Ojalá viviera en Estados Unidos, estar en Columbine o Cartland, pero no, no lo estaba y de nada serviría desearlo o lamentarse. Lo mejor sería seguir hecho un ovillo, desear algo más práctico, como que el Rebollo y compañía dejaran de pegarle, escupirle. Tener la suerte de que algún profesor entrara en los aseos de la tercera planta del instituto. Aunque esto último era casi lo mismo que desear que aquello fuera un instituto de secundaria en EE. UU. y no un instituto de educación secundaria español.
Por la megafonía sonó la campanilla, advertía que el recreo había terminado
— Déjalo ya Rebo, lo vas a matar al final —. Dijo el Chino.
— Es un gordo de mierda. Creo que hasta le gusta que le zurremos.
Sí, pero déjalo y vámonos—. Apoyó el Negro.
— ¿A clase? —. Preguntó el líder después de dar un último puntapié.
Los tres salieron de los baños de la tercera planta del Instituto de bachillerato Luis de Góngora riendo.
Óscar Ruiz Almagro, o más comúnmente conocido como “Óscar El Gordo” siguió acurrucado en el suelo un rato después de que los matones se fueran. Ya no lloraba, hacía tiempo que no lo hacía, ni pedía ayuda, solo se limitaba a aguantar lo que Rebollo y sus secuaces le tuvieran reservado. Dejó de hacerlo cuando comprendió que sus lloros solo traerían más vejaciones. Si se convertía en un saco pronto se aburrían y se iban para buscar algo más divertido que hacer. Así y todo, prefería quedarse un rato allí, atento, escuchando, asegurándose de que no estaban en el pasillo esperando a que saliera para volver a la carga. Eso también lo había aprendido, además de cualquier forma no iba a ir a clase. No podía ir después de esto, no era por la vergüenza de tener que soportar las miradas del resto de los alumnos, sino porque simplemente no quería que nadie en el mundo le mirara.
Había miradas de muchos tipos, las de lástima eran las que más le molestaban, porque no le gustaba dar pena. Sentía ya bastante vergüenza como para tener que soportar también la lástima de los demás. Además, en aquellas miradas, muchas veces, iba implícito un mensaje de vergüenza ajena, de asco, una coletilla; una moraleja, que le culpaban a él de lo que le pasaba, que en el fondo justificaban lo que le ocurría, que lo tachaban de cobarde, de que no les plantara cara, de que si tuviera huevos... Muchas otras miradas simplemente eran cruelmente divertidas, a las que su situación se lo parecía, como si él fuera parte de un show y aquellas miradas aprobaran con su sonrisa el espectáculo. Las más escasas eran las de dolor. Unos pocos alumnos realmente lamentaban lo que le pasaba y la rabia, la impotencia, ardían dentro de ellos, pero esas eran pocas y la verdad tampoco servían de consuelo. El problema era suyo, solo suyo.
Se levantó dolorido del suelo encharcado de agua y orines. Estaba hecho un guiñapo, el pantalón, la camiseta se le habían empapado con la humedad del suelo, ahora olía como un borracho que se hubiera meado encima y se hubiera quedado dormido al sol. Subió al cuarto de baño de la tercera planta porque pensó que sería una buena idea. Allí podría ir al baño con tranquilidad porque sería menos probable cruzarse con el Rebollo y los demás, la tercera planta del instituto estaba vacía durante el turno vespertino. Pero no, la mala suerte se cebó en él y fue a meterse en la boca del lobo. Cuando entró en los servicios se topó con ellos de bruces.
Se miró al espejo y sintió vergüenza de sí mismo. Un escupitajo le resbalaba desde el pelo, se le quedó columpiándose en el flequillo. Abrió el grifo, se lavó con abundante agua intentando recomponerse un poco. Luego volvió a mirarse al espejo volviendo a desear que aquello fuera EE. UU. Si fuera EE. UU. iría a su casa y abriría la hucha que llevaba haciendo desde que hizo la comunión, para la facultad le habían dicho cuando se la regalaron. Su padre era partidario de que viera el dinero, una cuenta en el banco era más práctica, pero él no necesitaría tener una para eso. Era mejor que viese el dinero, que lo viera de forma física: “Así sabrás el esfuerzo que supone que vayas a la universidad, así aprenderás a valorar el esfuerzo que hacemos todos para que tengas un futuro” Le dijo su padre el día que le entregó la hucha con sus primeros 100 € dentro. Desde entonces la hucha recibía aportaciones periódicas en sus cumpleaños, en Reyes y no solo de sus padres, sino también de sus abuelos, porque papá insistía en que el mejor regalo era un futuro. Les había dicho, que no le compraran cosas, lo mejor era una aportación a la hucha de la universidad como la llamaba.
Calculaba que dentro ya debía haber una buena cantidad. Entonces iría a una armería y compraría un arma, volvería a buscarlos y les dispararía en las rodillas, no les mataría no, les dispararía en las rodillas para que nunca más volvieran a dar una patada a nadie.
Su yo del espejo pareció guiñarle un ojo, dentro de la cabeza pudo oír una voz. Era la suya, pero no era su voz normal. Estaba forzada, como si estuviera intentando imitar a alguien mayor, más grave, parecida a la de aquel actor que doblaba las películas de Batman.
—Pero que tonto eres Óscar. Aún no tienes 18 años, nadie te va a vender un arma, da igual que fuera EE. UU. Eres un pringado, además ¿crees que serías capaz de disparar a la hora de la verdad?—. La voz tenía razón. Era un pringado, aquellos deseos solo eran las fantasías de un niño pequeño y cobarde, que no se atrevía a defenderse de unos matones de tres al cuarto. Notó algo caliente que le resbalaba por la cara, estaba llorando.
Para salir del instituto sin la mochila, empapado de orines, lo mejor era hacerlo entre clases, de esta forma pasaría más desapercibido. Era mejor faltar a un par de clases que pasar toda la tarde empapado. —¿La mochila?— Bueno, seguro que Ángela se la guardaba en la taquilla. No era la primera vez que le pasaba algo así, le sería fácil imaginar por qué había desaparecido.
Ángela era una vecina suya, vivía en su mismo bloque. Se conocían de toda la vida. Una de las pocas personas que lo había defendido delante de aquellos matones. —Encima lo tenía que defender una chica. Era humillante—. No, no estaba enamorado de ella ni mucho menos, y no es que no le pareciera guapa, que lo era y mucho. “Óscar el gordo” no tenía derecho a enamorarse de nadie o al menos eso es lo que pensaba. Porque ¿quién iba a querer a un mierda como él? Simplemente era una deducción lógica. Era mejor no desear lo que no se podía tener.
La noche ya era algo irremediable cuando salió por las puertas del instituto. El pantalón húmedo se le pegaba a la piel, como un sudario helado. Era la misma imagen del fracaso, un joven sin rumbo, sin valor, al que todo su mundo se le estaba cayendo encima porque tenía unos hombros demasiado débiles para soportarlo.¿Qué iba a decir cuando llegase a casa? Mentiría diciendo que se había caído o mejor diría la verdad, que otra vez le habían pegado.
