Ya había perdido la sensibilidad desde la punta de los dedos hasta el codo del brazo izquierdo, cuando su cuerpo dormido le ordenó cambiar de postura. La extremidad entumecida comenzó a revivir con la sensación de millones de alfileres clavándose. Así y todo, aquello no fue suficiente para despertarlo. Quedó panza arriba, con los brazos en cruz, ocupando toda la cama, roncando de una forma extraña por la mucosidad que le atoraba la laringe, y más parecían barritidos de un elefante agonizante, que los ronquidos de un ser humano.
En el reloj de la mesilla de noche, los dígitos ocho segmentos parpadeaban en verde fosforito, las 05:37 am. La tormenta había provocado un corte en el servicio eléctrico, y al volver la corriente había dejado aquella hora tintineando en la pantalla del reloj digital. Ya no llovía.
Los ronquidos se dejaron de escuchar, como si alguien hubiera introducido un palo en la maquinaria de aquel fuelle de carne estruendoso, como si ahora el corte de electricidad afectará al cuerpo de aquel hombre y no al despertador. El cuerpo seguía inmóvil, de cubito supino con los ojos cerrados y la boca abierta. En la pantalla del reloj las 05:37 parpadearon una vez, dos, tres… diez.
El piloto automático saltó. Se estaba asfixiando, necesitaba exhalar o los niveles de CO2 en sangre serían peligrosamente altos. El aire cargado de veneno salió por la boca en un vómito sonoro, un crujido de madera, el grito de un árbol centenario que es talado, mas un estertor que un ronquido.
Despertó de súbito, realizó un abdominal digno de un torso musculado que no tenía, para quedar sentado sobre el colchón. Estaba desorientado. Los globos oculares habían crecido dos tallas más que las cuencas y le amenazaban con salirse, ardían. La boca muy abierta, en una mueca a medio camino entre la sorpresa y el terror.
Estaba oscuro, lo único que se veía era los números centelleando en la pantalla del despertador 05:37. Su fulgor verde le quemó en el fondo de las retinas. Cerró los ojos de forma instintiva, aquella luz era molesta, casi dolorosa. Después de refregárselos con los puños volvió a abrir los ojos. Los dígitos habían dejado una mancha de luz, como cuando un insecto se estampa contra el parabrisas de un coche, e igual, por mucho que se pasara el limpia o este caso, se refregaba los ojos no desaparecía. Mirara donde mirara, veía la mancha de luz, una especie de faldón publicitario que estuviera le patrocinando la capacidad de ver. Resignado y con al esperanza de desapareciera por sí misma en unos minutos se levantó de la cama.
Vivía solo, da igual que aquella noche fuera Nochebuena, Papá Noel no le dejaría nada bajo el árbol, porque no había ningún árbol, ni ninguna chimenea, ni ningún Papá Noel, la vida era así dura, así de mentirosa, así de falsa.
Las suelas de las zapatillas se arrastraban por el linóleo imitación parquet. No encendió ninguna luz, los números del despertador todavía bailoteaban como la follisca de una hoguera mal apagada dentro de sus ojos, encender la luz sería atizarla, además era su casa, no necesitaba encender ninguna maldita luz para encontrar el camino del cuarto de baño. Echaría una meada bebería algo de agua y se volvería a la cama.
No había cenado nada especial, unas lonchas de jamón York enrolladas sobre sí mismas untadas de mayonesa, acompañadas de tres rebanadas de pan de molde y un par de cucharadas de “Nocilla” de marca blanca directamente del bote como postre. Luego se fumó unos Luckies y bebió un par de whiskies con hielo mientras miraba una porno “navideña” en el canal de pago, donde salía un negro de tres piernas con un gorrito rojo con borla blanca y calcetas a rayas también rojas y blancas, que se dedicaba a deshollinar todas las “chimeneas” de cualquiera cosa que se moviera.
