La mano de mamá es grande, cálida. Cuando voy agarrado de ella me siento seguro. Mamá es la persona más valiente del mundo, a su lado nada malo me puede ocurrir, por eso la agarro con todas mis fuerzas, no quiero quedarme solo. No, si me soltara de la mano de mamá me perdería y no sabría lo qué hacer. Pero eso no va a pasar, porque mamá tampoco me va a soltar, nunca lo hará. Mamá me quiere más que a nada en el mundo y yo a ella.
La luz roja estaba parpadeando otra vez.
一¡Mamá! ¡Mamaaaaaaaaaaaá!
Los gritos llegaron por el pasillo sobresaltando a las enfermeras del turno de noche. A esos gritos no se acostumbraba nadie, nunca. Daban igual los años de experiencia, aquellos gritos tenían una frecuencia especial que hacía que cualquier barrera, cualquier coraza de inmunidad profesional, quedara hecha añicos. Esas voces desperadas tocaban en lo más profundo del alma, porque eran de terror, del terror más puro y primigenio. Contra eso no se podía hacer nada, de alguna forma llegaban al cerebro más primitivo, haciéndote sentir el terror que sintieron nuestros ancestros al abandonar la seguridad de su cueva, al sentir la mirada de un depredador en la oscuridad.
一 No te preocupes, mamá vuelve en un momento. Ya está, ya está. No llores, no tengas miedo, mamá ya está de vuelta 一 Le susurra la enfermera mientras intenta apaciguarlo y mira a su compañera como si de esa manera el tranquilizante que estaba inyectando en el gotero de suero fuera hacer efecto más rápido.
Era sorprendente la fuerza que podía tener un cuerpo tan menudo. Las ligaduras lo sujetaban a la cama, aun así se retorcía como un pez recién pescado y agitándose, curvando la espalda, amenazando partirse en dos.
一 Lo siento cariño, solo he ido al baño un momento. 一 Dice la otra persona de la habitación a modo de disculpa con el espanto en la cara. Una mujer que acababa de salir del cuarto de baño, mientras se retuerce las manos, nerviosa.
一 No es culpa suya 一 Dice la enfermera que se ha sentado en el sillón del acompañante y acaricia la mano del enfermo, que parece más tranquilo. Sin dejar de acariciarlo, una toma el asiento que la otra deja libre. 一 Gracias. 一 Se despide de las enfermeras que abandonan la habitación haciendo el menor ruido posible.
一 Mamá, no me dejes solo, mamá, no te vayas más, no me dejes.
一 No cariño, no te dejaré jamás, fui un momento al baño, pero no lo volveré a hacer. ¿Me perdonas? 一. Le susurra al odio, a la vez le acaricia el brazo en el que no lleva la vía intravenosa, con la otra mano le atusa el pelo. Se levanta con sumo cuidado, aprovechando que el calmante ya lo tiene prácticamente dormido y le besa en la frente. 一 Duerme cariño, mamá está aquí. 一
Nunca se hubiera imaginado que se terminaría apegando tanto a él. El primer día que lo vio aún tenía un aspecto normal. El aspecto de un hombre de 60 años, un hombre que había tenido a muchos otros bajo su mando. Seco, estricto y por qué no decirlo, hasta desagradable en el trato. Sus hijos la habían contratado para que lo atendiera día y noche. Ella no era enfermera, no era necesario que lo fuera, solo necesitaba compañía y vigilancia. La enfermedad de Don Ramón Balaguer y Montesinos aún no estaba en una fase avanzada y él se negaba a reconocerla, pero únicamente era cuestión de tiempo de que lo terminara desmenuzando entre sus garras. De nada habían servido los tratamientos y las terapias de miles de euros. Sus hijos eran personas importantes y no habían escatimado en gastos para que: “su padre estuviera lo mejor atendido posible”.
Ahora se le encogía el corazón de verlo ahí, hecho un guiñapo, solo y llamando a su madre como un niño perdido; porque eso es lo que era, eso es lo que seremos todos, al final todos lo seremos.
La luz roja estaba parpadeando otra vez.
一¡Mamá! ¡Mamaaaaaaaaaaaá!
Los gritos llegaron por el pasillo sobresaltando a las enfermeras del turno de noche. A esos gritos no se acostumbraba nadie, nunca. Daban igual los años de experiencia, aquellos gritos tenían una frecuencia especial que hacía que cualquier barrera, cualquier coraza de inmunidad profesional, quedara hecha añicos. Esas voces desperadas tocaban en lo más profundo del alma, porque eran de terror, del terror más puro y primigenio. Contra eso no se podía hacer nada, de alguna forma llegaban al cerebro más primitivo, haciéndote sentir el terror que sintieron nuestros ancestros al abandonar la seguridad de su cueva, al sentir la mirada de un depredador en la oscuridad.
一 No te preocupes, mamá vuelve en un momento. Ya está, ya está. No llores, no tengas miedo, mamá ya está de vuelta 一 Le susurra la enfermera mientras intenta apaciguarlo y mira a su compañera como si de esa manera el tranquilizante que estaba inyectando en el gotero de suero fuera hacer efecto más rápido.
Era sorprendente la fuerza que podía tener un cuerpo tan menudo. Las ligaduras lo sujetaban a la cama, aun así se retorcía como un pez recién pescado y agitándose, curvando la espalda, amenazando partirse en dos.
一 Lo siento cariño, solo he ido al baño un momento. 一 Dice la otra persona de la habitación a modo de disculpa con el espanto en la cara. Una mujer que acababa de salir del cuarto de baño, mientras se retuerce las manos, nerviosa.
一 No es culpa suya 一 Dice la enfermera que se ha sentado en el sillón del acompañante y acaricia la mano del enfermo, que parece más tranquilo. Sin dejar de acariciarlo, una toma el asiento que la otra deja libre. 一 Gracias. 一 Se despide de las enfermeras que abandonan la habitación haciendo el menor ruido posible.
一 Mamá, no me dejes solo, mamá, no te vayas más, no me dejes.
一 No cariño, no te dejaré jamás, fui un momento al baño, pero no lo volveré a hacer. ¿Me perdonas? 一. Le susurra al odio, a la vez le acaricia el brazo en el que no lleva la vía intravenosa, con la otra mano le atusa el pelo. Se levanta con sumo cuidado, aprovechando que el calmante ya lo tiene prácticamente dormido y le besa en la frente. 一 Duerme cariño, mamá está aquí. 一
Nunca se hubiera imaginado que se terminaría apegando tanto a él. El primer día que lo vio aún tenía un aspecto normal. El aspecto de un hombre de 60 años, un hombre que había tenido a muchos otros bajo su mando. Seco, estricto y por qué no decirlo, hasta desagradable en el trato. Sus hijos la habían contratado para que lo atendiera día y noche. Ella no era enfermera, no era necesario que lo fuera, solo necesitaba compañía y vigilancia. La enfermedad de Don Ramón Balaguer y Montesinos aún no estaba en una fase avanzada y él se negaba a reconocerla, pero únicamente era cuestión de tiempo de que lo terminara desmenuzando entre sus garras. De nada habían servido los tratamientos y las terapias de miles de euros. Sus hijos eran personas importantes y no habían escatimado en gastos para que: “su padre estuviera lo mejor atendido posible”.
Ahora se le encogía el corazón de verlo ahí, hecho un guiñapo, solo y llamando a su madre como un niño perdido; porque eso es lo que era, eso es lo que seremos todos, al final todos lo seremos.
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