Las mentiras tenían la mala costumbre de encenderle el rostro, como si dentro de él la luz de un detector de mentiras saltará cada vez que decía una. Al final se iban a enterar, lo sabrían. Ya era bastante cobarde como para ser también un mentiroso.
Sí, mamá lo protegería, lo besaría y le diría que no se preocupase, que no prestara atención a aquellos abusones, ya se aburrirían si los ignoraba y papá, bueno mejor que papá no se entrase. Mamá se lo ocultaría, como tantas otras veces, porque Papá no lo entendería. Nunca había sobrellevado con paciencia que su hijo fuera el cobarde gallina capitán de las sardinas, el gafúo cuatro ojos del colegio, el llorón de la guardería y ahora el pringado del instituto. Papá siempre había intentado hacerlo fuerte, que se enfrentará a los problemas como un hombre. Papá se lo había exigido desde que había sido un bebé y ahora simplemente no le quedaban esperanzas, lo había dejado por imposible, se lo notaba en la mirada. Las miradas de su padre, no podían ocultarlo, aunque lo intentaran no lo podían disimular, eran de puro desprecio. Óscar no le podía culpar, era verdad, él era un cobarde.
Caminaba cabizbajo callejeando sin un rumbo fijo. La idea era volver a casa, —¿Dónde si no?—. Aunque tampoco tenía ningunas ganas de llegar. Levantó la cabeza para cruzar una calle, vio su imagen reflejada en la ventanilla de un coche que se había detenido justamente delante de él. Su yo de la ventanilla lo miró. Estaba ahí igual que hacía un rato en los baños, le miraba con severidad, con un gesto que hacía que pareciera un yo más mayor, como su yo del futuro. La puerta se abrió y la ventanilla con su reflejo desapareció de su campo de visión. Del taxi salió un anciano arrebujado en un ajado abrigo negro. Al salir sus miradas se cruzaron, el hombre se quedó mirándolo. Óscar estaba seguro de que jamás lo había visto, pero aquel hombre lo miró como si tuviera algún reproche que hacerle con una mirada de desaprobación, como si oliera aún peor de lo que debía hacerlo. Por otro lado era natural que lo mirasen así. Iba hecho un desastre. Se apartó para dejar que aquel anciano pudiese continuar su camino, entonces volvió a ver su reflejo en la ventanilla. En su yo del cristal había una reprobación. El coche reemprendió la marcha, desapareciendo calle arriba llevándose con él su reflejo. Óscar respiró aliviado, aquello parecía de locos. Reflejos que le miran, voces en la cabeza, puede que hace un rato, debido al estrés de la situación su mente le hubiera jugado una mala pasada, pero ya había tenido tiempo de calmarse, o quizás tal vez no, quizás aún siguiera lo suficientemente chocado, impresionado, o harto. Sí, harto de que lo maltrataran, harto de ser el hazmerreír de todos, quizás dentro de él se estuviera llevando a cabo algún tipo de metamorfosis, o solo fuera otra fantasía de adolescente inmaduro. Cruzó la calle pensando que sí, iba a ser lo último, igual que la estúpida fantasía de comprar un arma. Tenía que madurar, y debía hacerlo pronto.
Mamá no se sorprendió, o al menos no lo demostró cuando lo vio llegar antes de la hora acostumbrada. Óscar tomó una ducha y echó la ropa sucia a la lavadora. Su madre lo observaba desde la butaca del cuarto de estar, donde sentada hacía un jersey de punto con unas agujas y unas madejas de lana.
—¿Qué pronto llegaste hoy?—. Dijo alzando la voz.
—Sí mamá. Se suspendieron las clases—. Mintió Óscar
—¿Y eso? ¿Qué pasó?— Inquirió sin dejar de tricotar.
—Nada, lo de siempre, le volvieron a tirar un globo lleno de agua al cuadro eléctrico.
—¡Desde luego! En ese instituto solo hay golfos. Dijo la mujer con un tono de falsa indignación y prosiguió—. Supongo que por eso te caerías o algo, porque hay qué ver como has llegado.
—Sí mamá me resbalé en el baño. Ya sabes como suelen estar los suelos.
—¿Y la mochila?, ¿la has dejado en la taquilla, verdad?
—Sí mamá, Ángela me dijo que me la guardaba. Solo quería llegar a casa cuanto antes. No quería que nadie me viese con estas pintas.
Aunque en la voz de Óscar no había habido ni una octava de duda, los dos sabían que aquello no era verdad. Una cosa era que su madre hubiera hecho como que aceptaba las explicaciones, y otra muy distinta es que se las creyera, que no supiera que había pasado algo. Prefirió no seguir investigando. Mejor haber hablado con una habitación de por medio que cara a cara donde el rostro de su hijo lo traicionaría. Ya se lo contaría cuando estuviera preparado para hacerlo; su Óscar era casi un hombre, había cosas que las madres era mejor que no supieran. Quizás de una vez por todas estaba empezando a gestionar los problemas por el mismo, y ya no necesitaba tanto los mimos de mamá y eso, a pesar de que para una madre fuera en cierto modo doloroso, era bueno.
La cena fue rápida, mamá no volvió a sacar el tema. Papá llegó del trabajo, después de saludarlo y hacerle las preguntas acostumbradas tipo “¿Cómo han ido las clases?”, se emboó mirando las noticias, que hablaban de algo sobre una invasión de Irak a Kuwait. Así que aprovechó la situación y desapareció con la sutileza de un hobbit para ir a su habitación.
Una vez en ella Óscar se echó en la cama y se puso a intentar leer un cómic, lo que fuera con tal de espantar el episodio de aquella tarde que no dejaba de atormentarlo, además el cuerpo le estaba empezando a doler. Se había relajado después de la ducha y la cena, ahora los cardenales empezarían a brotar como flores moradas. Lo mejor era que allí no había donde reflejarse, así que esa imagen suya acusadora no podría verse reflejada ni en los muebles de roble ni en las paredes enmoquetadas. El único punto sensible era el cristal de la ventana. Prudentemente, lo primero que hizo al entrar en la habitación, fue echar el store con los ojos cerrados.
En el tebeo, Batman investigaba la última fuga del Elizabeth Arkham Asylum, de su archienemigo el Joker. No podía entender como en las traducciones de Latinoamérica lo llamasen el Guasón, como podía ponerle ese nombre a un supervillano. Guasón no infundía respeto, ni miedo.
<<“El Rebo” tampoco es que sea un apodo muy temible>>. Leyó en el bocadillo que había sobre un dibujo con un primer plano del vigilante de Gotham. <<Los nombres a veces no reflejan cuán peligroso es un enemigo. ¿Quién temería a un “Pingüino”? Te garantizo que es un ser digno de serlo>>. Los globos de texto seguían hablándole mientras las viñetas se suceden. Batman abandonaba el manicomio en su batmovil a una velocidad endiablada. Óscar cerró de golpe el cómic. —¡Dios!— Exclamó.