“Feliz Falsedad” Las Navidades eran solo paparruchas. Mientras medio mundo se moría de hambre, el otro medio vomitaba el festín que acababan de engullir. No recordaba cómo había llegado a la cama. El caso es que él no se había despertado en ella por haber comido nada fuera de lo común, simplemente sufría de apnea nocturna; su sueño era tan pesado que el cuerpo se olvidaba de respirar, solo eso Es verdad que fumaba y bebía demasiado y que a su figura le sobraban 15 kilos pero él no era un imbécil de esos que sufrían indigestión por culpa del espíritu navideño.
Levantó la tapa del WC, se bajó los calzoncillos y se sentó. Una cosa era encontrar el camino y otra cosa no mearse fuera con la luz apagada. El orín comenzó a salir. Olía fuerte, igual que una sopa rancia recién hervida y escocía, escocía mucho. Un dolor agudo le recorrió el cuerpo desde la parte más baja de la espalda hasta los testículos, que se encogieron intentando refugiarse del dolor Era como si tuviera la vejiga llena de trozos de cristales diminutos y ahora los estuviera expulsando uno a uno, lenta y dolorosamente. Sentía la orina era más espesa de lo habitual, como golpeaba la porcelana, como le quemaba durante todo el trayecto desde la uretra hasta que caía al WC. ¡Mierda! masculló, debía beber más. Sí, era eso, había días que no probaba el agua como tal. La orina dejó de salir pero el escozor no. Se levantó y se volvió a colocar los calzoncillos con cuidado como si aquello pudiera minimizar el dolor.
Volvió a tomar el camino del dormitorio cuando un resplandor llamó su atención. Una luz roja intermitente parpadeaba en el salón, unos pocos pasos más allá. La luz debía de colarse por el ventanal del balcón, como si su vecino hubiera instalado un luminoso de neón rojo, como si su vecino de enfrente hubiera montado un puticlub. La curiosidad le pudo al sueño.
“¿Qué mierda significa esto?” Se preguntó. En el salón había un árbol de navidad del tamaño de una secuoya adornado con un millón de luces rojas tintineantes. Su salón se había transformado en la puta casa de Papá Noel. Aún sin salir de su asombro se acercó preguntándose qué hacía ese árbol allí, porque evidentemente él no lo había puesto. Debajo del abeto había un regalo, un paquete no más grande que una caja de zapatos. Pudo verla perfectamente pues a pesar de que las luces seguían encendidas el resplandor de las bombillas rojas le permitió localizarlo. Se agachó y lo recogió todavía conmocionado por aquel sinsentido en que se había transformado la noche. El paquete tenía un lazo rematado con una moña y estaba envuelto en un papel acharolado de un tono más intenso pero también rojo, aunque que no podía jurarlo porque la oscuridad sumada a los destellos de las luces hacía que todo pareciera o negro o rojo. Desgarró el papel casi con curiosidad, dentro de él sin duda debía de encontrarse la explicación a todo aquello. Retiró la tapa de cartón y contempló su contenido. La caja estaba repleta de algodones y en medio de ellos había una masa oscura y viscosa que latía como un corazón, pero no era un corazón tenía más la apariencia de un trozo de hígado que hubieran extraído usado una cucharilla de postre en vez de un bisturí. Horrorizado dejó caer el paquete al tiempo que un dolor agudo le acuchilló inmisericorde el costado derecho. Cerró los ojos y se dobló por la mitad, intentó llevarse las manos a la zona donde las cuchilladas de dolor se sucedían, pero unas ligaduras invisibles se lo impedían. Cayó de rodillas y una arcada de vómito le ahogó el grito.
Abrió los ojos, de par en par más como si fuera alguna clase de grito, ya que no podía gritar algo en la garganta le obligaba a tener la boca abierta. Una luz blanca le traspasó las pupilas quemándole las retinas .
El dolor se había extendido le dolía todo, un todo absoluto y no metafórico, un dolor absoluto, pleno que se extendía a cada célula de su organismo.
En sus retinas abrasadas se formaron las siluetas oscuras de unas criaturas que se inclinaban sobre él, solo podía ver sus ojos. Le observaban con curiosidad. Entonces una de las criaturas habló, sus palabras llegaron amortiguadas como si hablara detrás de una gruesa cortina de fieltro, había urgencia en el tono de su voz. “Está despertando, 25 mililitros de propofol, ya!”
FIN
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