramelada huella de que no sólo es un café de calidad sino que se ha hecho en una buena cafetera. La mía es una preciosa Rocket Espresso R58 directamente traída de Milán, que sacaría los colores a la mayoría de máquinas profesionales de muchas cafeterías; también el café que tomo es italiano de la marca Lavazza, serie oro. Lo compro ya molido. He de reconocer que los transalpinos son unos ladrones, y abusan con los precios, pero también son los mejores cafeteros del mundo y su selección de granos es tan buena que sería estúpido, a parte de carísimo intentar recrearla al por menor.
Poso los labios en el borde de la taza de cristal pero no bebo, me tomo unos segundos para oler, para deleitarme con su aroma levemente floral que le da la mezcla de granos sudamericanos y de áfrica de la variedad arábica. Es un aroma familiar, un aroma que me retrotrae a tiempos más felices, a casa de mi abuela, a la niñez. Mi abuela era una gran amante del café, de ella heredé el gusto por él. Inclino unos pocos grados la taza y la infusión penetra en mi boca. Ese primer contacto, es el primer beso del dia de la persona amada, ése que te confirma que te ha vuelto elegir, el primer beso de esa persona que no te prometió amor eterno sino para todos los días, porque todos los días quiere volver a elegirte, porque todos los días pueden ser el último o el primero según se vea.
Dejo la taza sobre la mesa cerrando los ojos, intentando prolongar, exprimir hasta el último matiz; es intenso, con cuerpo y ligeramente dulce. La gota de leche no lo ha desvirtuado, solo lo ha suavizado levemente. Vuelvo a mirar la taza. Ahora la crema se ha removido, parte de ella permanece en mi labio superior, la recojo con la lengua como un avaro haría con la calderilla que se le ha caído de la bolsa. Notas de regaliz redondean el sorbo.
Una leve vibración agita la superficie de la taza de café, es tenue apenas una ondulación. Quizás el aire que he exhalado como un amante exhausto ha sido lo que ha perturbado su negra quietud. El café vuelve a agitarse, esta vez la ondulación es más evidente. Sujeto la mesa con ambas manos intentando explicar la vibración, descartando cualquier movimiento que pudiera estarse transmitiendo a la taza. No percibo nada, no ha pasado ningún tren de los que pasan no lejos de mi casa, ni ninguna máquina ha empezado a perforar la calle dos pisos más abajo. El café vuelve a temblar, las ondas forman pequeños círculos en la taza como si fuera un lago y algún niño invisible hubiera lanzado una piedra a sus aguas negras. Ahora son mis pies son los que buscan rastros de un temblor, un sismo, pero de alguna manera sé que me estoy engañando. El café ya se agita con tal violencia que casi se derrama, en cambio la taza no se ha movido un ápice, cualquier temblor que agitase de aquel modo su contenido debería de ser lo suficientemente evidente y no era así.
Algo de mi boca se deshace, algo viscoso y amargo como la hiel, algo que hubiese estado alojado entre dos muelas cuyo esmalte cariado enfrentado hubieran formando una cavidad antinatural, una fístula negra y pútrida, estalló igual que un absceso purulento de una encía enferma. Una materia gelatinosa que recordaba a un moco sanguinolento me inunda la boca, su sabor infecto se apodera de todas las papilas gustativas. Me debato entre intentar no tragar aquello y no vomitar. El resultado es una saliva a medio camino de la regurgitación que me dobló acercándome la cara a la mesa y por consiguiente a la taza de café, donde éste borbotea. El líquido negruzco se había espesado y su borboteos más se parecían a la cienaga de un géiser. El esputo salpicó la mesa con el sonido húmedo y orgánico resultante de cuando el carnicero arroja una pieza de carne sobre el tajo. Aquella masa informe quedó adherida a la formica blanca de la mesa de la cocina y mientras intentaba deshacerme de su regusto infame, sentí como me miraba. Ese coágulo negruzco me observaba, aquella cosa que acababa de escupir estaba viva y se recogía sobre sí misma formando una masa más compacta cambiando su forma de escupitajo estrellado e irregular a una especie de gusano nematodo que se retuerce.
El café acaba desbordándose de la taza, la papilla espesa en la que se había transformado comienza a resbalar por las paredes de cristal igual que la lava se desliza por las faldas de un volcán para ir a reunirse con la criatura, para sumarse a ella para añadir más materia a sus abominable cuerpo viscoso y negro. Yo solo podía mirar horrorizado aquello, aquella cosa había salido de mi. Me aparto de la mesa en un acceso de asco y terror. Tengo que limpiarme la boca sacar cualquier rastro de aquello, fuese lo que fuese. La pila de la fregadera no queda lejos, hacia allí voy como alma que lleva el diablo, de un manotazo abro el grifo y dejo que el agua helada penetre en mi boca sin tragarla, su mero contacto me hace vomitar, las arcadas me sobrevienen en rafagas violentas y espasmódicas que amenazan con partirme por la mitad. La imagen mental de aquello explotándome en la boca insiste en no desaparecer y en obligar a mi cuerpo a intentar purgarse. Mientras, la cosa con forma de gusano sigue añadiendo masa a su inmundo ser, creciendo, ya tiene el tamaño de un dedo grueso, uno grande y deforme sin uña, que se retuerce en una especie de frenesí malsano.
La taza ha quedado vacía, solo unos restregones, que podrían confundirse con marcas de una lengua que hubiera estado rebañando sirope, son las pruebas de que hace unos minutos estuvo llena pero no de café, sino de algo más denso, más oscuro. La criatura se ha completado y repta por la mesa de formica blanca, dejando tras de sí una huella húmeda y negra, va como olisqueando el aire con uno de sus extremos retorcidos hacia el techo, busca algo. No puedo dejar de observarla por el rabillo del ojo. Estoy paralizado sigo boqueando, en medio de un nuevo lote de arcadas, me duele el estómago y todos los musculos del torax por los esfuerzos de vomitar, los ojos parecen que hubieran crecido dos tallas más que las cuencas que los contienen, y debajo de las orejas un calambre atroz me advierte de la boca no se puede abrir más.
El nematodo monstruoso ha llegado hasta el borde de la mesa, se detiene, olisquea y palpa el borde, estudia la situación, de súbito se encoge como un muelle y salta salvando sin dificultad el metro veinte que hay hasta el escurridor de la fregadera. El acero del escurridor retumba al recibir su peso. Ha caído a escasos treinta centímetros de mi cara. Grito, pero no puedo moverme. La criatura no parece impresionada por mis gritos y comienza a reptar de nuevo con su contoneo baboso. Se acerca hasta que llega al borde de la pila, esta vez no salta, simplemente se deja caer y rueda hasta el desagüe, a un palmo de mi cara. El agua sigue saliendo del grifo, petrificado sigo mirando impotente a aquella cosa. Veo como el agua la salpica, y como las gotas que resbalan por ello le dan un aspecto si cabe aún más brillante y viscoso. El golpeteo del agua sobre el acero de la pila no puede ocultar el sonido de su cuerpo rollizo reptando. Ha llegado al sumidero de la pila, uno de los extremos husmea calibrando la situación. La criatura se deforma, se afina y se elonga hasta parecer una lombriz, una larga, viscosa y ponzoñosa lombriz negra, que ha conseguido el grosor necesario para introducirse por uno de los agujeros del desagüe y desaparecer.
FIN
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