Estaba tan obsesionado con aquel desgraciado, que le estaba afectando. ¿No sería un golpe mal dado? Uno que le había desencajado alguna pieza dentro de la cabeza, y se estaba quedando tonto, tonto del todo, de los de verdad, de los que tenían que llevar un babero para recogerles la saliva que no eran capaces de tragar por si solos. No, no seguro que no, solo estaba cansado, dolorido y cansado. Mejor sería dormir y descansar. Lo bueno es que mañana era viernes. Los viernes pasaban rápido, y luego dos días sin pisar el instituto, dos días sin tener que mirar hacia atrás, sin tener miedo.
No, era imposible irse a dormir sin echar otra ojeada al cómic. Algo dentro de él le decía que tenía que hacerlo. Debía quedarse tranquilo, comprobar que aquello solo había sido una ilusión. Abrió el tebeo, la siguiente viñeta ocupaba dos hojas, no había texto, solo se veía una imagen cenital del batmovil penetrando por la entrada secreta de la batcueva. Usó los dedos con suma delicadeza para pasar la página. En la siguiente viñeta apareció Alfred —El mayordomo de la mansión Wayne— de pie, junto a la puerta entreabierta de la mansión, con ese porte elegante y a la vez servicial. Óscar buscó con la mirada precavida el bocadillo que estaba junto al dibujo. Sentía miedo como si lo que fuera a ver allí escrito le pudiera quemar los ojos. Armándose de valor leyó.
—Buenas noches, señorito Óscar. El amo Bruce le recibirá en unos momentos. Si me permite acompañarle al salón.
El cómic se dirigía a él. Alfred le estaba hablando a través de un tebeo, si no fuera porque estaba aterrado saltaría de alegría. Aquello era lo más, estaba siendo parte de una historieta de Batman, era lo mejor que le podía pasar a cualquier fan de cómics del mundo mundial y sin embargo estaba a punto de cagarse encima. Entonces, como si fuera parte del video musical de la canción de ese grupo tan de moda noruego, se vio transportado por la lectura a dentro del mismo cómic.
Alfred encabezaba la marcha por un largo pasillo alfombrado. Caminaba sobre la alfombra más mullida que hubiera pisado en su vida. El pasillo era amplio, tanto que algunas calles eran más estrechas, de sus paredes colgaban cuadros con suntuosos marcos desde donde retratos de hombres con porte digno y expresión seria les observaban. El mayordomo caminaba con paso decidido, ni muy rápido, ni muy lento. En un momento dado el sirviente cambió el paso, como si diera un pequeño saltito, luego unos metros más adelante dió otro, una especie de cabriola alegre y completamente fuera de lugar. Aquello no cuadraba, —¿Alfred, el mayordomo de Bruce Wayne dando saltitos?— Entonces empezó a cuadrar, porque Alfred ya no llevaba sus zapatos de piel negra lustrada, los había cambiado por unos zapatones rojos de payaso. Todo se diluye, como si toda la escena estuviese pintada con acuarelas y una jarra de agua se hubiera derramado sobre ella. La pintura se iba, revelando la imagen subyacente, la realidad, era el truco malogrado de un mago de tercera. Las carcajadas le tronaron los oídos. Eran unas carcajadas insanamente contagiosas, de esas que te amenazan con partirte en dos, porque no vas a poder dejar de reír jamás. Óscar se descubrió atado a un sillón riendo, con lágrimas cayéndole por las mejillas riendo, riendo a carcajadas de una forma dolorosa. Pero no era el único que reía, frente a él encorvado, con las manos apoyadas en las rodillas, doblado por las carcajadas había alguien más. De súbito el ser encorvado dejó de reír y se irguió. Aunque ya no reía seguía teniendo una sonrisa dibujada en la cara, grotesca como la que se hubiera dibujado de un payaso con un Párkinson avanzado. De los ojos oscuros le nacían churretes negros, igual que raíces, destacando sobre la pintura blanca de la cara.
—¡Calla!, deja de reír. Reír es algo muy serio, hombrecito—. Ordenó el Joker.
Óscar intentó dejar de reír, de veras que lo intentó, pero era incapaz de hacerlo. Las carcajadas seguían saliendo de él de forma dolorosa. El payaso se metió la mano debajo de su chaqueta morada. Cuando la sacó, en su mano enguantada en blanco se podía ver la empuñadura de una pistola. La mano siguió sacando la pistola, que no terminaba de hacerlo, pues tenía un cañón desmesuradamente largo y grueso. Era imposible que alguien pudiera llevar una pistola de ese tamaño oculta bajo la chaqueta, es más, era absurdo que existiera una pistola de aquellas dimensiones, parecía sacada de un dibujo animado, de un ¡Cómic!. Ese pensamiento llegó justo cuando el Joker le apuntó con el pistolón. Las carcajadas se le cortaron en el mismo instante en que el clic del gatillo sonó, activaría el percutor del arma que golpearía sobre el casquillo del proyectil que iba a salir disparado en un milisegundo hacia su cara. Se oyó un ¡BANG! Óscar cerró los ojos de puro terror. Cuando los volvió a abrir, del cañón salía un hilo de humo blanco y una banderita con la onomatopeya impresa.
—Así está mejor—. Dijo el payaso arrojando el arma con descuido al suelo.
De algún lugar de detrás de él apareció un hombre vestido con un pantalón negro y una camiseta de rayas horizontales blancas y negras, que también llevaba la cara maquillada, recogió el arma de juguete del suelo. En ese momento el Joker volvió a meter la mano debajo de la chaqueta para sacar otra pistola, esta vez de un tamaño más normal, disparó. El hombre de la camiseta de rayas cayó desplomado. El Joker miró el cañón humeante y luego miró fijamente a Óscar que temblaba de miedo.
—La risa es algo muy serio. Reír cuando no se debe es muy peligroso. Te lo digo por experiencia—. Arrastraba las palabras al hablar, como si las palabras le pesaran, como si tuviera alguna dificultad para pronunciarlas. Entonces pensabas que era la rata con alas la que te había invitado a tomar el té, ¿verdad? ¿Óscar? ¿Por qué te llamas Óscar verdad muchacho?
—Sí señor—. La voz le salió en un hilo, débil, casi inaudible.
—¿Sabes? No estoy acostumbrado a que me llamen señor, solo lo hacen cuando llevo esto en la mano—. Dijo y jugueteando con la pistola.
—Sí señor—. Volvió a decir Óscar de forma refleja.
En realidad no lo quiso decir, salió de su boca sin más. Noto algo caliente y húmedo que se le derramaba por las piernas, se estaba orinando.
—¿Lo ves?, nunca falla. A los locos siempre hay que darles la razón, ¿verdad, chico?. ¿VERDAD CHICO?—.
Se abalanzó sobre él poniéndole el cañón aún caliente en la sien. Luego bajando la voz a un susurro le dijo al oído ¿No te lo enseñó tu mamá?
Óscar pudo olerlo. Olía a crema hidratante, era absurdo, a pesar del terror su olfato tuvo tiempo de entretenerse de informarle de que aquel demente olía bien. Estaba paralizado. No sabía si tenía que contestar o solo era una pregunta retórica. Optó por lo primero.
—Sí señor—. Dijo en otro susurro.
—Bien, porque a las madres hay que hacerles caso, y además yo estoy loco. ¿Por dónde íbamos? ¡Ah, sí! La rata con alas. ¿Por qué todos los niños sueñan con ser Batman? ¿Por qué? ¿Acaso no somos los dos unos pobres huérfanos traumatizados? ¿Es por sus juguetitos? ¿Tú lo sabes chico? ¿LO SABES?
Ahora sí estaba en un aprieto. Cómo decirle que nadie quiere ser un villano, que nadie admira a un loco psicópata que asesina y roba sin ninguna clase de escrúpulos, y si le decía que no lo sabía, quizás…
El Joker pone los ojos en blanco, se mete la mano que le queda libre de nuevo en la chaqueta. Saca otra pistola y comienza a disparar ambas armas como un poseso sobre el cadáver del hombre del suelo mientras grita —¡BATMAN, BATMAN, SIEMPRE BATMAN, MALDITO SEAS, MALDITO!
Vacía los cargadores, tira las pistolas, como una exhalación se lleva las manos a la base de la espalda, de donde saca otras dos más y continúa disparando hasta que vuelve a vaciar los cargadores, mientras sigue gritando improperios contra el superhéroe de Gotham. Aun cuando se queda sin munición sigue accionando los gatillos un rato, hasta que se convence de que no vas a salir ni una sola bala más de ella. Las arroja con furia al muerto y mirando al muchacho le dice, entre jadeos — ¡Nunca se tienen suficientes balas, chico! ¡Nunca!
Un silencio incomodó llenó la estancia, la pareja perfecta para el olor a pólvora que se había quedado flotando en el aire. Óscar aterrado, sigue atado al sillón y observa al payaso casi sin atreverse a respirar, sigue paralizado por el miedo. El villano se pasa las manos enguantadas de blanco por el pelo teñido de un verde lima buscando recobrar la calma. Empieza a caminar en círculos y sin mirar a Óscar comienza a hablarle.
—¿Sabes chico?. Tú y yo nos parecemos mucho. Hace tiempo yo era más o menos como tú. Sí, un pringado, un raro, una nenaza de la que todo el mundo abusaba. Hasta que un día me abrí como una flor en primavera, mi verdadera naturaleza brotó liberando mi verdadero ser—. Dijo con tono melodramático que apoyó haciendo como si bailara un vals.
El Murciélago de Strauss comienza a sonar.
Los pasos de baile le acercan a Óscar que lo sigue con la mirada, es como si mirase a una avispa que revoloteara cerca de él, hasta que desaparece por detrás del sillón y lo pierde de vista. A los pocos instantes el payaso reaparece por su izquierda. Parece disfrutar de la música, tiene los ojos cerrados. De súbito se para en seco junto con la música, que lo hace un instante después. Levanta la mano derecha en una pose dramática mientras que con la otra finge protegerse los ojos y declama— ¡Siempre el maldito murciélago! ¿Cuándo habrá un vals del Joker?—. Entonces se derrumba cayendo de rodillas y queda allí postrado por unos segundos. Unos aplausos grabados suenan. Se vuelve a hacer el silencio tras la aclamación y gira la cabeza hacia el muchacho. Comienza a acercarse a gatas, con una mano se aparta un mechón de pelo verde y sudoroso de la cara. Pasa por encima del cadáver de la camiseta de rayas, sin prestarle la más mínima atención hasta que queda justamente a los pies de Óscar. Entonces ve con horror como los guantes del Joker se impregnan con los orines del suelo. El villano se levanta con sorprendente agilidad de un salto y sujeta la cara de Óscar con las manos empapadas de orina.
—¿Lo sientes chico?, ¿lo hueles?
Las manos le apretaban la cara con fuerza.
—Sí, señor—. Contestó Óscar que había empezado a llorar de puro pánico.
—Es el olor de la vergüenza. La vergüenza no es divertida, la vergüenza me hace sentirme mal, la vergüenza me hace recordar y tú me recuerdas mucho a mí. No querrás que el tito Joker se sienta mal, ¿verdad Óscar?
Empezaba a doler, las manos le apretaban la cabeza como una prensa hidráulica y parecía que se la fuera a aplastar. —¿VERDAD ÓSCAR? ¿VERDAD?
Las escleróticas del payaso se cubrieron con multitud de capilares rojos y brillantes como ríos de lava que manaran de aquellos volcanes negros en que se habían convertido sus ojos.
—Verdad, señor—. Dijo Óscar que ya lloraba a moco tendido, presa del dolor y del más puro y profundo pánico.
—MÁS FUERTE, NO TE OIGO BIEN CHICO.
—¡VERDAD SEÑOR! ¡VERDAD!.
Sus propios gritos le despertaron. Estaba en una posición inverosímil, de rodillas con la cabeza encajada entre la pared y el larguero de la cama. Le dolía la cabeza y sentía el lado derecho de cara irritada de haber estado rozándola contra la pared en su absurdo afán de introducirla entre la cama y la pared. Había mojado la cama, estaba empapado sentía las piernas pegajosas. Cuando movió las ropas de la cama para salir de ella un olor cálido a pañal usado le abofeteó. No recordaba haberse orinado en la cama jamás, quizás de muy pequeño lo habría hecho, pero si fue así no le quedaban recuerdos. La vergüenza entró en su habitación un segundo antes de que su madre entrara asustada. En un acto de reflejo e infantil Óscar intentó ocultar la cama mojada cubriéndola con el edredón. Su madre obvió el detalle y fue hacia su hijo que rompió a llorar solo notó el abrazo.
A los pies de la cama el cómic yacía abierto. Una ilustración a doble página mostraba un primer plano de la cara del Joker con los ojos muy abiertos e inyectados en sangre. Era la mirada de un enfermo mental, de un loco, de uno muy peligroso.
Por fin era viernes. Los viernes eran sus días favoritos, en los viernes coincidían varias circunstancias que los hacían los mejores días de la semana, muchos más que los sábados o los domingos. Eran los últimos días de la semana en que había clases, pero eso no era lo mejor, lo mejor era que los viernes el Rebo y compañía rara vez aparecían por el instituto más de una hora o dos. El turno vespertino terminaba a las 9 y muchos de los alumnos aprovechaban para salir. El Rebo y sus secuaces empezaban la juerga mucho antes y eso era magnífico para Óscar, porque eso significaba un día de tranquilidad, de no tener miedo.
A primera hora había tocado biología, era de sus clases favoritas. Su ilusión era ser médico, aunque no se veía capaz de conseguir la nota de corte necesaria, según creía estaba alrededor del sobresaliente, así que se conformaría con ser DUE como se llamaban ahora a los ATS de toda la vida. Además para ser sincero, en su ciudad no había facultad de medicina e ir a estudiar a otra le parecía aún más complicado que conseguir la nota para ello; sus padres no lo aceptarían, era demasiado para su economía, la hucha de la universidad no tenía tanto fondo.
La hora pasó volando entre leyes mendelianas y guisantes. Ahora había que cambiar de aula, tocaba dibujo técnico. Era un alivio poder caminar por los pasillos sin temor. Fue hasta su taquilla para recoger los útiles de dibujo y para otra cosa. Para una cosa absurda, algo que nadie más que él podría justificar o entender.
Había salido de casa sin mochila, como supuso y confirmó más tarde con el recado que Ángela le había dejado en el contestador del teléfono, sus cosas estaban en la taquilla. Así que usó una discreta carpeta de gomas elásticas y metió el cómic entre unos inocuos e inocentes folios en blanco y lo sacó de casa.
Toda la mañana había estado dudando entre volver a echarle una ojeada o simplemente hacerlo añicos y tirarlo por el váter, para olvidar aquella horrible pesadilla, porque es lo que sin duda había debido ser, o eso quería creer. Aunque cuando el cómic empezó a hablar no estaba dormido, porque cuando el reflejo del espejo del baño le habló no lo estaba tampoco, o tal vez todo hubiera sido un sueño y ahora estuviera mezclando realidad con ficción ¿Verdad?. Al final había sucumbido a la curiosidad y se había llevado el cómic oculto en esa carpeta para mirarlo tranquilamente, lejos de los ojos de su madre. La pobre, preocupada no había dejado de atosigarlo toda la mañana después de que hubiera mojado la cama. ¡Dios!, se había meado en la cama con casi 17 años, era para echarse a llorar. Realmente se preguntaba cómo no estaba haciéndolo en un rincón de su cuarto en vez de estar yendo por el pasillo del instituto como si no pasara nada. Abrió la puerta del armario metálico, allí estaba la carpeta de gomas elásticas y dentro de ella, entre unas hojas de papel, el payaso.
—Hola, Óscar—. Saludó Ángela.
Óscar respingó asustado.
—¡Ah! Hola, Ángela. Gracias por guardarme la mochila en la taquilla. Tuve que irme porque…—. Le temblaba la voz y las manos.
—Perdóname tú por haberte asustado y no hace falta que me las des, ni hace falta que me des explicaciones.
En la cara de la chica estaba escrito: No es necesario que digas nada, ni que te inventes alguna historia, todos sabemos que pasó.
—¡Oh no!, bueno un poco. Vale, gracias. Oh vaya te estoy dando las gracias otra vez—.
Óscar intentaba no tartamudear mientras luchaba por controlar el temblor de sus manos y que el color de sus mejillas regordetas no pasara del sonrosado saludable al bermellón acusador de, te estás poniendo colorado como un tomate porque te gusta Ángela. Claro que le gustaba Ángela y más en momentos. Así, cuando era como un ángel. No podían haberle puesto un nombre mejor.
—Creo que deberías hablar con alguien, con el jefe de estudios o algo. No está bien lo que te hacen, no deberías permitirlo más.
—Sí, sí tienes razón, aunque no creo que cambie nada, y quizás lo empeore. En realidad lo sabe todo el mundo, y ya ves que no hacen nada, además ya se les pasará. Gracias Ángela, ojalá todos fueran como tú. Bueno, se hace tarde mejor me voy a clase. A mí me toca dibujo.
En ese mismo instante la campanilla sonó por los altavoces anunciando que las clases iban a empezar. Tenía justo 5 minutos hasta al próximo toque que sería con el que empezaría la segunda clase de la jornada. Óscar tomó sus reglas y el estuche con los rotuladores técnicos, sin dejar de mirar la carpeta de gomas, era como si tuviera algún poder magnético, le costaba separarse de ella.
El proyectil llegó volando desde el fondo del pasillo, iba directo a la cabeza de Óscar. El muchacho se movió unos centímetros al hacer el gesto de cerrar la taquilla, dejándole el camino libre para estamparse en la frente de Ángela. El mundo pareció ralentizarse en ese momento, como si en la moviola de la vida, Dios hubiera seleccionado la opción frame to frame. El huevo estalló al golpear la frente de Ángela, que abrió desmesuradamente los ojos. Sintió el golpe, a la vez que la cáscara saltaba hecha añicos liberando clara y la yema que comenzaron a resbalarle por el rostro, sin ser consciente de lo que le había golpeado. Un milisegundo después llegaron las carcajadas. El Negro, el Chino y el Rebo se partían de la risa unos metros más allá. Otros dos obuses llegaron justo después, pero las carcajadas hicieron que erraran el tiro y terminaron impactando en la puerta de la taquilla. Acto seguido los tres gamberros desaparecieron corriendo por el pasillo.
Un silencio sepulcral sucedió a las risas, luego de un momento Dios volvió a 24 fotogramas por segundo y el mundo pasó a discurrir a su velocidad habitual. Se formó un corrillo de mirones alrededor de ellos. El aire se llenó con murmullos, con expresiones de sorpresa y de alguna risa, que intentaba ahogarse entre las manos de su dueño falto de tacto. Al poco el corrillo se deshizo una vez satisfechas las ansias morbosas. La campanilla iba a volver a sonar y la segunda hora de clases iba a dar comienzo, además allí ya no había nada que ver.
—Ángela. ¿Estás bien?
Qué tontería de pregunta ¿Cómo iba a estar bien? Le acaban de tirar un huevo a la cabeza. Un huevo que iba dirigido a él. Por su culpa le habían hecho eso.
Mientras todo eso pasaba por su cabeza se hurgaba en los bolsillos buscando un pañuelo de papel para intentar limpiarle el huevo que le chorreaba desde el pelo.
—Sí estoy bien, no te preocupes, solo es un huevo—. Dijo Ángela mientras se adelantaba sacaba un paquete de pañuelos de su bolso. Le brillaban los ojos, dentro de ellos se licuara roca. Tengo que ir al baño a quitarme esto. Nos vemos luego.
A Óscar no le dio tiempo de decir —hasta luego— cuando Ángela ya había desaparecido camino a los baños de chicas.
De nuevo se encontraba allí plantado como un pasmarote, mirando los restos de los huevos que habían impactado contra las taquillas, sin saber muy bien qué hacer. Miró las reglas y el estuche que sostenía en una mano. Le resultaron extrañas como si fuera la primera vez que las veía, como si por alguna razón fueran unos objetos que estuvieran fuera de lugar, como si él mismo estuviera fuera de lugar y esa no fuera su realidad. Aquello parecía los retazos de un sueño y aún dudaba de qué era la verdad y qué no. La imagen de la carpeta de gomas elásticas entró en su mente. Lo hizo de forma absoluta y sorpresiva. Fue como en una riada, la imagen lo llenó todo, en su mente no quedó espacio para ningún otro pensamiento. Necesitaba mirar el comic, por alguna razón incomprensiblemente cierta lo necesitaba leer. En sus páginas iba a encontrar algo que le iba a ayudar a superar todo esto. Volvió a abrir la puerta metálica y sacó la carpeta con la otra mano mientras sujetaba las reglas y el estuche con las rodillas. Luego corrió a la clase de dibujo, la campanilla de segunda hora estaba sonando.
Abrió la puerta de la clase, donde la profesora había comenzado a trazar líneas con una tiza en el encerado verde. Óscar aprovechó que estaba de espaldas y se escabulló hacia una de las mesas del fondo. Era un aula grande, la puerta quedaba en la pared contraria a la pizarra, por lo que sería más fácil pasar desapercibido. No quería que le cayera una bronca por llegar tarde. Ruth Izcuberry era una profesora que no toleraba la impuntualidad, como no toleraba los borrones en los exámenes de dibujo técnico. Afortunadamente las mesas del fondo estaban vacías y el tablero inclinado sería perfecto para poder mirar el cómic sin ser descubierto, ya conseguiría los apuntes de cómo calcular el arco capaz. La verdad es que podría haberse saltado la clase, pero era mejor estar en clase, a salvo que solo por ahí y que esos lo volvieran a pillar.
Dejó las reglas y el estuche a un lado de la mesa, colocó con un cuidado casi reverencial la carpeta en el centro, justo delante de él. Supuso que los archiveros e historiadores sentirían algo parecido cuando tuvieran delante un manuscrito antiguo y quebradizo. Abrió la carpeta retirando las gomas. El sonido de los elásticos golpeando las cubiertas de cartón de la carpeta se le antojó estruendoso, tanto que incluso miró para asegurarse de que nadie lo miraba con el típico gesto de reprobación en la cara.
Afortunadamente nadie lo hizo, todos estaban mirando hacia la pizarra, tomando notas intentando seguir el ritmo de la profesora, que dibujaba de forma casi mágica, circunferencias con la ayuda de un trozo de cuerda y una tiza, mientras hablaba de ángulos, radios y puntos A, B y C. Abrió el tebeo por una página al azar. Las viñetas parecían las de un cómic como otro cualquiera. En esa página Bruce Wayne estaba en lo que parecía una fiesta con gente importante de la ciudad de Gotham. Óscar sintió como una mano grande y fuerte le oprimía la garganta. Allí no había nada, nada, nada más allá que lo que debía haber, hojas cargadas de color que contaban una historieta sobre superhéroes. Se sintió tonto, más de lo acostumbrado. De forma inconsciente empujó el tablero de pura frustración. Las patas del pupitre se desplazaron por el suelo arrancando un sonido afilado y desagradable que le taladró los oídos.
—Señor Óscar Ruiz. Si quisiera compartir con el resto de la clase lo que sea que está haciendo le estaríamos muy agradecidos. Porque no solo entra tarde y a hurtadillas en mi clase, sino que se dedica a hacernos perder el tiempo interrumpiéndola. Si estoy equivocada, le ruego que por favor, salga a la pizarra y demuéstrelo explicándome a mí y a sus compañeros cómo se calcula el arco capaz de 60º de este segmento—. Dijo la profesora de dibujo tendiéndole la tiza desde la otra punta de la clase.
Automáticamente todas las cabezas de la clase se giraron hacia él. Todas se giraron con la risa cruel prepara en la recámara, los veía, sabía lo que estaban pensando era el hazmerreír del instituto, y esa no dejaba de ser otra oportunidad para volver a burlarse de Óscar el gordo, Óscar el inútil, el que siempre quedaba el último en las pruebas de gimnasia, el raro que siempre andaba leyendo cómics y escuchando heavy, el friki.
—No, no está equivocada—. Reconoció Óscar mientras cerraba el cómic y lo cubría con unos folios.
—Bien, pues le insto a que preste atención y se abstenga de interrumpirla más.— La profesora se giró para continuar con la clase.
La risa del Joker sonó en su cabeza. Una risa de esas que se contagian irremediablemente, de esas que te hacen reír sin un motivo concreto, por la que ríes y ríes de forma espasmódica hasta que terminas llorando, hasta que te duele la tripa. Óscar no quería, pero tenía que reír, era una necesidad fisiológica, como estornudar, si no lo hacía le iba a reventar la cabeza. Las carcajadas brotaron de él como vómito, resonando por la clase.
Otra vez, todos se giraron a mirarle, aunque esta vez en sus caras no ocultaban maldad, sino una mezcla entre asombro, extrañeza y repulsión, excepto en la de Ruth que simplemente había indignación y enfado.
—Salga de mi clase señor Ruiz. ¡Salga inmediatamente de mi clase!.
Óscar intentó explicar que no podía parar, que no quería reír, pero no podía articular palabra. Reía y reía con las lágrimas cayéndole por las mejillas, mientras recogía sus cosas para salir de la clase, y sentía la desesperación de no poder parar. Salió de la clase lo más rápido que se lo permitieron los espasmos de las carcajadas. Cuando cerró la puerta tras de sí, la voz del Joker aún entre carcajadas intentaba hablarle.
—Ay, ay. Lo siento chico Ja, ja, ja. Pero es que no puedo parar de reír. Es todo tan gracioso, que no puedo parar Ja, ja, ja.
—No sé qué ves tan gracioso—. Se atrevió a contestar Óscar con un pensamiento, sin necesidad de haber articulado ninguna palabra, aunque por otra parte no hubiera podido hacerlo.
Las carcajadas retumbaban haciendo eco en los pasillos vacíos.
—Te has creído que soy un cómic, que soy el Joker. ¿De verdad Óscar?
Las carcajadas poco a poco se iban calmando, como una riada que pierde caudal y termina remansándose.Óscar sintió vergüenza, enfado consigo mismo.
—No sé quién o qué eres. No sé si me estoy volviendo loco. Pero sé lo que vi, luego pensé que había sido un sueño, ahora ya no sé nada.
Andaba sin un rumbo fijo por los pasillos desiertos, donde solo se oía el sonido de sus pasos y el murmullo que llegaba de detrás de las puertas de las aulas donde seguían las clases. Lo mejor sería ir a echarse agua a la cara, lavarse los ojos que se le había quedado irritados de las lágrimas, despejarse la cabeza.
—Yo soy tú, Óscar—. Dijo el Joker con voz seria.
—Eso es imposible—. Porfió el chico que no entendía nada y continuó — ¿Cómo vas a ser yo?
Los últimos metros que le faltaban hasta llegar a los baños los hizo corriendo. Arrojó la carpeta, las reglas y el estuche y se abalanzó sobre unos de los lavabos abriendo el grifo a tope. Formó un cuenco con las manos, que se llenó de agua helada y hundió el rostro en ella. Repitió el gesto una y otra vez de forma compulsiva, como si de alguna manera esa agua fuera a borrar aquella voz de su cabeza, como si eso que le hablaba se fuera a ir con ella por el desagüe.
—Sí, Óscar somos nosotros. Eres tú mismo, una parte profunda de ti, de tu personalidad que está saliendo a la superficie para salvarnos, para que hagas algo. Le has dado la imagen de Joker porque tu mente ha buscado un armazón, una imagen que pueda sustentarse, encarnarse de alguna forma, pero en realidad somos un solo todo.
La voz de supervillano fue perdiendo su timbre chillón e histriónico y poco a poco se fue modulando por unos filtros de una mesa de mezclas imaginaria hasta que sonó como su propia voz.
— ¿Lo ves Óscar? Somos nosotros.
Entonces alzó la cabeza del lavabo y se miró al espejo y vio allí su propio reflejo. Su cara regordeta de hombre a medio terminar chorreando de agua, ese mechón del flequillo que siempre le caía sobre el lado izquierdo pegado a la frente. Se miró a los ojos y lo vio, lo vio con claridad. Allí estaba su otra parte, su otro yo. Era una sensación reconfortante, la misma de cuando por fin ves el puzzle acabado. Se estaba viendo como nunca antes se había visto, se estaba viendo completo.
Eran las 21:30 de la noche y los alumnos del turno vespertino salían a tropel del instituto. Óscar fue en busca de Ángela. Quería ver cómo estaba después de lo del huevazo en la cabeza, y esa tarde no habían vuelto a coincidir.
Ángela bajaba las escaleras de la puerta principal del Luis de Góngora, acababa de despedirse de unas compañeras que tomaban otra dirección y en cuanto vio a Óscar se acercó a él.
—Hola, Ángela ¿Cómo va la cosa?—. Saludó Óscar.
—Bien ¿y tú, cómo estás?.
En la respuesta el muchacho detectó el mensaje oculto,—No me preguntes por lo del huevo— Así lo hizo entonces, olvidó el tema y decidió dirigir sus preguntas a temas más banales.
—Yo también estoy bien ¿Vas para casa? ¿Te importa que te acompañe?
—No, no me importa, al contrario.
El instituto no estaba lejos de su barrio, 20 minutos a buen paso y estarían en sus respectivas casas sentados a la mesa delante de sus cenas.
—¿Tienes examen de Física la próxima semana?—. Terció Óscar, intentando buscar un hilo para poder enhebrar una conversación, romper el silencio que se había instalado entre ellos que ya empezaba a resultarle incómodo.
—Sí—. Contestó la chica—. Tenía pensado ponerme a estudiar esta noche un rato antes de acostarme.
—Yo debería hacerlo, pero me da mucha pereza. Mejor lo haré mañana por la mañana o por la tarde, ya veremos.
—Mañana por la tarde tenía pensado ir al cine con unas amigas. Podías venir.
Ángela le sonreía mientras esperaba la respuesta.
—¿Mañana? ¡Ah! No sé, sí, no, bueno, es una buena idea. ¿Qué película vais a ver?—. Preguntó Óscar intentando no tartamudear, como si en realidad importase. Iría a ver una película iraní en versión original.
Unos metros más allá, en un banco del parque que había tras las verjas del instituto, el Rebo, el Negro y el Chino estaban haraganeando como de costumbre, mientras fumaban unos porros y bebían unas litronas.
—Mirad. El gordo tiene novia—. Dijo el Negro apurando el resto de una litrona, luego escupió al suelo.
—Es la mojigata esa. La que estaba en la taquilla y se llevó el huevazo, Ángela creo que se llama—. Confirmó el Chino que era el único de los tres que estaba sentado.
—¿Estás celoso Chino?—. Comentó el Negro que empezó a desternillarse de risa.
Los tres comenzaron a reírse.
El Rebo dió la última jalada a la colilla del porro y anunció con voz solemne — Vamos a que nos la presente—.
—Pasa Rebo—. Apuntó el Negro. Déjalos en paz, anda.
—¿Ahora eres amiguito del gordo?
—No es eso, es que parece que no lo puedes ver, como si te hubiera hecho algo. Ya le hemos dado caña esta tarde. En el fondo me da un poco de pena del chaval.
—Vaya, nos ha salido un alma caritativa, pues quédate aquí. Vamos Chino. El Negro se ha vuelto marica.
—Que te jodan Rebo—. Le contestó a la vez que le sacaba el dedo corazón de la mano derecha haciéndole una peineta.
—Que te jodan a ti—.
El Rebo pareció masticar las palabras. Se abalanzó sobre su compinche agarrándolo por la pechera de la sudadera —. No marica, te vas a joder tú, pedazo de mierda.
El color cetrino de la piel, que le daba el mote al Negro, pareció palidecer a la luz de la farola del parque. La cara de los dos chicos se quedaron muy juntas. Los ojos del Rebo tenían las pupilas dilatadas como dos cañones a punto de disparar.
—¿Quién se va a joder en marica? ¿Quién?
—Yo Rebo, yo—. Asumió el Negro apartando la mirada e intentándose zafar de la presa.
El Rebo lo empujó haciendo que se sentara de golpe en el banco.
—Quédate ahí quieto, marica.
El Chino, que iba hasta las cejas de hachís y cerveza, miró al Negro con una sonrisa burlona, siguió al Rebo que ya se iba en busca de su pardillo favorito.
Lo vio en los ojos de Ángela antes de poder verlo con los suyos. Algo no iba bien. Lo primero que pensó fue que aquella mirada era una especie de broma. Ángela le estaba poniendo esa cara porque se burlaba de él, hacía una imitación de la que se le había puesto cuando ella le había invitado al cine. Sí, debía ser una cara un poco como la que estaba poniendo ella, de espanto.
Eso había sido lo más parecido a una cita que había tenido en su vida y la sola idea de ir al cine con Ángela hacía que casi se meara en los pantalones. Pero no, Ángela no se estaba burlando de él. Entonces lo comprendió y giró la cabeza para ver la realidad. Allí estaba el Rebo a unos pocos metros, se acercaba como esa mirada lobuna, casi relamiéndose. Era justo la situación opuesta, justo la antítesis, uno bajaba a sus infiernos particulares mientras el otro, subía a su paraíso privado.
—Hola, gordo. ¿No me presentas a tu novia? Pensaba que éramos amigos.
—Para Rebollo. Deja a Óscar en paz, déjanos en paz a los dos—. Dijo Ángela interponiéndose entre los dos.
Óscar estaba paralizado, como un conejo a punto de ser convertido en una mancha roja y peluda sobre el asfalto por un camión de 18 ruedas. Por alguna razón su mente se había quedado en blanco excepto por un pensamiento, una idea que reverberaba por él como un gorrión atrapado en una habitación sin ventanas. Ángela no había negado que no fuera su novia.
—Tú no te metas. Mejor vuélvete al convento de donde has salido—. Advirtió el Rebo empujándola para apartarla de su objetivo.
El Chino reía haciendo bueno su mote. Los ojos se le habían convertido en dos ranuras en la cara.
—Te metes con Óscar porque sabes que no es rival para ti. Eres un cobarde. A mí no me vuelvas a tocar, chulo de mierda.
El brazo derecho de Ángela salió disparado como un resorte a la velocidad de un obús. La mano abierta impactó con un sonoro ¡Plas!, en la cara del chuleras. La tez lechosa del Rebo se encarnó de rojo y la mano de Ángela se le silueteó en la mejilla. Dolía, escocía, casi tanto como cuando su padre le azotaba con la correa borracho. El golpe lo confunde y por un instante pierde la noción de la realidad. Siente calor, mucho calor, lo han empujado desde su edén y ha caído en el averno. Aquel guantazo le ha recordado lo que es, aquella maldita zorra mojigata ha descubierto su secreto. Eso que lleva ocultando desde siempre bajo capas y capas de actitud y violencia. Los ojos del Rebo lagrimean, el calor ha subido desde su interior y ahora le arde la cara. Los ojos parecen que le fueran a reventar como si fueran burbujas en la colada de un volcán. Aprieta los puños hasta clavarse las uñas en las palmas.
—Te crees muy lista ¿verdad?. Sabes que si te pego tendré todas las de perder. ¿Verdad zorra? Te crees que me puedes engañar. Solo quería jugar un poco con este pedazo de mierda—. Dijo señalando a Óscar que seguía paralizado sin mover un músculo ni articular una palabra—. Pero te has tenido que hacer la heroína y ahora tu novio lo va a pagar por ti, puta.
El chino había dejado de reír, mágicamente el subidón de porros y cerveza había desaparecido.
— ¡Chino sujétala!—. Ordenó voz en grito.
El compinche se quedó mirando a su líder, pero no se movió.
—¡Qué la sujetes, hostias!—.
Vuelve a gritar mientras se lleva una mano al bolsillo trasero de los vaqueros y saca una navaja que abre con un giro de muñeca.
No es un arma letal, pero es un cuchillo. El Rebo no es más que un niñato de 17 años que lleva una navajita para cortar hachís y robar a los chicos más pequeños del instituto. Pero en sus mentes aquello era algo muy peligroso y temible, algo que otorgaba poder, el poder del miedo.
Todos miran la hoja de la navaja que destella a la luz de las farolas. De repente el mundo parece haberse detenido, no existe nada más que ellos cuatro y aquella hoja puntiaguda, pulida a la que las farolas están arrancando brillos. A Ángela le gustaría gritar, pero no le sale la voz del cuerpo. El Chino se ha colocado entre ella y el Rebo. Los ojos rasgados del Chino la miran con determinación, no la toca, pero tampoco la va a dejar moverse de allí. —Será mejor que te estés quieta, las cosas ya solo pueden empeorar— No se lo dice con palabras, pero es el mensaje que le transmite, en realidad también está aterrado.
—Óscar, no tienes buen ojo con las mujeres. ¿Has visto lo que me ha hecho tu putita?
A Óscar las palabras le llegan como balas disparadas a través de una almohada. La navaja se mueve de un lado a otro como la flauta de un encantador de serpientes y él solamente puede seguirla. Quiere hablar, quiere suplicar, pedir clemencia, pero no puede. La costumbre, la adaptación al medio le había enseñado a permanecer quieto, hecho un ovillo y esperar a que pasara. Esa era la respuesta que resultaba más conveniente, dejar que se cansara. Lo había visto en los documentales, algunos animales optaban por hacerse los muertos cuando eran atacados por un depredador. Eso era lo que lo había salvado hasta ahora y era lo que lo salvaría una vez más.
Un rayo de luz rebota en el metal pulido de la hoja de la navaja del Rebo, viaja directamente igual que una saeta hacia una de las pupilas de Óscar, deslumbrándolo. El conejo que va a ser convertido en puré rojo reacciona, algo en su cerebro se activa, en su cabeza se oye el crujido de una articulación embotada al flexionarse.
—A la derecha, chico. Muévete a la derecha. ¡Ya!
Era la voz de Batman, seca y autoritaria. Óscar obedece de forma refleja. Algo en las profundidades de su mente ha tomado el control de forma autónoma, sin necesidad de pasar por los infinitos nódulos neuronales para conformar la voluntad. Se mueve esquivando el tajo que pasó muy cerca de su torso.
—No te muevas gordo, no te va a doler mucho. Tienes que pagar lo que ha hecho tu zorrita. No sabes tenerla atada y me ha mordido. Ahora tienes que pagar, gordo.
El Rebo se abalanza sobre él. Los dos caen al suelo. Ahora es el Joker quien se está desternillado de risa en la cabeza de Óscar. Afortunadamente al Rebo se le escapa la navaja de la mano. Óscar queda en el suelo boca arriba, forcejeando con el Rebo que se ha aupado sobre él, colocándose a horcajadas sobre su barriga. Tantea el suelo buscando la navaja. Le lanza puñetazos, Óscar desesperado intenta bloquearlos protegiéndose con los brazos. El matón está como loco, la pérdida de su arma le ha enfurecido aún más. Le grita, le insulta, la rabia que siente hace que la saliva le escape de la boca y lo salpique. Óscar sigue oyendo las risotadas del payaso, que entre carcajadas logra decirle —Coge esa piedra y machácale la cabeza. Óscar, machácale la cabeza. No pares de machacarle la cabeza hasta que sea pulpa ja, ja, ja Es nuestra venganza, es lo que queremos, porque la venganza es lo más divertido chico, y tiene que pagar todo lo que nos ha hecho ¿Verdad, chico? ¿Verdad, chico? ¿VERDAD?—. La voz vuelve a cambiar y se reconoce a sí mismo, como hacía un rato en los baños, como se había visto en el espejo. —Coge esa piedra y machácale la cabeza. Vamos, machácale la cabeza—. Una paz le embarga, estaba ascendiendo desde el infierno al paraíso, tenía la llave de sus puertas, una llave de piedra.
La vio por el rabillo del ojo. Un poco más allá, había un pedazo del granito de un arriate que parecía suelto. Efectivamente lo está. Estira el brazo, hasta que las yemas de los dedos notan su canto filoso. Únicamente tiene que tirar de él. La inercia y el peso hacen el resto. El cascote se estrella contra la cabeza del Rebo. El sonido del hueso al partirse es húmedo y seco al tiempo, como pulsar la tecla del punto y final. Aunque no iba a ser el punto y final, solo es un punto y seguido, aquel único golpe era demasiado poco, demasiado para compensar todos los abusos, las patadas, las humillaciones; no, aquel golpe solo iba a ser el primero de muchos. El Rebo cae como un saco, como una marioneta al que le cortan los hilos. Óscar se lo saca de encima y sigue golpeándole, ríe, ríe a carcajadas. Tenía razón, el Joker tenía razón, aquello era lo más divertido, lo más divertido del mundo. Había olvidado esa sensación, su mente la había borrado, la sensación de libertad, de poder, de no tener miedo, de ser él, solo él.
Ahora los que se quedan como liebres deslumbradas son Ángela y el Chino, que comienzan a gritar horrorizados, pero no se atreven a hacer nada más.
Paró cuando la mano del Negro lo agarró. El Negro, aquel “marica cobarde” le acaba de salvar la vida a su macho alfa, aunque no puede evitar que a partir de aquella noche jamás volvería a mover nada más que no fueran los ojos.
FIN